VENEZUELA EN LA GRAN SABANA
El reino de las aguas
Un vuelo sobre las cumbres de los “tepuyes”, los extraños cerros que emergen de la intrincada selva venezolana, entre mantos de niebla. Desde el avión, el escritor cubano Alejo Carpentier contempló el verde mundo de la Gran Sabana y escribió este texto, publicado en 1947 en el diario El Nacional, de Caracas.
Por Alejo Carpentier *
Luego de cerrar un anchísimo viraje en especial que casi nos ha conducido a las fronteras del Brasil, el avión vuela, ahora, al nivel de las mesetas. Las nubes pesadas que demoraban en la cumbre del Auyan-Tepuy comienzan a levantarse. El sol desciende al fondo de quebradas y desfiladeros. Y, de pronto, los flancos de los cerros se empavesan de cascadas –largos estandartes, con flecos de neblina, colgados de las cimas. Mundo de las rocas, la Gran Sabana es también el tono de las aguas vivas; de aguas nacidas a increíbles altitudes, como las de Kukenan, paridas por el Roraima, o las del Surukún, de arduas riberas. A los prestigios de la piedra, de lo inamovible y bien encajado en el planeta; a la dureza de los cuarzos, de las rocas ígneas, de los pórfidos, sucede ahora la magia de lo fluyente, de lo inestable, de lo nunca quieto, en saltos, juegos y retozos de ríos arrojados a los cuatro vientos de América por las Mesetas Madres, y que, en su mayoría, van a engrosar luego de muchos vagabundeos y desapariciones –recogíanse de paso el oro y algún diamante– el fragoroso y salvaje Caroní. Comprendemos ahora como, caído de tanto alto, rico de tantas aventuras, el Caroní se rehúsa a toda disciplina, rompiendo los cepos que quiso apretarle la dura y sofocante naturaleza de abajo.
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Pero he aquí que, luego de volar nuevamente sobre los verdes valles de Karamata, estamos rozando los flancos del más misterioso y legendario de los cerros de la Gran Sabana: el Auyan-Tepuy, recién descubierto, apenas explorado, a cuyo aislamiento de siglos se añade el prestigio otorgado por consejas y supersticiones locales. Para los indios del lugar, nada raro tiene el hecho de que el único avión llevado a su cima nublada por un aviador temerario, quedara clavado, allá arriba, de ruedas en un pantano, como libélula de entomólogo. Aún hoy, los Karamakotos que viven al pie del cerro auguran grandes desgracias a los que intentan la ascensión. Cuando truena muy fuertemente, nadie mira hacia el Auyan-Tepuy, para no acrecer la ira de Aquel que causa todos los males, da mala sombra a la choza, mete animales malvados en las vísceras, castiga al que se va con el misionero, asusta, depaupera y lastima. Se comprende, además que, entre todas las mesetas de la Gran Sabana el demonio de la selva haya elegido ésta por morada, ya que a la cónica geometría del Ptari-Tepuy, a la cilíndrica formación del Angasima Tepul, el Auyan-Tepuy opone una dramática visión de gran monumento en ruinas. Rozando sus terrazas pedregosas y hostiles, todas escalonadas, las vemos cortadas por hondas grietas y resquebrajaduras. La niebla se estaciona en el fondo de gargantas que alcanzan hasta cuatrocientos metros de profundidad. Cuando llueve, se llenan en su cima centenares de estanques que revientan en cascadas por todos los bordes. Pero las nubes grávidas, pesadas, perennemente hinchadas por la humedad de una tierra siempre vestida de humus, ignorante de la tala, palpitante de manantiales, cuidan muy particularmente del “Salto del Angel”, aquel que justifica doblemente el nombre su virginidad, su ausencia de los mapas y el llevar la cabeza más alto que todos los saltos del mundo. Además, este suntuoso ángel de agua no pone los pies en la tierra, deshaciéndose en humo de espuma, espeso rocío, sobre los árboles de un verde profundo que lo reciben en las ramas. El día que supimos de su maravilla, descendía del parador de nimbos en dos brazos que se unían en el vacío. Pero en otras épocas del año se arroja, desde su vertiginoso almenaje, por cinco, seis, siete bocas paralelas. Al juntarse, las aguas se entrechocan y giran y brindan en el aire, con todas las luces del arco iris, promoviendo una inacabable explosión de espejos.
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En la Gran Sabana, el agua de los ríos, en la proximidad de los altos, suele hacerse casi negra, de una negrura rojiza, de azúcar quemada, con una rugosa consistencia de asfalto a medio enfriar. Esto se explica por la acumulación, en tales lugares, de enormes cantidades de hojas muertas, venidas de lo hondo de la selva con su carga de tintes. Más, de pronto, el río se libera de su costra, saltando al vacío. En ese momento se opera el milagro de la transmutación: el agua se torna de oro. De un oro amarillo y ligero, cuya coloración se matiza hasta el infinito, entre el amarillo de azufre y el color de herrumbre. Ese oro que cae, canta, rebota y bulle, ardido por los esmaltes del espectro, es el que pudo soñar Milton para las cascadas de su Paraíso Perdido, ya que sólo las desmedidas imágenes del ciego visionario, con sus gigantes coronados de nubes, cabrían en estas “Tierras aún sin saquear”, cuya gran ciudad los hijos de Gerión llamaron “El Dorado”.
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Y no se me diga que hablar de la virginidad de América es lugar común de una nueva retórica americanista. Ahora me encuentro ante un género de paisaje que “veo por vez primera”, que nunca me fue anunciado por paisajes de Alpes o de Pirineos; un género de paisaje que sólo había intuido en sueños, y del que no existe todavía una descripción verdadera en libro alguno. Ante la Gran Sabana no hubiera cabido nunca la desconsoladora frase de Paul Valéry, llevado por un amigo, luego de larga excursión, a contemplar un alabado panorama europeo:
Pero... ¿por qué se empeñan en mostrarme siempre el mismo paisaje en todas partes?
Aquí hubiera enmudecido el autor de Eupalinos.
* “El salto del ángel en el reino de las aguas.” Artículo incluido en el libro Letra y Solfa, recopilación de notas de Alejo Carpentier publicado por Ediciones Nemoni.