ITALIA > CRóNICA DE VIAJE A GéNOVA Y CINQUE TERRE
Portuaria, vivaz, modernizada pero siempre con los ojos abiertos hacia ese pasado en que fue una de las repúblicas más poderosas de la península italiana antes de la unificación. Patria de Cristóbal Colón, y punto de partida ideal para visitar Levanto y los pueblos que forman el increíble paisaje de las “cinco tierras”: Monterosso, Vernazza, Corniglia, Manarola y Riomaggiore.
› Por Emilia Erbetta
“Attenzione, treno in transito al binario tre, allontanarsi dalla linea gialla”.
El mensaje suena insistente por los altavoces en todas las estaciones de tren de Italia. Los primeros días, cuando el italiano todavía me resultaba tan cristalino como el ruso o el albanés, esa frase me perturbaba. No entendía si se trataba de una advertencia importante, ¿estaré perdiendo el tren? Demoro un par de días en entender: hay que alejarse de la línea amarilla, del borde del andén, porque viene un tren y acá los trenes pasan muy rápido, casi violentos.
Pero no estoy en el andén, sino en el tren, entrando a la estación Genova Piazza Principe. Todavía en movimiento y con el mensaje ya sonando en los andenes, me acerco a la puerta. Arrastro hace diez días una valija del tercio de mi peso. Un grupo de hombres conversa en italiano, están yendo a trabajar. Les pregunto en una mezcla de italiano con inglés y español cómo me conviene ir hasta el hotel. Uno de ellos tiene bordado el logo de Trenitalia en la camisa. Cuando llegamos, me ayuda a bajar la valija y caminamos juntos hacia la salida. Es martes a la mañana y la estación está llena de gente que va y viene. Noto que acá las italianas no están tan arregladas como en Torino. Debo tener cara de hambre, porque me invita un café y desayunamos casi en silencio parados en un mostrador. Para pagar, pasa una tarjeta y le hacen un descuento. Solamente abre la boca para decirme que en ningún lugar se toma mejor café que en Italia. No me gusta mucho el café pero asiento, un poco conmovida por esa hospitalidad espontánea que ya encontré en otros italianos. Me acompaña hasta el taxi y me dice que no me tendría que costar más que ocho euros.
GENOVA EMPIEZA BIEN El hotel está cerca de Piazza de Ferrari, en el centro. Anna Ardito, la guía, me espera en el vestíbulo a las diez de la mañana. Es una mujer diminuta que habla un español sólido.
Caminamos primero hacía Via Garibaldi, la calle de los palacios, el límite entre la Génova medieval y la Génova del Renacimiento. Acá, en la strada nuova, están dos de los palacios más famosos de la ciudad, el Palazzo Rosso y el Palazzo Bianco, que funcionan también como pinacotecas. Ambos tienen cerca de la puerta una placa roja que los identifica como parte del Sistema de Rolli de la Unesco, que declaró patrimonio de la Humanidad a los 42 palazzi mejor conservados. Pocos metros después, salimos de la Génova aristocrática y nos metemos en la Génova arrabalera.
“La Génova medieval es una ciudad todavía vivida”, dice Anna mientras avanzamos juntas por uno de los callejones del barrio antiguo, el casco medieval más grande de Europa, un laberinto de caruggi angostos, de construcciones de tres o cuatro pisos, donde las tiendas históricas se mezclan con los negocios donde africanos y paquistaníes venden carteras y anteojos de sol. Encajada entre los Apeninos y el mar, Genova está comprimida. Ya durante la Edad Media los edificios crecían siempre para arriba, sin espacio para que siglos después se pudiera poner un ascensor.
A diferencia de Florencia, donde el run run de las ruedas de las valijas sobre el adoquinado llega a ser un sonido de fondo algo insoportable, Génova todavía no parece una escenografía de fondo para el selfie stick sino una ciudad donde las personas viven, en el sentido material de la palabra: trabajan, lavan ropa, se pelean a los gritos, hablan por teléfono, van a la carnicería y manejan como dementes.
Mientras subimos por un caruggio Anna para del golpe y pone una mano sobre una pared de piedra. Aquí podemos ver el color de la ciudad: en la Edad Media, Génova era completamente gris. Si pudiéramos quitar todo el revoque que le han añadido a través de los siglos, podríamos encontrar todavía casi toda la Génova medieval.
“Hay que mirar”, insiste Anna, para encontrar cómo la Génova antigua quiebra a la Génova moderna como si fuera la pantalla de cristal de un celular. Entonces, vemos: una columna en medio de la línea de cajas de un Carrefour o, en una tienda de ropa, una fuente en mármol de Carrara con Hércules aplastando una serpiente.
Cada vez que en la Génova medieval aparece un edificio un poco más moderno significa una cosa: Segunda Guerra Mundial. La ciudad fue bombardeada varias veces desde principios de 1941 hasta el final del conflicto porque en el puerto genovés descansaban los barcos alemanes. Del primer ataque, en la catedral de San Lorenzo, quedó un souvenir desactivado: una bomba que tiró -con muy mala puntería- la flota inglesa el 9 de febrero de 1941, en el marco de la Operación Grog.
“Por siglos, ésta fue el área comercial más importante de la ciudad de Génova”, dice Anna cuando llegamos al Puerto Antiguo.
Le cuento que, de acá, salieron mis bisabuelos hacia Buenos Aires en los años de entreguerras. No estaban en ese momento ni el Acuario de Génova, el segundo más grande de Europa, ni la Biósfera de Cristal que diseñó el arquitecto Renzo Piano, ni el galeón que usó Roman Polanski para su película Piratas. Todo esto que ahora es típico de la postal del puerto de Génova no estaba antes de 1992. Ese año, aprovechando el 500 aniversario del descubrimiento de América, la ciudad comenzó un proceso de restauración y modernización de la zona del puerto antiguo para impulsar una economía que estaba en crisis desde la década del 70.
Dejamos el puerto y volvemos a meternos en los caruggi del casco antiguo, tierra arriba. Anna me dice que el mar me tiene que servir para orientarme. Es fácil perderse en estas callecitas oscuras, pero si camino hacia abajo, siempre voy a salir al agua. Anna vuelve a pararse de golpe.
“Tomemos un capuccino”.
El bar Klainguti está lleno, pero sobre una de las barras de mármol queda un lugar libre. Abierto en 1828, es una de las 32 tiendas que son parte del patrimonio histórico de Génova. En este lugar tomaba café Giussepe Verdi cuando bajaba desde Milán a trabajar en el Teatro de Ópera que está en Piazza de Ferrari.
“Los hermanos Klainguti eran dos suizos que bajaron a Génova para embarcarse hacia las Américas -me cuenta Anna-. Por problemas de papeles tuvieron que quedarse por un tiempo. Como trabajaban en la pastelería, abrieron un negocio, tuvieron suerte y aquí quedaron. Ellos siempre dijeron que su América la encontraron en Génova”.
Estamos en Piazza Soziglia, un pequeño espacio abierto donde desembocan, como en un embudo, Via Luccoli y Via dei Maccelli de Soziglia. Bajamos unos metros por la Vía de Soziglia hasta otra tienda: Pietro Romanengo Du Stefano. Es como una mercería de golosinas de lujo. Hay confites de todos los colores: blancos para las novias, rosas, celestes y amarillos para los recién nacidos. Bombones de fruta. Bombones de chocolate. Praliné. Frutas y flores en conserva. Fondants. La tienda original es de 1780, pero ésta es de 1814.
Subimos por Via dei Maccelli hasta que se convierte en Vico Inferiore del Ferro y encontramos la Antica Polleria Aresu. O como le dicen en el barrio, la pollería de Mateo, que también es parte del recorrido de tiendas históricas. Mateo nos muestra su técnica para saber si los huevos están frescos con un aparato antiguo que se llama spacca uova. Además de huevos, vende pollo y conejo. Por ley no puede vender ningún tipo de carne roja.
Bajamos de nuevo, buscamos la salida al mar. Génova es así: por momentos caminamos en círculos. Llegamos a Via San Luca, que fue la más importante de la Génova medieval. Corre paralela a la costa y va cambiando de nombre: después es Via Fossatello y hacia el norte, Via del Campo. Hacia allá vamos, hacía Via el Campo 29 Rosso, un museo pequeño en homenaje al cantautor Fabrizio De André que funciona en una antigua casa de música. Rebelde de buena familia, en la década del 60 De André le cantó al barrio antiguo, que en esa época era un barrio de prostitutas y artistas jóvenes.
“Inspirado en esta parte de la Génova malfamada, De André escribió una de sus canciones más famosas, Vía del Campo”, dice Anna y tararea: “Dai diamanti non nasce niente / dal letame nascono i fior, ¿entiendes? De los diamantes no nace nada, del estiércol nace la flor”.
LEVANTO Y LAS CINCO TIERRAS El tren llega a Levanto muy temprano y la estación está desierta. El hotel no parece estar lejos, pero cuando salgo a la calle lo único que hay son pastizales y, un poco más allá, unas casas muy lindas encastradas en unos cerros muy verdes. En ese momento aparece Gregorio, que fue a buscar a su hija y su mamá, que también vienen de Génova. Me explica cómo llegar desde ahí: tengo que bordear la estación, cruzar un puente y después subir por un par de cuadras. En la provincia de La Spezia, Levanto está al borde del golfo de la Liguria y sobre una cadena de cerros, así que todo el tiempo hay que subir, bajar, subir, bajar. Un minuto después, Gregorio vuelve. Carga mi valija en el baúl de su auto y la nena y la abuela hacen lugar para que entremos todos. En el camino me cuenta que es pintor y genovés.
El hotel tiene bicicletas con cambios para suavizar la ondulación. En dos ruedas llego muy rápido a una playa de piedras llena de familias y de surfistas. Levanto es famosa en el circuito de surf europeo porque tiene un promedio anual de 200 días de olas. Las olas llegan de Sudáfrica y los surfistas de toda Italia pero también de Suecia, Austria, Alemania. Hoy debe ser uno de esos días porque por todo el pueblo se ven camionetas con tablas apiladas y trajes de neoprene colgando para secar.
Después de un helado de pistacho que sale 1 euro, pedaleo desde Levanto hasta la diminuta Framura (un pueblo de 700 habitantes) por una pista para bicicletas construida sobre el camino costero donde antes pasaba el tren. Avanzo con la bicicleta con el mar turquesa de un lado y los cerros del otro, el paisaje solamente se interrumpe cuando entro en los antiguos túneles ferroviarios.
“Es una región que ha sido muy cerrada, hasta los años 70 no había carretera, sólo se podía llegar por tren o mar”, dice Silvia Moggia, sentada en el jardín del hotel L’Oasi. “De un pueblo a otro se habla un dialecto distinto. Todo es genovés, pero cada pueblo tiene palabras y acentos propios, palabras que se pronuncian de maneras muy distintas”.
Silvia es italiana pero viajó por todo el mundo. Sus padres vivieron un tiempo en Buenos Aires y ella habla un castellano perfecto, aunque cargado de acento español. Los Moggia tienen un restaurante en el pueblo, donde el papá y el hermano de Silvia preparan pescado con recetas muy sencillas.
Aunque Levanto no forma parte del Parque Nacional Cinque Terre, el pueblo es algo así como su puerta de entrada: muchos turistas lo eligen para hospedarse porque es más barato que Monterosso. Hasta ahí llegan los trenes Intercity con turistas que vienen de Florencia, Milán, Roma y desde ahí sale el tren que hace el recorrido por los cinco pueblitos famosos: Monterosso, Vernazza, Corniglia, Manarola y Riomaggiore.
El viaje a Monterosso demora unos minutos. Al lado mío viajan Frances y Joe, de Nueva Jersey. Tienen 70 años, 50 de casados y van a hacer senderismo entre Monterrosso y Vernazza. Están vestidos iguales, con bermudas, zapatillas de trekking y gorras con visera. A él le falta un ojo, tapa el agujero con un parche color durazno. Tienen sangre calabresa y son jubilados: ella fue maestra y él empleado de AT&T. Que Frances, Joe y yo estemos acá muestra que Cinque Terre hace tiempo que se convirtió en uno de los destinos más buscados en Italia, después de Roma, Florencia y Venecia, la santa trinidad del turismo italiano.
Chiara, la guía, me espera en la estación de Monterosso. Es el pueblo más grande y con las playas más extensas, pero a la vez el más sencillo. En cinco minutos de tren estamos en el siguiente: Vernazza. Con un mismo boleto podemos ir y volver todo el día, todas las veces que querramos. Los pueblos no siempre estuvieron así de conectados: el boom turístico empezó en la década del 90 y ahora en Vernazza dos ancianas miran desde la ventana de su casa como el pueblo es un hormiguero de turistas.
Cinque Terre es una postal en cuatro dimensiones y para donde miremos hay una posible foto perfecta: las casitas de colores al lado del mar, las calles estrechas que suben hacia adentro, los botes que están amarrados en los muelles.¡Clic!, ¡clic!,¡clic!
“Cuando las primeras poblaciones llegaron acá, en el siglo XI, eran campesinas. Construyeron lejos del agua para protegerse de los piratas. Empezaron a construir arriba para cuidar sus cultivos, después fueron bajando hasta llegar a la orilla”, cuenta Chiara mientras nos subimos al tren para ir al pueblito más chico de todos, Corniglia, el único que no conecta directamente con el mar.
La gastronomía de la Liguria tiene todo que ver con la geografía: las primeras focaccias, por ejemplo, fueron preparadas por los primeros habitantes, que necesitaban un pan que aguantara mucho tiempo en un clima húmedo y en una zona asolada por los piratas. Hoy es central en la alimentación de la región, tanto como las anchoas saladas y el pesto.
Después de Corniglia viene Manarola y el recorrido termina en Riomaggiore, que empezó a construirse en el siglo XIII. Siguiendo un camino por el acantilado, hacia el lado del puerto y del Golfo de los Poetas, hay una playita de piedras y agua cristalina en forma de hoya en la que para meterse al mar hay que dejarse las ojotas puestas. Arriba, en un tunel encastrado en la piedra, a cada rato pasa el tren.
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