Cuando Guillermo I unificó el estado alemán en 1871, decidió que su imperio con capital en Berlín debía extenderse a tierras lejanas. Pero la mayor parte del mundo ya se la habían repartido Francia, Inglaterra y España: Africa, Extremo Oriente y América tenían dueño, quedando disponible el Cercano Oriente en manos del decadente Imperio Otomano con capital en Constantinopla. En lugar de atacarlos, el Kaiser se alió con ellos obteniendo el derecho de explorar aquellas regiones donde transcurrieron parte de las historias bíblicas: la Mesopotamia, el lugar de las primeras civilizaciones.
Al mismo tiempo Berlín era remozada con suntuosos palacios para colocarla a la altura de otras capitales imperiales, incluyendo la construcción de museos que compitieran con el Louvre y el Británico. Una vez erigidos, hubo que llenarlos de tesoros.
Guillermo I en persona planificaba y financiaba las expediciones arqueológicas hacia el este, destinadas al saqueo bajo la excusa del cuidado de las obras. El resultado de aquel plan a largo plazo es hoy la Isla de los Museos, un sector del centro de Berlín rodeado por el río Spree, declarado Patrimonio Cultural de la Humanidad por la Unesco.
Este polo cultural urbano fue muy dañado durante los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial y varios museos se redujeron a escombros, salvándose la mayoría de los tesoros porque Hitler los había escondido en bunkers. La isla quedó del lado este de la división de la ciudad y llevó décadas restaurar los edificios para reponer las obras de arte, un trabajo que dura hasta hoy en estos cinco museos de arte e historia.
UN BUSTO MAGISTRAL La pieza de arte más famosa de la Isla de los Museos es una imagen de yeso y piedra caliza de Nefertiti, un busto que podría ser fruto de la máscara mortuoria de aquella reina egipcia muerta hace 3347 años. Está en el Museo Neues y algunos historiadores del arte la consideran una suerte de enigmática Mona Lisa del Mundo Antiguo, descubierta bajo la arena a orillas del Nilo en perfecto estado. La encontró en 1912 un arqueólogo alemán que engañó a las autoridades egipcias -quienes la reclaman hasta hoy- haciéndoles creer que era una pieza sin valor.
El busto de la reina se descubrió al excavar el taller del escultor real Tutmose, un Miguel Angel de su tiempo, en los restos de la ciudad de Aketatón. La pieza policromada de 48 centímetros de altura y 20 kilos de peso tiene un nivel de realismo asombroso para su época. En su penetrante mirada se ven aún los legendarios rasgos de belleza de aquella esposa de Ejanatón, e incluso se percibe ese aura de perspicacia política que la habría caracterizado.
Al analizarla a través de un escáner se descubrió que las capas de yeso de Nefertiti encierran una figura interna que podría ser el molde tomado de la propia reina. Esa imagen velada tiene pómulos menos prominentes y una ligera imperfección en la nariz; se cree que el artista habría embellecido la imagen externa para favorecerla.
En 1933 el mariscal Hermann Göring decidió devolverle la estatua a Egipto pero el canciller Adolf Hitler se negó rotundamente: la hizo instalar en el Neues Museum, que se derrumbó bajo las bombas aliadas. Pero Nefertiti estaba ya en un bunker, desde el cual Hitler la hizo enviar a una mina en Turingia con otros tesoros muy pocos días antes del fin del la guerra.
El edificio neoclásico del Museo Neues exhibe 9000 piezas prehistóricas y de civilizaciones antiguas, incluyendo unas primitivas herramientas de sílex datadas en 700.000 años.
ROMA Y MESOPOTAMIA En el Museo de Pérgamo, un estado de la antigua Grecia, la Isla de los Museos despliega sus tesoros más grandiosos, al menos en tamaño. Aquí se instalaron primero las enormes piezas arqueológicas y después se levantó el edificio, con el criterio de subrayarles la monumentalidad.
La obra más asombrosa es el Altar de Pérgamo, parte de un templo trasplantado desde el reino helenístico de Eumenes II (197-159 a. C.). Sus frisos son una obra cumbre de ese subgénero escultórico donde se cuentan en imágenes los combates mitológicos de la Gigantomaquia, esa lucha entre los Gigantes y los dioses del Olimpo donde Zeus fulmina a sus adversarios a fuerza de rayos. Aquí se asiste con un realismo pasmoso a la batalla entre los dioses defensores del orden natural contra los gigantes promotores del caos. Los protagonistas son Atenea, Zeus, Afrodita, Ares, Heracles, Artemisa y Poseidón. El altar se está restaurando y solo se exhiben fragmentos.
Estos frisos helénicos son descriptos en el Libro de los asuntos memorables de Lucius Ampelius en el siglo III: “En Pérgamo hay un gran altar de mármol de 40 pies de alto con asombrosas estatuas, completamente rodeado por frisos de la Batalla de los Gigantes”.
Este altar de 110 metros de frisos fue comprado al gobierno otomano en 1879 por 20.000 marcos, incluyendo su gran escalinata rematada en una columnata jónica.
Al sector dedicado a la civilización mesopotámica del museo se entra por un suntuoso rincón reconstruido de la ciudad amurallada de Babilonia: el monumental arco de 12 metros de altura de la Puerta de Ishtar, una de las ocho entradas hechas construir por el rey Nabucodonosor II en el año 575 a.C. Los azulejos de las paredes que encierran su corredor son de lapislázuli y a cada lado se ven dragones, toros y leones mitológicos incrustados en las paredes. La sensación es como avanzar fuera del tiempo por la legendaria vía procesional que llevaba el templo de Marduk.
Babilonia fue excavada entre 1899 y 1917 por la Sociedad Orientalista Alemana. Ya había sido visitada en el siglo V a.C. por Heródoto, a quien le llamaron la atención sus grandes avenidas, templos y palacios. Es imposible que el autor de La Historia no haya visto la Puerta de Ishtar, tal como se la ve aquí restaurada a la perfección.
La tercera de esas obras que uno imagina imposibles de trasladar –más aún en el siglo XIX– es la majestuosa puerta principal al mercado de la ciudad romana de Mileto (actual Turquía). Allí uno se para al pie de sus grandes columnas erigidas en tiempos del emperador Adriano (siglo II d. C.). La Puerta de Mileto está decorada con magistrales estatuas de Adriano y del emperador Trajano con el brazo extendido.
El Museo de Pérgamo, aun en desventaja, compite con el Louvre y el Británico: los supera en el tamaño descomunal de sus edificios del mundo antiguo trasplantados bloque por bloque. Está dividido en tres colecciones: antigüedades y reconstrucciones arquitectónicas clásicas; la colección antigua del Cercano Oriente documentando 6000 años de historia, incluyendo tablillas de arcilla con escritura cuneiforme de 4000 años encontradas en Uruk; y la exhibición de arte islámico de los siglos VIII al XIX de Egipto, Siria e Irán.
LA ISLA COMPLETA En este palaciego complejo cultural sobresale el museo Bode, inaugurado en 1904 con una gran exhibición de esculturas europeas medievales y bizantinas, estas últimas ligadas al cristianismo primitivo. Los cuadros colgados en sus galerías incluyen íconos cristianos del Egipto copto. Además hay una completísima colección de numismática antigua y esculturas del gótico italiano y del primer Renacimiento europeo.
En el Museo Altes está parte de la gran colección de antigüedades llamada Bellori, adquirida por el gobierno alemán en 1698 en Roma. Esta incluye unas famosas estatuillas blancas de las Islas Cícladas talladas hacia el 3000 a.C, cascos, armas, máscaras, ánforas, lápidas y joyas de etruscos y romanos. Es el museo más antiguo de la Isla, terminado en 1830, donde las piezas más famosas son sendos bustos de los protagonistas de la historia de amor imperial más famosa de la historia: Julio César y Cleopatra.
El origen de los museos remite a los mismos tiempos clásicos documentados en la Isla de los Museos. Los palacios del mundo antiguo tenían salas destinadas a exhibir el fruto de sus saqueos y la producción propia. En el Siglo de las Luces se los comenzó a construir en el centro de las ciudades, resultado de las ideas de la Ilustración francesa, con una finalidad pedagógica y de carácter público. Allí se rendía una suerte de culto a la suma del saber racional, una fuente de luz que iluminaría la Razón. Esta isla berlinesa es un ejemplo casi único de una forma de pensar que subrayaba la existencia de una “alta cultura” que se pretendía popularizar.