MISIONES EN 4X4 POR EL PARQUE NACIONAL IGUAZú
Crónica de una excursión en 4x4 muy ecológica por un sendero alternativo del Parque Nacional Iguazú que recorre un sector casi virgen de la selva misionera. Un área donde se ha preservado la naturaleza del contacto con las grandes multitudes que visitan las famosas cataratas ya que sólo se permite un grupo reducido de turistas por vez.
› Por Julián Varsavsky
La excursión comienza frente al portal de visitantes del Parque Nacional Iguazú en un jeep Ika modelo 1954 de industria argentina, una verdadera reliquia automotriz descapotada que permite un contacto más directo con la naturaleza. El vehículo se aleja de las grandes multitudes que visitan las cataratas y sin salir del parque se desvía por un senderito de tierra roja misionera que parece abrirse como un boquete entre la vegetación para conducirnos hacia las entrañas salvajes de la selva.
Lo primero a tener en cuenta es que el sector que vamos a recorrer fue catalogado por la intendencia del Parque Nacional como un área reservada para un bajo impacto humano, es decir que el ingreso de turistas está limitado apenas a dos excursiones diarias, con una docena de personas cada una. No es un paseo para todo el mundo –asegura el guía–, ya que fue pensado para quienes no se conforman con llevarse solamente la hermosa postal de las cataratas sino que se interesan también en una mirada ecológica de la selva. Por otra parte, algunos sectores de este sendero llamado Yacaratiá están entre los mejor conservados de todo el parque, donde la selva se puede percibir en su más puro estado original.
Mirada ecologica El angosto sendero Yacaratiá –donde apenas pasa el jeep rasguñado por algunas ramas– fue abierto en 1921 por quien era en ese entonces el propietario de las tierras que abarcan el actual Parque Nacional, un terrateniente de origen vasco que se dedicaba a la explotación de madera. Por fortuna estas tierras fueron compradas por el Estado nacional en 1928 cuando todavía quedaba mucho por depredar. Y por cuestiones burocráticas recién en 1934 se promulgó la ley que declaraba Parque Nacional a estos terrenos que circundan las famosas cataratas del Iguazú.
El jeep avanza sin apuro por una selva en galería que se cierra como un techo por encima del camino. Pero el traqueteo se hace sentir y las patinadas sobre los charcos rojizos sacan de vez en cuando al vehículo del sendero. Lo primero que el guía hace notar es la diferencia entre los sectores donde la selva es muy compacta y aquellos en donde hay claros evidentes porque el propietario hizo una tala selectiva de cedros, lapachos, inciensos y petiribíes, los árboles de mayor porte y valor maderable. En estos claros sin árboles se da un fenómeno muy singular, que es la proliferación de cañaverales de bambú de muy bajo porte, una especie que se reproduce con mucha rapidez invadiendo espacios tentadores que ofrecen una gran cantidad de luz. El problema ecológico de esta intervención humana es grave, ya que produce un corte en la continuidad de la selva, que se acentúa porque los bambúes crecen encima de los renovales de árboles de otras especies, ahogándolos hasta la muerte o limitando su crecimiento. Para que un sector de la selva talada recupere su variedad de especies autóctonas se necesitan más de 200 años.
Cualquier persona que visite la selva misionera seguramente verá en su vegetación un continuo de formas verdes que se repite sin decir nada. Por eso es importante la presencia de un guía que oriente la mirada hacia una visión ecológica del complejo mundo que se levanta frente a los ojos del desorientado viajero.
Luz, mas luz Uno de los tantos fenómenos invisibles para la mayoría de los visitantes del parque es la feroz competencia por la luz que se desarrolla descarnadamente en este superpoblado campo de batalla. En lo alto de un árbol descubrimos un cactus sin espinas –no las necesitan por la excesiva humedad–, que se apoya en el tronco sin perjudicarlo, simplemente para poder captar su cuota de luz. De lo contrario el cactus moriría en la sombra.
Más adelante el guía detiene la marcha para observar con atención un árbol ibirá pitá, uno de los grandes colosos de la selva que monopolizan por su altura el acceso a la luz. El ejemplar que tenemos enfrente mide 25 metros de alto y su tronco tiene un diámetro de un metro y medio. Pero aprovechándose de su privilegiada altura, numerosas especies se instalan a vivir entre las ramas de este anciano de 200 años, conformando verdaderos jardines colgantes. El actor principal de este espectáculo visual en lo alto es una especie de philodendron llamada localmente güembé, cuyas semillas son puestas en la copa de los árboles por el viento, las aves y ciertos mamíferos. Allí crecen sin parasitar al árbol, usándolo simplemente como soporte. Pero como necesitan alimentarse, sus raíces empiezan a bajar como cables que envuelven el tronco del árbol hasta llegar a la tierra.
El caso opuesto al del güembé –cuyas raíces bajan desde lo alto–, es el de las lianas. Estas crecen directamente en el suelo y se trepan a los árboles en busca de la luz. Su método podría decirse que es un atajo, ya que el árbol –que debe sostenerse por sí mismo– tarda 20 años en superar el dosel medio y llegar a la luz, mientras que una liana necesita apenas 6 o 7 años para llegar a la zona luminosa y desplegar sus hojas.
Flora, fauna y fotos La excursión por la selva dura entre dos horas y dos horas y media, de acuerdo a los gustos y el interés del viajero. En varias oportunidades el jeep se detiene para que el turista pueda caminar sin apuro por algunos senderos muy estrechos. La idea es que cada cual pueda tomar con tiempo las fotos que desee y explore los aspectos que más le llamen la atención. En los senderos, el guía es capaz de reconocer las huellas de unos tapires que se acercan con frecuencia a remojarse en un bañado. Pero además su oído atento le permite percibir el canto de un pájaro frutero overo, y con vista de lince lo descubre en la copa de un ficus. Esta es una de las más de 400 especies de aves que habitan el parque.
Más adelante nos cruzamos con un conjunto de helechos arborescentes cuyo nombre local es chachi, los únicos ejemplares de esta especie en todo el parque que un visitante puede ver, ya que no están en ningún otro sendero público. Esta especie es considerada un verdadero tesoro natural: fue el alimento de los dinosaurios herbívoros hace millones de años.
Avistajes en lo profundo De nuevo sobre el jeep avanzamos en nuestro trayecto de 20 kilómetros por las profundidades de la selva, cuando de pronto nos invade la sensación de haber cambiado de dimensión. Nadie sabe explicarse bien por qué, pero es evidente que estamos en una selva distinta a la de hace un rato. Por suerte está el guía para aclararlo: en este sector el hombre casi no intervino para extraer madera y entonces todo se mantiene en el estado de equilibrio ideal, alcanzado a lo largo de millones de pacientes años. Vemos por lo tanto renovales de árboles jóvenes y también árboles gigantes que en su conjunto conforman una densidad difícil de penetrar. No proliferan en cambio los invasores bambúes, que están presentes sólo en su justa medida. A pocos pasos de los caminantes pasa corriendo un agutí, un roedor de gran porte que habita el estrato inferior de la selva. Más adelante el guía detecta las huellas fantasmales de un puma marcadas en el barro. Cuando nos detenemos un instante para guardar silencio, los sonidos producen la sensación de que nos rodea una fauna rampante muy cercana pero invisible, al acecho de los intrusos.
Cada paseo por la selva es una caja de sorpresas que no permite prever qué avistajes nos depara el azar. Entre las especies que se dejan ver están las mariposas amarillas llamadas limoneros, que se agrupan en los charcos de agua para absorber minerales del suelo; las muy vistosas mariposas morpho, cuyas alas extendidas de color azul metálico miden 10 centímetros de ancho; los coloridos tucanes y los ruidosos loros maitacas, así como los enormes lagartos overos que aparecen corriendo al costado del camino. Pero el actor estelar de este espectáculo natural es el monito capuchino. Muy cerca de la tranquera donde termina la excursión el guía observó unas hojitas cayendo justo sobre el camino. Y allí estaba una familia completa de monos capuchinos; padre, madre, dos hijos y un bebé acarreado a babucha. Los ejemplares jóvenes son los más curiosos y nos observan con la misma atención con que nosotros los miramos a ellos. Estos animales no tienen un lugar fijo para dormir, así que andan a la deriva por el dosel superior de la selva buscando frutos, huevos e insectos. En este caso su rumbo les imponía cruzar el sendero vehicular, y la estrecha línea sin árboles que traza el camino la salvaron sin bajar a tierra, con un simple saltito desde una frágil rama a la otra en el lado opuesto, justo encima de nuestras cabezas.
(Versión para móviles / versión de escritorio)
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina
Versión para móviles / versión de escritorio | RSS
Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux