DIARIO DE VIAJE > 25 DíAS EN EL CONTINENTE BLANCO
Periodista y escritor, el argentino Federico Bianchini ganó con su proyecto de libro sobre la Antártida la beca Michael Jacobs, de la Fundación Gabriel García Márquez para el Nuevo Periodismo Iberoamericano. El viaje inicial se convirtió en una auténtica aventura: porque llegar al remoto continente es difícil, pero mucho más difícil es salir de allí.
› Por Federico Bianchini*
Llegar a la Antártida es más difícil de lo que podría suponerse. En Río Gallegos, los pasajeros pueden pasar dos, tres, veinte días ilusionados con el clima propicio para despegar. Para poder hacerlo tiene que abrirse una “ventana climática”, un espacio imaginario sin vientos de huracán ni tormentas furiosas. Un espacio tan conceptual como físico: un agujero entre las nubes, una nada descubierta de niebla. Nosotros tenemos suerte: dos días después, nos avisan que podemos partir.
–Pónganse la ropa de abrigo.
–Pero si hace veinticinco grados.
–Pónganse la ropa de abrigo.
Un pantalón térmico (una especie de calzoncillo largo, negro y abrigado), las medias. Arriba, el pantalón de Goretex, las botas, una remera térmica, otra más gruesa y un buzo. En la mano, la campera de polar (gris), campera rompevientos (amarilla), guantes y gorro. Todos tenemos la misma ropa (igual color, distinto talle) prestada por la Dirección Nacional Antártica. Unas horas después, transpirados por la calefacción del Hércules, llegamos a la Antártida.
Bajamos en una isla que los argentinos llamamos 25 de Mayo, que los rusos conocen como “Batepjóo Vaterloo”, los chilenos como “Rey Jorge” y el resto del mundo como “King George”. En la Antártida, dentro de las Shetlands del Sur: un archipiélago del océano Glacial Antártico.
El Hércules aterriza en la pista de 1300 metros de la base chilena Frei, la más grande de esta isla. Sobre el piso de ripio, mientras algunos filman la nada, el blanco que nos rodea, otro tratan de ponerse las camperas y los gorros o sacan fotos, entorpecidos por el viento y la nieve.
El 97 por ciento de esta isla es hielo. En los 34,5 kilómetros cuadrados restantes, sobre la roca, se asientan las pingüineras y las bases. A lo lejos, se ve una construcción de madera, con cúpulas y cruces, surreal: es una iglesia ortodoxo-rusa de quince metros de altura. En esta isla, además de la base argentina (2602 metros cuadrados esparcidos en un área de 5 a 7 hectáreas) y la chilena, hay una base china (con cancha de bádminton, estaciones de satélite y dormitorios para 150 personas), una de Corea del Sur, una polaca, una peruana, una uruguaya, una brasilera y la última, mínima y en la que entran solo cinco personas, de Estados Unidos.
La isla está a 120 kilómetros de la Península Antártica, esa lengua de hielo blanco que se ve en los mapas, y es más húmeda que la Antártida Continental. Aquí en verano el frío no es terrible, pero el viento y las lluvias (más de 500 milímetros anuales) dificultan el trabajo.
En dos botes (Zodiac MK 4), nos llevan desde la base chilena hasta el barco Suboficial Castillo. Viajo con dos biólogos especialistas en líquenes, que trabajarán unos días en otra base y luego irán a Carlini, y dos geólogos cordobeses. Subimos al barco. Dejamos los bolsos a la intemperie.
La luminosidad del cielo se difumina en nubes grises superpuestas. No termina uno de saber si son varias, una junto a la otra, o la misma, enorme, suspendida sobre el frío. El mar es casi negro. No hay, salvo en la ropa que llevamos puesta, colores. La nieve, el agua, el cielo, la gaviota que nos sobrevuela, todo es en la gama de los grises.
Minutos más tarde, en otro Zodiac, junto a los equipos científicos, llegará al barco el prefecto que, a ocho cuadras del Obelisco, esperaba fumando. En la cubierta, nuestros bolsos están moteados de escarcha. A pesar del viento y la nieve, el prefecto fumará tres cigarrillos mirando el paisaje. Se llama Diosnel Villalba, tiene la cara regordeta, los ojos bien oscuros y un trato cálido y amable. Va a quedarse en la base por un año.
–Lo mejor para la Antártida es tener paciencia y estar tranquilo –dice cuando le pregunto si no le da miedo pasar tanto tiempo aislado, lejos de su familia.
El barco se pone en marcha. Parece detenido: no hay referencias. El blanco y el silencio nos rodean.
Cuando llegamos a la base, en otro sector de la isla 25 de Mayo, ya casi es de noche. Los buzos arrojan por la borda escaleras y sogas, y bajamos hacia los botes despacio, con temor y respeto. En la orilla, las bogas nos protegen del agua helada. Nieva. El jefe militar, el jefe científico, varios militares y científicos nos esperan para recibirnos.
–Hay un problema –dice el jefe militar, después de darnos la mano, a tres mil kilómetros de Buenos Aires.
Lleva un gran camperón verde y el pelo hacia atrás, como engominado.
–En la lista que tengo dice que venían tres y ustedes son cuatro.
En el silencio de la isla digo tímido:
–Puede ser que yo no esté anotado.
–¿Cómo te llamas?
Y verifica.
–No. Tu nombre no figura.
–Pero tengo un papel…
–Luego lo vemos –le dice a su segundo–. Ponelo en la segunda habitación del alojamiento nuevo.
La burocracia alcanza lugares insospechados.
- - -
Al entrar en la habitación, enciendo la luz: es un ambiente mínimo. Un armario, un escritorio y dos camas. Entre ellas, una ventana. Debajo, una estufa. En la cama de la izquierda, acostado boca arriba, un hombre se tapa los ojos con el brazo. Tiene un pantalón deportivo de Adidas y algunos sectores en las manos y la cara más blancos: manchas de vitíligo.
–Disculpame. Pensé que estaba solo –digo, y veo en el piso un gorro y unas medias.
–Tranquilo –bosteza–. No podía dormir.
Mientras me saco la campera, veo las paredes de plástico, sujetas con tornillos.
–Acomodate –dice–. ¿Llegaste recién?
–Sí.
–Llegaste al peor lugar de la tierra, amigo.
En los días siguientes, entenderé que mi compañero de cuarto, un empleado administrativo de Cancillería, no se lleva muy bien con algunos militares de la base.
–Bienvenido –dice, antes de volver a cerrar los ojos.
- - -
Al sur, bien al sur del planisferio irreal decidido en 1569, y en el que cada territorio asume una escala arbitraria (en él, Groenlandia y África se ven similares, aunque el continente tenga 14 veces el tamaño de la isla danesa), sobre el paralelo 60 que separa a la Antártida del resto del mundo, hay un archipiélago. Rodeadas por un gris glacial, las Shetland del Sur aparecen mínimas.
En este territorio difuso que Argentina, Chile e Inglaterra reclaman como propio, está la base científica Doctor Alejandro Carlini. Durante el año vive aquí una dotación de 25 militares y un civil. En el verano, más de cincuenta científicos se suman a los militares.
Exactamente a los 62º14’ latitud sur, a los 58º40’ longitud oeste, a metros del cerro Tres Hermanos (tres moles ásperas), en la orilla de la Caleta Potter (una pequeña bahía frente al glaciar Fourcade), varias construcciones naranja fulguran sobre el blanco: separadas un de otra por cien o doscientos metros están las once dependencias que forman la base argentina. El alojamiento principal y el laboratorio alemán, con techo a dos aguas, parecen casas alpinas. Las demás tienen techo plano y forma de container, con excepción de las llamadas “tomates”: tres construcciones pequeñas, aisladas y esféricas, cuartos especiales (por la privacidad y, también, por la falta de baño) que son usados durante unas horas por alguna pareja, o por varios días por alguien con ganas de estar solo.
De lejos, parece un pueblo incipiente: un lugar de recién llegados que están instalándose y viven sus vidas mientras se apropian del terreno. El desayuno se sirve a las 7.30 en la casa principal, a 150 metros del alojamiento nuevo, donde me hospedan.
El “alojamiento nuevo” es una especie de container con 18 habitaciones que tienen entre dos y cuatro camas cada una, cuatro baños (dos de mujeres y dos de varones), dos sectores de duchas y cuatro puertas metálicas que se cierran con una palanca y conectan con el exterior: a cada una le corresponde una antesala para los abrigos y las botas, manchadas por la nieve y el guano. Las botas tienen un interior que puede usarse a modo de pantufla. Sin importar su cargo, los antárticos caminan por la base descalzos. Aparentemente, que un coronel o un sargento estén en medias no disminuye su autoridad.
En todo el alojamiento nuevo, hecho de policarbonato, hay 19 matafuegos. Parecen demasiados. Me explicará luego uno de los médicos que, más allá de su función principal, se colocan con fines psicológicos: la mayoría de los que están aquí sabe que uno de los peligros más grandes en la Antártida es que la base se prenda fuego.
*Antártida. 25 días encerrado en el hielo. Mirada Crónica, Tusquets Editores, 2016.
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