AVENTURAS CRóNICA DE UN TREKKING EN NEPAL
En las montañas del Himalaya
La ciudad de Pokara es el centro del turismo de aventura en Nepal y el punto de partida para un trekking que ofrece una increíble mezcla de belleza natural y riqueza cultural. Un viaje por uno de los paisajes más admirados de la Tierra, entre pueblos extraviados en el tiempo, panoramas infinitos y montañas descomunales.
› Por Julián Varsavsky
Vista desde el cielo, la cadena montañosa del Himalaya parece una barrera infranqueable que separa dos mundos dentro de ese complejo universo que es el continente asiático. De un lado, el misterioso Indostán, con la India y Nepal yaciendo a los pies del gigante. Del otro, el Tíbet y la China milenaria. Pero para los habitantes de estas regiones aquella “barrera” montañosa ha funcionado como un puente para las migraciones. Desde épocas ya imposibles de evocar, grupos nómades sucumbieron a esa extraña pulsión del hombre –inquieto por naturaleza– de ver qué hay del otro lado. El Himalaya fue siempre un incierto camino para errantes que se internaban en sus entrañas sin más pertenencias que las que podían “acarrear” dentro suyo: sus creencias, el lenguaje y la escritura.
Hoy en día la cadena del Himalaya se ha convertido en una fuente de atracción para millares de viajeros que llegan en busca de esa extraña mezcla de belleza extraordinaria y una riqueza cultural que se mantiene inmune a los efectos de la globalización como en pocos lugares del planeta. Y quizás, una de las mejores maneras de conocer el mundo del Himalaya es animándose a recorrer a pie sus senderos, sus pueblos y sus alturas.
Todo comienza en Pokara El verdadero sabor de un trekking en Nepal no se encuentra en Katmandú sino en la ciudad de Pokara (200 kilómetros al oeste de la capital nepalesa). Allí me alojé y enseguida contraté a un guía porteador de la etnia sherpa llamado Til. Aunque no hace falta ser un experimentado montañista, la excursión por el Himalaya supone cinco o seis horas diarias de caminata por lugares agrestes.
Durante el primer día, el trekking por un sendero rocoso sobre la ladera de una montaña me resultó agotador y algo monótono. Al verme bañado en sudor, Til se ofreció a cargar mi mochila (en teoría el precio convenido incluía ese servicio) pero le expliqué que no era mi costumbre usar a las personas de esa forma. Sin decir una palabra, me miró con una sonrisa desafiante. A las dos horas de travesía terminé rogándole que se convirtiera en mi “bestia de carga”, ya que los efectos de la altitud me habían dejado exhausto. Victorioso, Til se puso mi mochila y comenzó a caminar con una facilidad asombrosa recordándome que él era “un sherpa”. Esta etnia de origen mongol habita en la zona del Himalaya y sus integrantes están acostumbrados a la altura y a cargar pesos mucho mayores que una simple mochila. En las últimas décadas han ganado fama mundial como resistentes montañistas que acompañan a las expediciones hasta la cima del Everest.
Tanto esfuerzo se vio recompensado recién al atardecer, cuando llegamos al poblado de Tatopani para pasar la noche. Allí nos sumergirnos en unos piletones excavados en la roca, llenos de aguas termales muy calientes, que recompusieron de inmediato nuestros cuerpos cansados.
Hacia Marpha La marcha se reanudó con los primeros resplandores del alba. El camino estaba flanqueado por una tupida vegetación subtropical entre cuyas ramas aparecían cada tanto unos curiosos monitos de cara blanca que se alborotaban a nuestro paso. En cierto momento un tintineo de campanas prenunció el cruce con una tropilla de apurados burros de carga, el único medio de transporte local entre poblado y poblado. En este tramo, el trekking se convierte en una relajada caminata entre parajes espectaculares y caseríos de barro en medio de la nada, sin luz y agua corriente. Estas aldeas, extraviadas en la nebulosa del tiempo, están habitadas en su mayoría por ancianos sherpas de tez olivácea con los ojos rasgados como cuchillas, y esquivas mujeres que lucen saris multicolores y aros de oro en la nariz.
En la lejanía aparece el pueblito más vistoso de este recorrido. Marpha, con sus casas de piedra pintadas de blanco, está casi en el centro de un gran anfiteatro blanco formado por diez picos nevados de 5000 metros. Al pueblo se llega cruzando un puente colgante sobre un caudaloso río y un bosque de manzanos donde sólo trabajan mujeres con la cabeza cubierta por un pañuelo rojizo. Allí nos alojamos en una posada con una pequeña terraza donde pasamos la tarde observando el anfiteatro natural mientras saboreamos pasteles de manzana, una especialidad de la cocina del Himalaya.
Los habitantes de Marpha pertenecen a la etnia Thakalis y son devotos de una hermética secta budista llamada Ningmapa, que no existe en ningún otro lugar del mundo salvo aquí, a 2667 metros de altura.
Por los techos del mundo Nuestro próximo destino es el pueblo de Jomsom –el mayor de toda la zona–, donde hay un pequeño aeropuerto con pista de tierra. Desde el camino se ve un campo de entrenamiento de los famosos gurkas y los frenéticos ejercicios de montaña que realizan al ritmo de gongs y tambores, un ritual bélico que desentona con la belleza del paisaje. Al llegar descubrimos una gran variedad de posadas e incluso algún hotel que supera la precariedad de toda la zona.
Al día siguiente, caminé sin guía y sin mochila hacia el poblado de Muktinat, rodeado por los paisajes más espectaculares de este trekking, para ascender hasta los 3800 metros por un sendero bien demarcado. En el primer tramo se avanza por el pedregoso lecho seco de un río de 300 metros de ancho –que en épocas de lluvia se convierte en un violento caudal–, mientras a los costados comienzan a elevarse las paredes de un profundo cañón.
A medida que la altura aumenta, la vegetación se va reduciendo hasta prácticamente desaparecer. No hay un solo árbol y el suelo está lleno de fósiles marinos desperdigados por doquier. Las montañas exhiben su desnudez de piedra, sólo cubiertas en la punta por un refulgente manto de nieve. El aire que se respira es fresco como un caudal de agua, y la amplitud de los espacios parece inconmensurable. Los ojos se adaptan a observar panoramas infinitos hasta perder la noción de las proporciones. Caminar entre la vastedad de estos valles y montañas de 5000 a 9000 metros de altura equivale a andar a los saltos por los techos del mundo, en un contexto arcaico y desértico donde parece no haber indicios de que existe vida sobre la tierra.
A lo lejos un punto negro se desplaza lentamente al pie de una montaña descomunal. Una hora después se cruza conmigo: es una anciana solitaria vestida con una larga túnica que se dirigía a lomo de burro hacia algún remoto caserío. Pasó junto a mí sin siquiera mirarme.
Un pueblo sin tiempo Finalmente Muktinat aparece de súbito tras una colina. Es un pueblito típicamente tibetano en medio de un valle donde el tiempo se detuvo hace muchos siglos: casas de piedra con leña acumulada en los techos, corrales también de piedra, y antiquísimas imágenes budistas. Pequeños canales con agua de deshielo bajan de las montañas y surcan las callejuelas. Un grupo de mujeres con el rostro ajado por el viento circula lentamente alrededor de un templo budista haciendo girar de manera simbólica la “rueda de la vida”. En el interior del recinto una venerada “piedra ardiente” produce una llama azul originada por una filtración de gas natural. Cada mes de agosto millares de peregrinos se acercan en procesión por las montañas hasta este santuario, cumpliendo con un rito que, según se dice, se lleva a cabo desde hace dos mil años.
Al atardecer regresé a Jomsom para tomar la avioneta a Pokara. El trayecto aéreo nos concede en pocos minutos una serie de paisajes que le podrían helar la sangre al más experimentado de los viajeros: se vuela entre laderas blancas, casi rozando los filosos picos montañosos. En sólo veinte minutos desandamos el camino que nos había llevado cinco jornadas, y aterrizamos en Pokara con la seguridad de haber estado, por unos días, a las puertas del cielo. Pero con pasaje de regreso.
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