SANTA CRUZ > VISITA INVERNAL A EL CALAFATE
En el reino de los glaciares, la nieve suma blanco sobre blanco y las agujas heladas se elevan como paredes transparentes hasta que se desploman en el agua, formando gigantescos témpanos azules que parecen solitarios barcos a la deriva. Crónica de un viaje patagónico atravesando la estepa a orillas del lago Argentino.
› Por Graciela Cutuli
Fotos de Graciela Cutuli
“Al ser destapado por el gigante, el cofre dejó escapar un aliento glacial. Dentro sólo había un enorme bloque transparente, con infinitas agujas internas en las cuales se despedazaba en estrellas de colores la claridad del crepúsculo. Desconcertado, sabiendo que los niños esperaban una explicación inmediata, José Arcadio Buendía se atrevió a murmurar:
–Es el diamante más grande del mundo.
–No –corrigió el gitano–. Es hielo.
José Arcadio Buendía, sin entender, extendió la mano hacia el témpano, pero el gigante se la apartó. ‘Cinco reales más para tocarlo’, dijo. José Arcadio Buendía los pagó, y entonces puso la mano sobre el hielo, y la mantuvo puesta por varios minutos, mientras el corazón se le hinchaba de temor y de júbilo al contacto del misterio”.
En el Parque Nacional Los Glaciares, todos podemos ser José Arcadio Buendía. La grandeza y la infinitud del hielo asombran y conmueven a la gente que, parada frente a la pasarela que se asoma al Perito Moreno –por su accesibilidad el más célebre de las decenas de glaciares que encierra el área protegida más grande de nuestro país- prefiere enfrentar al misterio con silencio. Eliza, que es brasileña, mira la nieve que una mañana de agosto cubre rápidamente de blanco las barandas de madera y con los ojos asombrados se paraliza ante el derrumbe estruendoso de un trozo de hielo que va a dar a las aguas del lago Argentino. José es español y no puede dejar de sacar fotos que quieren captar el alma azul de esta masa de hielo cuyos matices –hoy que está nublado– son más intensos que nunca. Mario es italiano y conoce los glaciares alpinos, pero frente al hielo patagónico siente que se empequeñecen todas las comparaciones. Es invierno y hace mucho frío, pero no hay una gota de viento. El panorama es majestuoso y Eliza lo resume en pocas palabras: “Lo más emocionante que vi en mi vida”.
ERA DE HIELO La visita a las pasarelas del Perito Moreno es generalmente la primera aproximación, y la más clásica, a los hielos que abrazan la región de El Calafate. Hace un siglo, la ciudad que hoy suma 25.000 habitantes no era ni siquiera un proyecto: apenas un parador, una posta para las carretas que transportaban la lana de las estancias patagónicas rumbo a los puertos y, luego, Inglaterra. Cada 25 o 30 kilómetros, lo que podía andar un caballo, había una posta. Y en una de ellas, particularmente rodeada de arbustos que dan en verano una dulce baya color morada, nació “el parador de los calafates”, hoy nuestro punto de partida para visitar el reino de los hielos, que empieza a sólo 80 kilómetros de una suave ruta asfaltada en parte al borde de las aguas turquesas del lago Argentino. Este espejo de agua, que resplandece inmóvil en la mañana, es el más grande del país: sus 1.500 kilómetros cuadrados lo hacen ocho veces más grande que la ciudad de Buenos Aires, con una profundidad que puede alcanzar los 700 metros –así se midió frente al glaciar Upsala– y una superficie cuyo color lechoso se debe a la “harina de roca”, el sedimento que se deposita en la superficie y le da un color particular, inconfundible. Un color que no se parece ni al agua ni al hielo, que parece bajado directamente del cielo.
Como los glaciares son la estrella excluyente de El Calafate, la visita a la pasarela deja con ganas de más. El paso siguiente será navegar frente al Perito Moreno, que se yergue frente a la embarcación con toda la majestuosidad de sus 254 kilómetros cuadrados y sus 30 kilómetros de largo. Los picos de hielo, que de vez en cuando se desprenden con estrépito, se levantan hasta un máximo de 70 metros de altura, prácticamente como el Obelisco porteño. Sólo que por debajo del agua también siguen, hasta apoyarse en invisible lecho de roca. Nos lo dirán nuestros guías una y otra vez, hablando de los témpanos que se desprenden y flotan sobre el lago: apenas una pequeña porción del hielo, equivalente a la cabeza en la totalidad de un cuerpo humano, asoma sobre la superficie del agua.
Sobre la embarcación nos toca una tarde de lago planchado que confirma las palabras de Gabriel Cornide, director de Turismo de El Calafate: “El glaciar está siempre, no sólo en temporada alta. Necesitamos desmitificar que sólo se pueda venir en verano, porque la mayoría de las actividades están disponibles todo el año, y también evitar la confusión de asociar el hielo de los glaciares sólo con el invierno. El Parque Nacional es un destino para los 365 días del año”. Al mando de Gustavo, el capitán, y de los marineros Gustavo y Sergio, llegamos a la cara sur del Perito Moreno navegando por el brazo Rico, para transitar lentamente a lo largo de dos kilómetros de esta parte del glaciar. Si el sol duda en brillar tras las nubes, la pared de hielo resplandece, y el cielo gris hace aparecer con más fuerza sus matices de azul. El paseo dura una hora intensa, pero no alcanza para saciar el misterio de estos campos de hielo que, aunque en retroceso, se imponen con firmeza sobre la cordillera. Recordando las palabras de Gabriel Cornide –“los glaciares son como las personas, parecen iguales pero son todos distintos”– decidimos seguir explorándolos al día siguiente. Pero esta vez, la propuesta es distinta: el crucero de un día que lleva el sello de Marpatag une a los paisajes de dos nuevos glaciares, el Upsala y el Spegazzini, los sabores de una experiencia gourmet.
SABOR EN LA NIEVE Para estar puntualmente en el embarcadero, se sale muy temprano. El día decepciona: no hace mucho frío, pero el cielo está plomizo y llueve. Sobre el muelle las luces aún encendidas hacen brillar los tablones de madera mojados que cruzamos para embarcar en el Leal, uno de los barcos de Marpatag –el Santa Cruz, más grande, es el que realiza travesías con noche a bordo– que hoy nos llevará frente a los témpanos del Upsala y la pared del Spegazzini. En el caso del primero no será posible acercarse demasiado; los derrumbes son muy grandes y por lo tanto se pone cierta distancia de seguridad. En el caso del segundo, el más alto de los glaciares de la región, que alcanza imponentes 130 metros de altura, estaremos a sólo 300 metros, que parecen muchos menos por el gigantismo de la pared de hielo.
Después de cruzar la Boca del Diablo y entrar por el brazo Norte del lago, la travesía sigue con un refuerzo de desayuno; bocados dulces e infusiones calientes. Pero de pronto, no queda nadie sentado a la mesa: es que afuera está nevando con una intensidad tal que, cuando llegamos frente a los témpanos, las masas de flotante hielo azul translúcido están cubiertas de una capa de nieve. Pasaron apenas un par de horas de la salida, pero ya nadie recuerda haber dudado del clima al zarpar: la nevada es una fiesta. Copos gigantes cubren rápidamente toda la cubierta con un manto blanco, y la treintena de adultos y adolescentes que van a bordo juegan como chicos. Impresiona la estabilidad de la embarcación; el viento no le hace mella, aunque brinda todo un espectáculo lanzando a los copos de costado a toda velocidad hasta estrellarse contra los ventanales del barco o la superficie del lago.
Al entrar nuevamente, la mesa está puesta. Es la hora del almuerzo, preparado por los chefs Horacio y Juan Manuel y servido paso a paso por un grupo impecable de camareros: una entrada de empanaditas con salsa criolla; trío de salmón (en mousse, a la parrilla y gravlax), cazuela de cordero con hongos y de postre una crême brûlée de dulce de leche y frutos rojos. Mientras tanto, desfilan por la pantalla los mapas de los hielos continentales, de los glaciares del Parque Nacional y una sucesión de fotografías que documentan el retroceso de las masas heladas, tomadas antiguamente por el misionero y explorador italiano Alberto Maria de Agostini y en la actualidad por el glaciólogo Pedro Skvarca y el fotógrafo italiano Fabiano Ventura, que está desarrollando un proyecto muy interesante: tomar las mismas fotografías que el padre De Agostini, en los mismos lugares pero casi un siglo después, para mostrar aquello que permanece inmutable y aquello que no. En algunos casos, el contraste es impresionante y permite tomar conciencia de los efectos del cambio climático.
UN FINLANDÉS EN CALAFATE Vimos los témpanos del Upsala, y la masa blanca del Spegazzini casi desdibujada por la nevada pero igualmente impactante desde la cubierta del Leal. El día parece completo y coronado por los sabores impecables del Marpatag. Sin embargo, falta la mejor: por la tarde está prevista una parada de 45 minutos en el Puesto de las Vacas, un remoto lugar del parque donde vivió entre 1990 y 1996 el finlandés Harry Hilden. Hasta hace 20 años, el hombre vivía en un refugio situado cerca de la costa, hacia el que caminamos bajo la nieve, pisando cuidadosamente y hundiéndonos con placer hasta los tobillos sobre el mullido colchón recién caído. Se cuenta que se había instalado aquí con el proyecto de capturar las vacas del Parque Nacional –herencia de las antiguas estancias y hoy animales exóticos no deseados en un área de conservación– para enviar la carne a El Calafate. Una solución win-win para el Parque y para Harry y su socio. Si no fuera que los descuidos del socio en cuestión lo dejaban frecuentemente olvidado en estas tierras tan hermosas como duras y lejanas. Fue así que Harry y su esposa decidieron comprar su propia embarcación para manejarse con más independencia, pero la muerte de su hijo en un accidente vial –precisamente cuando iba a retirar el barco a El Calafate– puso fin a todos los proyectos. Harry vive aún en la ciudad y, dicen, sueña con volver al Puesto de las Vacas. Su refugio, de paredes de madera y de techo de chapa (el material más liviano para transportar en las embarcaciones y por eso tan frecuente en la Patagonia), parece esperarlo, firme y de pie.
El Leal vuelve a puerto a las seis de la tarde. Es el final de un día henchido de emociones sensoriales, que permitió asomarse a la realidad de una tierra extrema. No siempre el verano, de días muchas veces también fríos pero radiantes de sol, genera la misma sensación: El Calafate, en invierno, también existe. E invita a una experiencia única.
ON THE ROCKS Los aprendices de José Arcadio Buendía no han terminado aún su travesía. Antes o después de las excursiones, hay que hacerse un rato para visitar el Glaciarium, un museo dedicado exclusivamente al hielo y los glaciares, situado en las afueras de la ciudad. La propia arquitectura del edificio, inspirado en la estructura glaciaria, anuncia una puesta museística de vanguardia, cuyos paneles luminosos describen detalladamente tanto la formación del hielo como la historia de los exploradores en la Patagonia, la importancia del Campo de Hielo Patagónico Sur y la obra imperecedera de Francisco Pascasio Moreno, cuyo nombre bautizó el glaciar más famoso del sur argentino, merecido homenaje al explorador a quien la Argentina le debe una parte importante del trazado de sus fronteras. Al término de la visita (no hay que perderse la película en 3D y la filmación de un sobrevuelo por la región), la hora del relax puede llegar en el GlacioBar, un pionero bar de hielo situado en el subsuelo del Glaciarium (ahora también está de moda visitar el Yeti Ice Bar, recientemente inaugurado en el centro de la ciudad). Detrás de una puerta que no tiene nada que envidiarle a la de una gigantesca heladera, el bar es exactamente eso: una heladera a -10 grados, donde las paredes, los bancos y hasta los vasos son de hielo. Más o menos como las manos de los visitantes, si no estuvieran espléndidamente abrigados con guantes y capas térmicas que permiten soportar hasta 25 minutos entre trago y trago. Como hace Gabriel, el barman, que desde hace cinco años –todo su tiempo de estadía en El Calafate– trabaja aquí y todas las temporadas se suma al equipo que recibe unas 2000 barras de hielo en camión, para cortarlas, hacer nieve y con ello pegar los distintos bloques que conforman las paredes. Un arte, como las esculturas de hielo que también decoran el bar. Una rareza, aunque no tanto en esta tierra de glaciares. Y una curiosidad que le pone un broche de diversión a un viaje de aventura y aprendizaje.
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