MARRUECOS > LA PAUSA DEL RAMADáN
Crónica de un viaje a Marrakech durante el período de ayuno islámico y en pleno verano marroquí. Otros ritmos y otros tiempos signan el período de abstinencia durante el cual la vida parece transcurrir más lentamente, y sólo a partir del atardecer llega la hora del banquete, el rezo y la socialización.
› Por Julia Muriel Dominzain y Diego González
El calor oprime, aplasta, agobia. No hay agua ni plantas. Los aires acondicionados y jardines son de los ricos –en versión mansión u hotel–. En 2016 los 30 días de Ramadán cayeron en el verano marroquí y la cosa no fue sencilla, con casi 40 grados de temperatura promedio. Este mes del calendario musulmán obliga a tomarse una pausa, incluso ante el sofisticado, pasional y necesario arte del comercio y el regateo. Es lógico: cualquiera está más irascible y funciona más lento cuando sólo se puede comer, beber, fumar y hacer el amor entre las siete y media de la tarde y las tres de la mañana.
Según nuestras mediciones del tiempo muy católicas y muy solares, Ramadán no es siempre en el mismo momento. Acá es la luna la que decide y marca el ritmo del calendario: cada mes comienza unos días después de la luna nueva (o “negra”, porque es el momento en que está justo entre la Tierra y el Sol), en el momento exacto en el que reaparece en el cielo. El noveno mes, llamado Ramadán, indica el principio de la austeridad. Es una fecha que varía de región en región porque cambia el ángulo desde el que se ve la luna. Este año, en Marruecos, comenzó el martes 7 de junio de 2016 y terminó el 6 de julio. Estamos en el año 1437 del mundo islámico, que comenzó a contar desde la Hégira, la emigración de los musulmanes desde La Meca a la Medina, en 622 d.C.
RITMO DE PURIFICACIÓN Ante todo, Ramadán es una ejercicio de autodisciplina. El ayuno y la abstinencia están relacionadas con la purificación y con la igualdad. “Estos días todos sentimos qué es tener hambre y todos tenemos lo mismo. En las noches, se convida comida a los que no tienen, es un momento de dar”, cuenta Mohammed, un marroquí que vive mitad del tiempo en Barcelona y la otra mitad en Marrakech. Es un desafío tan íntimo como colectivo que fomenta la espiritualidad. Es un refugio que duele y sana. En lo público, todo hombre y mujer debe cumplir y en última instancia la policía es la encargada de vigilar. En la intimidad, romper el pacto es cosa de cada cual: “Si no le temes a Dios no hay nada que se pueda hacer”, explica Adil en la terraza de una típica casa de Marruecos que, como muchas, se ha convertido en una alternativa al hotel: el “Riad”.
Mientras Adil explica que ser un buen musulmán es -primero- ser buena persona, disfruta del banquete que preparó con paciencia y ansiedad. Intercala dátiles con una sopa de tomates y decenas de especias, facturas con chocolate, licuados de frutas irreconocibles, pizza con salchicha y un infaltable té marroquí (menta y mucha azúcar). Aunque la mesa ya estaba servida hace tiempo, Adil no empezó a comer hasta que no se oyó la señal. Podría haber comido en el hall central del Riad, entre la pileta y la cocina. Pero prefirió la terraza, tres pisos más arriba, donde la señal no sólo se escucha, también se ve.
Ubicada en el corazón de la Medina, el centro amurallado conformado por laberínticas calles en las que no entra un auto, desde la terraza de Adil se pueden ver cientos de casas bajas de Marrakech y varias mezquitas. Desde ahí se escucha el intenso rezo que los parlantes y los muros amplifican y que confirman que sí, que ha salido la luna. Desde entonces hasta las tres y media de la madrugada, el ayuno se interrumpe.
En ese momento, que suele ser en torno a las siete y media de la tarde, las calles se vuelven desiertas. Es una hora clave, un instante de inflexión y de fiesta privada. Se festeja la hazaña con un banquete familiar. Es el prime-time de la televisión, los canales preparan una programación especial durante ese mes. Ahí se come, se fuma, se bebe, aunque nunca algo embriagante. La relación entre el alcohol y el Islam es tensa: se produce pero el consumo bordea la ley. Incluso, entre los cientos de locales con carteras de cuero, lámparas que recuerdan a Aladino, aceite de argán, alfombras y miles de especias, se venden jabones especiales. Algunos, juran en la costera Essaoira, están hechos con materiales que extraen de la panza de la ballena y de los cuernos y sangre de gacelas. Juran que no tienen alcohol de ningún tipo, perfectos para Ramadán.
Después del banquete y el rezo, llega la hora de la socialización. Las plazas se llenan de músicos, cobras hipnotizadas por flautas, monos para las fotos y camellos para paseos breves. Florecen los comerciantes y prometen promociones magníficas mientras levantan en el aire las prendas de ropa de una pila que armaron sobre el suelo. Se come, se bebe y se fuma a la luz de la luna hasta las tres de la mañana. Del amor, por ahora, no se tienen estadísticas.
“MODO AHORRO” Durante Ramadán, las calles de Marruecos son distintas. Por lo general los marroquíes son gritones, intensos, estridentes. “¡Entre, bueno precio, casi gratis!”, exclaman. Incluso pueden hasta poner la palma sobre la espalda para impulsar hacia adentro, algo que en pleno Once de Buenos Aires resultaría agresivo. Aquí no: entre ellos son físicamente audaces, se tocan, se agarran. La distancia corporal no es la misma a la que estamos acostumbrados. Pero si el ayuno se suma a los 40 grados a la sombra, nada es lo mismo. La venta en los serpenteantes bazares es mucho más sobria. La negociación, breve y puntual. “Sólo hablo si hacer negocios”, se plantó en perfecto español arábigo un vendedor de tours al desierto en Merzouga, en pleno Sahara y a pocos kilómetros de la frontera con Argelia. Están en modo ahorro de energía.
Técnicamente quienes hacen Ramadán son los musulmanes mayores de edad saludables. Los chicos empiezan cuando quieren, dependiendo de lo ortodoxo de la familia. Quedan exonerados los enfermos, los niños, los viejos, las mujeres indispuestas, embarazadas o en período de lactancia. Y los que estén de viaje: acá se escudan la mayoría de los turistas. Aunque muchos de los comercios cierran sus puertas, siempre es posible conseguir un restaurante donde comer durante el día un típico tagine o couscous. Marruecos propone un pacto de cortesía mutua con el turismo. Mientras el visitante procure evitar cualquier tipo de ostentación ante los hombres que reptan y sudan en su pequeño puesto de venta de pescado, esta monarquía liberal acepta sin juicios ni condenas al extranjero y sus divisas.
Aunque en las noticias, de tanto en tanto, se informa sobre algún hecho en que las fuerzas del orden detienen a alguien que quebró Ramadán –una pareja que se besó en plena calle o unos jóvenes que tomaron un jugo de naranja en la Plaza Jama El fna de Marrakech–, en la cotidianidad la costumbre no está policializada. Es convicción.
Es ilustrativo el caso de los astronautas quen, aunque en términos formales están “de viaje”, pueden leer la guía -redactada en inglés, ruso, francés y árabe por el Consejo Nacional Islámico Fatwa de Malasia- para musulmanes que no están en el planeta Tierra. Las dieciocho páginas detallan cómo rezar sin gravedad, cómo orientarse en dirección a La Meca y cómo resolver el ayuno. Problemas de similares magnitudes tienen los musulmanes de aquellas regiones del mundo en las que hay épocas en las que el sol no se pone, como Alaska, o algunas regiones de Canadá y Finlandia. El Centro Islámico del Norte de Noruega resolvió, por ejemplo, que seguirán el horario de la ciudad natal del profeta Mahoma, en Arabia Saudita.
Viajar a Marruecos en Ramadán es una experiencia intensa, distinta, espiritual. Siendo respetuoso con sus costumbres, ellos van a ser respetuosos con el viaje del extranjero. Es más, si hablan con un colombiano les mencionarán el magnífico café, si se refieren a un argentino dirán sí o sí “Maradona”. Su Google mental es más rápido de lo esperado y hasta pueden inventarle a uno un nombre para llamarle la atención: “María”, “Santiago”, “José”. Pero todo va a ser despacio, como ralentizado. La intensidad habitual se modera y los a veces abrumadores guías espontáneos prefieren quedarse tumbados antes de aventurarse en busca de un manojo de dirhams. Ir a un país musulmán en Ramadán es una experiencia particular. Es ir a un sitio en el que, por norma, el esfuerzo tiene buena reputación y se corona en una muestra colectiva de abstinencia y superación.
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