TUCUMAN > MENHIRES EN EL MOLLAR
Cerca de Tafí del Valle, una reserva protege decenas de megalitos –supervivientes de una trajinada historia– que parecen haber hallado una ubicación definitiva, ya que no original, entre los cerros tucumanos. El significado de estas esculturas líticas talladas, ampliamente estudiadas por arqueólogos y naturalistas, sigue siendo un enigma.
› Por Graciela Cutuli
Unos 12 kilómetros antes de llegar a Tafí del Valle, por la espectacular ruta de yungas que asciende desde San Miguel de Tucumán hacia Amaicha del Valle, los carteles anuncian la llegada a El Mollar, un pueblo situado en las cercanías del cerro Ñuñorco, prácticamente a orillas del dique Angostura. Podría ser una villa turística más entre los relieves del Noroeste, pero su Reserva Arqueológica Los Menhires –el motivo que atrae a quienes se desvían de la ruta para entrar en las prolijas y desiertas calles del pueblo- pone el punto final a una increíble historia de hallazgos y desaciertos que vale la pena conocer. Una historia que comienza hace más de un siglo, cuando la ruta que hoy permite llegar fácilmente no era ni siquiera un proyecto, y sólo era posible moverse trabajosamente a lomo de mula sorteando los obstáculos naturales impuestos por las montañas, los arroyos y la altura.
ALLA LEJOS Y HACE TIEMPO “Dos piedras que tienen tres y dos tercios de varas de largo por media vara de ancho, que están completamente cubiertas de inscripciones; una de ellas está en pie, mientras que a la otra la han echado abajo”. Es la primera mención documentada que se conoce de los menhires, según las palabras del profesor alemán Carlos Olearius, que se los describió al naturalista Germán Burmeister en 1859. Burmeister a su vez lo cuenta en su Viaje a los Estados del Plata, dos años más tarde, donde afirma –basándose en un dibujo que le había llevado Olearius- que las piedras “tienen una decoración muy sencilla, cuya naturaleza no se puede explicar bien”. El historiador Carlos Páez de la Torre reconstruye detalladamente el episodio en un artículo publicado en La Gaceta de Tucumán y pone la siguiente fecha en la historia de los menhires: 1897, cuando el naturalista Juan Bautista Ambrosetti, en el artículo Los monumentos megalíticos del valle de Tafí, presenta a la comunidad científica el que hoy se conoce precisamente como Menhir Ambrosetti. Un dibujo a pluma acompañaba la publicación, junto con una innovación: algunas fotos que, aunque borrosas, constituyen un documento único de estos monumentos legados por una cultura que en muchos aspectos sigue siendo misteriosa.
“No sé cómo pintar mi sorpresa –escribía Ambrosetti al relatar su tortuoso viaje en busca de ‘una gran piedra con signos grabados’ que le habían descrito en un viaje a Tucumán- cuando me hallé en presencia de un verdadero menhir de 3,10 metros de largo, de un ancho casi constante desde 50 centímetros y de un grueso más o menos de 20 centímetros. Sobre una de las caras aparecían, profundamente esculpidos, una serie de dibujos regulares, verdaderas ‘cup sculptures’ dispuestas en su mayor parte en sentido horizontal, cruzando el menhir a lo ancho”.
Lo cierto es que donde estaba, quedó. Pero sólo hasta 1915, cuando a las puertas del Centenario el entonces gobernador de Tucumán, Ernesto Padilla, decidió su traslado a la capital provincial. Su afán de “enhiestar el menhir” le valió no pocas burlas y caricaturas, pero siguió adelante y, tras conseguir de los dueños de la estancia donde se hallaba el megalito el permiso correspondiente, le pidió a Clemente Onelli –aquel excéntrico director del Zoológico porteño que se había hecho famoso llevando a pie una jirafa desde el Puerto a Palermo- que eligiera una ubicación para el menhir en la capital provincial.
Y así empezó el épico traslado, sin duda menos pintoresco pero mucho más trabajoso que el de la famosa jirafa, en un tiempo sin rutas y llevando una piedra gigantesca cuidadosamente envuelta, atada en un lecho de madera y cuero de oveja. Y despertando la natural curiosidad de los aislados pobladores, que dejaban su tradicional mutismo para mirar el paso del menhir oculto sin saber qué era, queriendo creer o no creer la version de los porteadores, que aseguraban trasladar el cuerpo de un indio que había pedido ser enterrado en Tucumán. Algunas fotografías de la época dan cuenta de este viaje increíble que tuvo como únicos testigos a un puñado de habitantes y el grandioso paisaje de los valles.
El último tramo del viaje del menhir –tal como cuentan hoy los guías en la visita a la reserva- se hizo en tren hasta San Miguel, donde fue recibido como “un Matusalén de piedra” y su instalación cuidadosamente registrada por la prensa de la época, Caras y Caretas incluida. Al Menhir Ambrosetti lo esperaban algunos años de paz. Pero no definitiva: porque en 1977, en plena dictadura, se decidió retirar este y otros megalitos de la cultura tafí que aún quedaban en sus ubicaciones originales en los valles tucumanos, reuniéndolos en un predio cercano al acceso a El Mollar: fue el efímero Parque Provincial Los Menhires, que no logró evitar daños ni robos pero sí privar a las piedras del lugar que habían querido sus talladores, ahondar el misterio de sus orígenes y hacer más oscuro su significado al cambiar su disposición y orientación. La larga historia de estos gigantes de piedra tuvo un nuevo giro cuando fueron trasladados finalmente a la actual Reserva Arqueológica Los Menhires, también en El Mollar.
LEJANOS ORIGENES Tallados en un solo bloque de piedra, que alcanzan hasta tres metros de altura y cuatro toneladas, los menhires sacados de los valles y hoy reunidos en la reserva son decenas. Echando un piadoso manto de silencio sobre los daños sufridos en los traslados y el escaso rigor de su reubicación, la visita es un imperdible en el viaje a Tucumán porque son un testimonio tan raro como único de la antigua cultura Tafí, una de las primeras tribus alfareras de la región.
Los megalitos suscitan muchas preguntas, la mayoría sin respuesta: pero para los estudiosos, son la prueba tangible de la realización de ceremonias de carácter mágico-religioso, probablemente dirigidas al Sol, además de simbolizar ritos fálicos y vinculados a la fecundidad.
Mirándolos con atención se descubren los grabados de figuras geométricas, de animales y claros rostros humanos, realizados probablemente entre el 200 a.C. y el 800 d.C., con herramientas primitivas. Algunos arqueólogos han llamado la atención sobre las similitudes con otros megalitos hallados en otras partes del mundo, y hay quienes han querido vincularlos con culturas como la Rapa Nui en la Isla de Pascua, aunque se ven mucho más semejantes a las producciones en piedra de las civilizaciones andinas. Algunos de los grabados parecen indicar que servían para indicar los solsticios, pero una vez más se trata de hipótesis que probablemente nunca tengan una respuesta certera. Y también en eso reside la atracción que hoy ejercen en quienes los visitan, desarraigados pero siempre capaces de transmitir un mensaje que se remonta a los orígenes de los pueblos.
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