Dom 26.09.2004
turismo

SUIZA - ZURICH Y LOS ORíGENES DEL DADAíSMO

Suiza - Cabaret Voltaire

Durante la Primera Guerra Mundial, en la entonces pequeña y neutral ciudad de Zurich, se gestó el movimiento dadaísta que, encabezado por el exiliado rumano Tristán Tzara, provocó uno de los quiebres más drásticos en la concepción del arte. Con actuaciones descabelladas, muestras de pintura y declamaciones contra la barbarie bélica, el grupo dadaísta sacudió la neutralidad suiza desde el hoy legendario Cabaret Voltaire.

Por Leonardo Larini

Un piano algo desafinado comienza a sonar y de inmediato entran en escena un hombre y una mujer. El viste de manera tan extravagante que más que risas provoca una muda sorpresa entre los pocos presentes. Ella, en cambio, luce formal hasta que en un instante rompe esa imagen convencional y comienza a realizar una extraña danza para acompañar los poemas fonéticos y las declamaciones de su partenaire. El desconcierto del público –que había acudido a aquella taberna únicamente para tomar un trago y pasar un buen momento– es absoluto. Por momentos, incluso, la actuación de la pareja intimida a los espectadores. Y tal reacción es lógica, ya que la escena transcurre en 1916, en una hasta entonces tranquila ciudad suiza, y en pleno desarrollo de la Primera Guerra Mundial. La pareja eran el filósofo, escritor, poeta y director teatral Hugo Ball, y su mujer, la actriz y bailarina Emmy Henning, ambos alemanes que se refugian en Zurich en 1915 y, el 3 de febrero del año siguiente, inauguran el legendario Cabaret Voltaire, en el número 1 de la calle Spielgasse. Fue allí, entre esas cuatro paredes, donde nació el movimiento dadaísta.

Orden y rupturas
Ubicada al nordeste de Suiza, junto al lago del mismo nombre, y a 20 kilómetros de la frontera con Alemania, la ciudad de Zurich es –excluyendo las grandes capitales– uno de los destinos turísticos más visitados de Europa. Dueña de una fisonomía que combina perfiles modernos y medievales, y una elegancia y un orden más que admirables, con el correr del tiempo esta pequeña y sofisticada ciudad se transformó en el principal centro financiero y comercial del país. En sus calles, de prolijo y educado tránsito, se respira la misma calma que mantenía a comienzos del siglo XX, unos años antes de que los revoltosos habitués del Cabaret Voltaire hicieran su aparición pública y provocaran.
La posición neutral de Suiza durante el conflicto bélico que se desarrolló entre 1914 y 1918 facilitó la llegada a su territorio de una gran cantidad de emigrados que huían de sus países, espantados por los efectos de una guerra devastadora. Entre los miles que arribaron a Zurich –desertores, agentes secretos, políticos, familias– estaba el poeta rumano Tristán Tzara, que en poco tiempo trabó contacto con Hugo Ball y su mujer y se convirtió en uno de los performers fijos del cabaret recién inaugurado. De a poco se fueron sumando otros artistas como Hans Arp, Marcel y George Janco, Otto Dix, Francis Picabia y Max Ernst. Entre todos conforman el grupo embrionario del dadaísmo, que dio sus primeros pasos con actuaciones descabelladas, muestras de pintura, lecturas, happenings insólitos, espectáculos musicales y declamaciones contra la barbarie bélica que estaba azotando al continente y la liviandad de una burguesía obnubilada por el progreso tecnológico. Por tal motivo, en más de una oportunidad agredían verbalmente al público. Pero esas actitudes no eran gratuitas: a través de la agresión, querían sacudir a la gente para que reflexionara sobre el oscuro y decadente panorama europeo.

El Manifiesto de Tzara
Lentamente, las agitadas noches del Cabaret Voltaire fueron decantando en una firme posición que –además de protestar contra la guerra– enfrentaba duramente a todas las formas artísticas clásicas como el cubismo, el impresionismo, el fauvismo y el expresionisamo. “¡Estamos hartos de las academias!”, exclamaban los jóvenes enfervorizados, intercalando insultos y proponiendo como único modo de creación la destrucción absoluta de los métodos tradicionales. “Toda construcción converge en una perfección abrumadoramente aburrida” fundamentaban, buscando alcanzar la libertad más absoluta en la concepción de una obra de arte.
Por las tardes, la calle Spielgasse volvía a la normalidad y era frecuente ver a los rebeldes exiliados compartiendo partidas de ajedrez en la acera con el mismísimo Lenin, que vivía en el número 12 de esa calle, casi enfrente al cabaret. Seguramente influenciado por Lenin –que durante suestadía en Suiza publicó su libro Para conquistar el poder–, Tristán Tzara decidió “oficializar” todo aquello que acontecía en el Voltaire y escribió el primer manifiesto “dadá”, llamado así después de haber encontrado por azar esa palabra al abrir un diccionario. En el texto expresaba: “Yo escribo un manifiesto para mostrar que pueden ejecutarse juntas las acciones opuestas en una sola y fresca respiración; yo estoy en contra de la acción, a favor de la continua contradicción, y también de la afirmación. No estoy ni en contra ni a favor, y no lo explico porque odio el sentido común”. Por su parte, Francis Picabia sentenciaba en su propio Manifiesto Caníbal: “Dadá no significa nada; no es nada; nada, nada, nada”.
Ese era el espíritu caótico y anárquico del dadaísmo que, sin embargo, fue adquiriendo formas y contenidos de alto vuelo y aún hoy –después de abrirle paso al surrealismo, y de haber sido fuente de inspiración para el pop art– continúan ejerciendo su influencia en diferentes disciplinas como el diseño gráfico o el fotomontaje, del cual fueron verdaderos precursores. El desorden y las poco convencionales técnicas utilizadas –las primeras que hallaban a mano– de a poco se transformaron en una unidad que terminó de definir al movimiento que rápidamente se expandió tanto en París y Berlín como en Nueva York, donde el fotógrafo Man Ray y Marcel Duchamp lo recibieron con entusiasmo y terminaron de redondear su esencia.

Latidos salvajes
Con el tiempo, el grupo dadaísta se fue separando y cada uno de sus integrantes siguió su propio camino. Pero uno de los más firmes en mantener sus principios fue Tristán Tzara, quien unos años después, en 1931, publicó El hombre aproximativo, obra poética de contundente ruptura y profundo contenido social y psicológico: “algunos cadáveres flotan sobre la espesa angustia / donde yacen las etapas angélicas / que el sueño no pudo llevar a la luz”.
Ese era el aire que se respiraba en la Zurich de la Primera Guerra Mundial y de entreguerra, cuando el espanto acechaba a Europa y el temor y la paranoia eran moneda corriente. Hoy, la resplandeciente ciudad suiza –donde está enterrado James Joyce, en el cementerio Flutern– es visitada por turistas de todo el mundo que recorren sus calles de irregular trazado, cruzan el río Limmat, frecuentan sus 30 museos y más de 100 galerías de arte, fotografían compulsivamente los bellísimos paisajes nevados y disfrutan de las pausas en encantadores cafés donde uno se pasaría el día entero. Algunos, muy pocos, a veces se acercan hasta el 1 de la calle Spielgasse para imaginar las convulsionadas noches del Cabaret Voltaire. Y allí, en esa lejana esquina de 1916, como en un sueño, se empieza a escuchar un piano algo desafinado que reproduce, otra vez, los salvajes latidos de dadá.

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