ARGENTINA > PASEOS EN TRINEO CON PERROS
Al pie de los Andes patagónicos viven en cabañas, singulares personajes dedicados a la cría de perros alaskanos y siberianos. Como salidos de una novela de aventuras, los mushers ofrecen paseos en la nieve, a la manera de los esquimales, en Caviahue, Ushuaia y San Martín de los Andes.
› Por Julián Varsavsky
Toda persona que ama los perros, si pudiera, tendría diez, veinte, incluso treinta animales a los que daría un amor equitativo, un lujo que aquí sólo se dan millonarios excéntricos y mushers patagónicos, esos emuladores de los nórdicos hombres de la nieve que se trasladan en trineo al impulso de una jauría domesticada. Esta quizás sea la manera más romántica de abordar el blanco paisaje patagónico y es el medio de vida de estos hombres que parecen salidos de una novela de Jack London y alimentan así su costosa pasión perruna –y a los perros- con excursiones que hacen durante tres meses al año.
Hay mushers patagónicos -como Hugo Flores en Tierra del Fuego- con más de cien perros de los que se hacen cargo todo el año. Es decir que la relación es distinta a la de un hombre urbano que tiene una mascota: viven directamente para ellas y viceversa, en una relación simbiótica. Se dan de comer mutuamente y cada día del año están pendientes uno del otro.
Para Hugo Flores los criadores que abrazaron esta profesión en la Patagonia “somos el último eslabón de los hombres que convivían con los perros primitivos en un pasado milenario”. No se trata de un simple hobby sino de una cultura que alcanzó su apogeo varios milenios antes de Cristo en el norte siberiano, cuando los nativos chukchis usaban a los perros para sus migraciones y acarreaban en los trineos el resultado de la caza. La vida de aquellos hombres dependía directamente de su relación con el perro, que era el eje de su cultura: “Hoy nosotros también dependemos de los perros, claro que de otra manera”.
PERROS FUEGUINOS “¡Vamos chicos!”, grita el Gato Curuchet a diez metros de su cabaña en el Valle de Lobos, a 19 kilómetros de Ushuaia. Y los perros arrancan a correr. El trineo levanta velocidad y se desliza con silenciosa suavidad, ingresando a un bosque patagónico nevado que parece una postal antigua en blanco y negro.
La conducción de los perros es con el lenguaje gutural de los esquimales, sin riendas ni látigos:
-“¡Yi, yi!” -derecha- y los perros doblan.
-“¡Jau, jau!” -izquierda- y vuelven a obedecer.
-“¡Shhhhi!”- y se detienen esos perros con algo de lobo y diáfanos ojos azules.
En sus caniles los perros del Gato parecen dulces mascotas hogareñas. Pero cuando los atan al tiro del trineo se vuelven salvajes, les brota ese instinto que todavía tienen de sus antepasados los lobos: los perros ladran, aúllan, tironean y saltan, mirando todo el tiempo hacia atrás y buscando los ojos del musher para que les dé la orden de largada.
A los perros de la nieve les encanta salir al bosque helado en jauría, se desesperan por andar en trineo y el esfuerzo es más bien por frenarlos antes que para hacerlos andar.
Los perros encargados de mantener el ritmo y tirar van en el medio, mientras los más torpes y robustos quedan en la última línea, donde su única función es empujar fuerte. El conductor va parado atrás dando las órdenes y los viajeros están sentados, mientras la nieve que levanta la jauría con las patas va cayéndoles en la cara.
Este “Gato” que ama a los perros se define a sí mismo como “musher, navegante, buzo, montañista y amante de la nieve y los hielos”. A comienzos de los ‘60 llegó a dedo a Ushuaia con la intención de embarcarse hacia Alaska. Pero se dio cuenta que hubiera sido mucho viaje para ver más o menos lo mismo que en el último confín austral y se quedó a vivir. Una vez que armó su base, su sed de aventura pudo más y cruzó el globo hasta Alaska para conocer a los esquimales.
PERROS DE NEUQUÉN “¡Hop Hop Ok!”, ordena Pablo Germann y los perros arrancan desde una cabaña de troncos a 1600 metros de altura en el Cerro Chapelco, junto a la ciudad neuquina de San Martín de los Andes. Nos internamos en un bosque de 250 hectáreas con lengas en cuyas enramadas se posan copitos de nieve que caen ante la menor brisa. -“¡Ohhhh!” –grita al rato y se detienen.
Paseamos media hora por un bosque encantado y Pablo detiene a su obediente jauría a dos kilómetros de las pistas de esquí y propone disfrutar la calma del bosque níveo. El musher se convierte en barman: sirve unas copitas de licor de chocolate y cuenta que tiene 90 perros descendientes directos del lobo ártico domesticado por los esquimales chukchis en la estepa siberiana: “Son animales que nacieron para esto y los tengo en caniles con camas de pasto, bajo techo; su genética les requiere correr diariamente varios kilómetros y su cuerpo está adaptado a muy bajas temperaturas”.
En 1986 Pablo trabajó en Antártida para una empresa de turismo en la Base Esperanza, guiando a los viajeros que desembarcaban del barco Bahía Paraíso: los llevaba a pasear en trineos tirados por perros. Además cruzó la península antártica de lado a lado en trineos de perros y vehículos oruga. La diferencia entre los perros viviendo en Antártida y en la montaña neuquina es que el paisaje extremo los volvía más salvajes y cazaban pingüinos.
La guía del Bahía Paraíso era la novia de Pablo y la pareja fue la primera en casarse por civil en el continente blanco, quienes se instalaron en Ushuaia donde Pablo fue pionero en la organización de paseos y competencias de este tipo. En 1991 el Protocolo de Madrid prohibió las especies exóticas en Antártida y a Pablo le dieron 40 de esos perros que pertenecían al comando antártico. Hasta que en 1993 se instaló con sus perros en el Cerro Chapelco.
CAVIAHUE Javier Alvarez es un musher con casi 20 años de experiencia en la actividad, hoy instalado al pie del volcán Copahue, en la ciudad neuquina de Caviahue. “A mí de chico siempre me siguieron los perros”, asegura, explicando que comenzó a estudiar en libros los secretos de surcar la nieve a la manera de los esquimales. Pero no hay tiempo para explicaciones porque 16 perros-lobo aúllan desde dos trineos individuales listos para salir. Nos sentamos y la jauría ya tironea con fuerza.
Arrancamos de golpe alcanzando 35 km/h recostados casi al nivel del suelo. Al frente van la volcánica Edna con su ayudante, el combativo Odín. Ella es la guía y obedece sin titubear, obligando a los demás a hacer lo mismo, a veces a los tarascones.
El trineo salta con las ondulaciones y a los costados el paisaje parece un blanco campo de golf. En minutos llegamos a Las Mellizas, dos lagunas congeladas que se atraviesan a toda velocidad por una planicie blanca muy parecida a la Antártida, donde vienen a entrenarse los militares antes de ir a las bases del continente blanco.
Los perros lanzan aullidos de alegría al correr a sus anchas. La sensación de atravesar una laguna congelada es extraña y nos inquieta una pregunta: ¿Y si se rompe?
En diez minutos llegamos a las termas de Las Máquinas, cuyo olor a azufre presagia el chapuzón en una pileta abandonada con aguas sulfurosas. Al caminar el suelo burbujea a nuestros pies expulsando ruidosos vapores como si hubiese miles de pavas hirviendo al ras de la tierra: el nombre del lugar remite a las máquinas a vapor.
La laguna huele a huevo podrido por el azufre. Las aguas grises no son muy tentadoras hasta un valiente se saca la duda dejando la ropa sobre la nieve para ingresar: sus expresiones de placer convencen y nos sumergimos todos hasta el cuello en el barro volcánico.
Desde la orilla misma todo es nieve continua hasta la cima de las montañas. A tres metros una gran fumarola expulsa vapores a presión como un aliviadero de los infiernos: ahora no queremos salir de este nirvana sulfuroso. Edna se acerca dejando sus huellas en la nieve y le da un beso en la boca a Javier.
En las plácidas aguas la charla perruna se extiende: “La mayoría son cruza de alaskano con greister que provoco para lograr ejemplares más livianos y fibrosos. Por eso los hermanos Edna y Odín son negros y tienen un ojo azul y otro marrón”.
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