VIAJEROS FAMOSOS NUEVA YORK SEGúN ALEJO CARPENTIER
En 1940, el escritor cubano Alejo Carpentier recorrió las calles de Nueva York dibujando una semblanza periodística para la agencia Prensa Latina sobre el aspecto de la ciudad y su ambiente. Increíblemente, más de sesenta años después, aquellas líneas coinciden, palabra por palabra, con la urbe del siglo XXI.
Juan Ramón Jiménez, poeta recién casado, da un primer
paseo nocturno por New York. Y, de pronto, viendo aparecer la luna entre los
espolones vertiginosos de dos rascacielos, recuerda que el astro existe. Sin
embargo, lo asalta una duda, y pregunta:
–¿Será la luna... O un anuncio de la luna?...
Si Juan Ramón Jiménez hubiese vivido más tiempo en New
York no habría vacilado en darse respuesta; se trata de un anuncio de
luna, sin duda alguna.
Porque no hay ciudad en el mundo en que el anuncio se haya adueñado más
de la tierra, de las murallas y del cielo, que en la capital de Manhattan Transfer.
Y donde reina el anuncio omnipotente, reinan imágenes y no realidades,
ya que anuncio es representación anticipada del objeto. El anuncio nos
muestra el automóvil “que podríamos poseer”, el refresco
“que podríamos saborear”, la medicina “que deberíamos
tomar”, y el jabón con que “deberíamos” enjalbegar
nuestras mejillas, antes de hacer uso de ese artefacto primitivo –heredero
directo del sílex neolítico– que es la navaja de afeitar.
En New York todo se anuncia: el nacimiento, el mar, la vitamina, el morning
after the night before, las intimidades más profundas y el ataúd
que habrá de llevarnos al cementerio. (¿No existe acaso, en Harlem,
un increíble fotógrafo especializado en retratos de niños
muertos?) Y, en el imperio del Slogan, de la prosa convincente, todo cobra vida
y se hace realidad. Saludamos las vitaminas como si fuesen viejas amigas. Nos
convencemos de que tomando un curso de saxofón por correspondencia, nos
haremos los hombres más seductores de la Tierra.
Llegamos a creer que hay ataúdes mas confortables que los de cualquier
otra marca competidora... Y si el espíritu de la aventura alienta en
nosotros, ahí está el sugerente aviso:
BE A DETECTIVE BY MAIL
Esto sin contar ciertos slogans que son verdaderas obras maestras de concisión
y estilo metafórico. El de una marca de tabacos que nos muestra a un
caballero confortablemente arrellanado en una butaca, y que extrae humo de un
enorme habano, lanzándonos este certero mensaje:
INSTALESE DETRAS DE UN BUEN TABACO
Y si un buen día queremos escuchar un poco de música, el Hipódromo,
en su temporada veraniega, suele exhibir un cartel que, cierta vez, me dejó
absolutamente estupefacto:
HOY: AIDA CABALLOS
ELEFANTES CAMELLOS
Dudé por un instante que ese cartel se refiriera a la ópera de
Verdi. Pero tuve que convencerme de ello, al ver que, debajo de los caballos,
elefantes y camellos, se inscribían, en caracteres más menudos,
los nombres del director de orquesta y de los cantantes.
Al hablar de una ciudad, solemos decir que tiene interés, carácter,
encanto o poesía, pensando en los recuerdos históricos, monumentos,
iglesias, que la embellecen. Toledo, Brujas, Nuremberg.
Venecia o Praga han dictado normas en ese sector. Y cuando evocamos los cigarrales
toledanos, la Plaza Mayor de Bruselas, los despeñaderos de Cuenca, las
ruinas romanas de Nimes, llegamos a creer que una ciudad auténticamente
moderna, sin el menor recuerdo del pasado, sin el menor aroma de cosas viejas,
ha de ser, forzosamente, algo desabrido, sin carácter y sin alma... New
York, evocado en los muelles de Rouen, por una tarde de lluvia, a la sombra
de mascarones seculares, se nos antoja una monstruosa aglomeración de
hongos de concreto y ladrillo, sin palpitación propia, sin belleza posible
–ciudad tentacular y prosaica, huérfana de todo abolengo–.
Y sin embargo...
Apenas salimos de los muelles, apenas orientamos nuestros pasos hacia Times
Square o Down Town; hacia los tres universos disímiles que constituyen
las avenidas Tercera, Quinta y Sexta, sentimos que una emoción nueva
se apodera de nosotros, que una misteriosa atmósfera se cierne sobre
esta urbe arbitrariamente concebida. En vano buscaríamos una vieja pared,
un bajorrelieve esculpido en una muralla, una fuente añosa. Todo es estereotomía
de piedra o ladrillo, o superficie lisa y desnuda de rascacielos. Los bancos
–no se sabe por qué– tienen catadura de templos.
Los hospitales parecen monumentos asirios. Las casas de vivienda sincronizan
incansablemente el encender y apagar de sus ventanas. El aire huele a gasolina.
Suenan sirenas de incendio... Los garajes parecen barberías, y las barberías
parecen clínicas de lujo, con una mesa de operación por cada cliente
tendido debajo de una sábana blanca. En las cafeterías y restaurantes
se sirven manjares preparados sin ciencia, y los refrescos van a buscarse a
la farmacia...
Todas las tradiciones quedan abolidas.
Y, sin embargo, una intensa poesía se desprende de todo esto. Hay una
asimetría, un desorden, una anarquía del gusto, que crean un estilo
nuevo. La impersonalidad de la multitud frenética que llena las calles,
concede mágico esplendor a los ojos de una mujer, aislada por nuestro
instinto del hervidero de una multitud amorfa... Aun creo haberme tropezado
con un hada, al recordar cierta silueta femenina, entrevista durante seis segundos,
una noche, en la esquina de la calle 42 y Times Square. ¡Pero no!... Era,
sin duda alguna, un anuncio de mujer.
Porque la publicidad ha creado, en New York, una nueva mitología, dotada
de dioses y categorías. A fuerza de tratarlos cada día, encontramos
viejos amigos en la americana de Palmolive, en los ludiones del chicle, en las
bañistas que anuncian refrescos, en el pescador de la Emulsión
con su heráldico bacalao a cuestas... Y no hablemos de los elementos
impersonales, ilustrados por platos de PORK AND BEANS de tres metros de ancho:
por listas fabulosas de sopas en lata; por espárragos y melocotones de
California, transformados en alimentos de gigantes por obra y gracia de la publicidad.
¿Y qué decir de la constante invitación al viaje, ofrecida
por compañías de navegación, que ponen al Fujiyama, los
canguros de Australia y la carretera de Birmania, al alcance de todas las apetencias?...
En New York, la publicidad ha creado una mitología nueva. Es la única
ciudad del mundo en que los astros y las mujeres se anuncian. 14 de diciembre
de 1940
* “Nueva York o la nueva mitología de la publicidad.” Para la agencia Prensa Latina, publicado en diversos medios.
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