Dom 22.01.2006
turismo

LECTURAS: UN ANTROPóLOGO EN MONT-SAINT-MICHEL

Una abadía del Medioevo

En el límite de Normandía, casi rodeada por las aguas del Canal de la Mancha, una abadía benedictina de la Edad Media les sirvió a los franceses como una fortaleza infranqueable durante la Guerra de los Cien Años. Hoy convertida en destino turístico, fue visitada por el antropólogo Marc Augé
en una de sus observaciones etnográficas de la cultura del turista y documentó la necesidad que sienten los viajeros de la “sobremodernidad” por llevarse un souvenir que les permita “creer en la realidad y acumular testimonios para estar seguros de que hemos vivido”.

› Por Marc Auge *

Solía ir allí cuando era niño y con frecuencia vuelvo a visitarlo. Sin embargo, el Mont-Saint-Michel, cuando aparece repentinamente al terminar la carretera, siempre sorprende mis expectativas. Los recuerdos que se presentan en su proximidad son como el monte mismo, pues están suspendidos entre el mar y el cielo y nunca sé exactamente de qué me acuerdo, por qué me he llegado hasta allí, por qué habré de retornar allí.

Cuando mi amiga Catherine me manifestó el deseo de filmar ese lugar privilegiado (filmar es su manía) no perdí tiempo en aprovechar la ocasión. Al salir de la autopista, nos encontramos al pie de las murallas. Yo le había hablado a Catherine de las arenas movedizas y del mar que sube con la velocidad de un caballo al galope, le había hablado sobre du Guesclin, sobre el arte románico, sobre el arte gótico y sobre el arcángel. Y luego me había dejado atrapar, como suele ocurrirme, por mis propias arenas movedizas, esas ilusiones de recuerdo que tal vez sólo se deban a la magia de un paisaje.

En un instante, Catherine había desaparecido, como si así quisiera condenar la fascinación que ejerció sobre mí (como sobre todos aquellos que, una vez pasado el puente levadizo, atraídos por el ritmo exótico y regular de los batidores de huevos, se precipitaban ante las ventanas bien abiertas del gran hotel y restaurante de La Mère Poulard), la espectacular confección de la omelette del Mont-Saint-Michel. En aquel momento detesté a Catherine. Sin embargo, tratando de encontrarla, puesto que se había escapado a mi mirada, sin duda absorbida por la preocupación de hacer bien sus tomas, me sentí justificado para escalar a mi vez las callejuelas estrechas y pasar, una a una, como en una iniciación, por las pruebas que infligen a las almas temerarias los explotadores del lugar, seductoras potencias, hábiles en desplegar todos sus encantos (menúes a precio fijo, sidra de la región, tarjetas postales, reconstrucciones históricas, espectáculos audiovisuales de todo género) para atraer y retener a los viajeros de paso.

Caminar, y más aún escalar, significa transformar la espera en esperanza, por obra de la sola virtud del movimiento. Los hombres, sobre todo los varones, siempre han tenido la necesidad de puntos fijos para alejarse y retornar, para gozar sucesivamente de los placeres de la distancia y de la emoción de la aproximación, la necesidad de introducir en su vida el sentido de lo sagrado.

Marinos y guerreros, la quintaesencia de la masculinidad, se hacen a la vela y se llevan consigo la esperanza, para dejar a sus mujeres (Penélope, Tiphaiene, y tantas otras...) que por eso mismo quedan sacralizadas, la carga inmóvil y cotidiana de la espera.

Catherine no me había esperado. Si había dos maneras de visitar el monte, solitariamente o perdido en la multitud, estaba yo casi seguro de que Catherine había elegido la primera posibilidad y había logrado llegar a las murallas más aisladas, a los jardines más secretos, a las perspectivas más raras, para afrontar completamente sola los esplendores de la naturaleza y de la piedra.

Por mi parte, yo preferí mezclarme con la marea de los visitantes que inexorablemente subían hacia la abadía. Una marea detenida de vez en cuando por el mostrador colorido de una tienda de baratijas o por la tímida provocación de un vendedor de espectáculos y de leyendas apostado en el umbral de un edificio de época o de una tienda de antigüedades.

Con frecuencia deploramos la presencia de esos pequeños comerciantes de todas clases que nos asedian en las puertas de los lugares santos, en el corazón mismo de los sitios históricos o en los paisajes más grandiosos; a veces nos sonreímos ante el sentido de la belleza un poco simple que atestiguan ciertas arquitecturas de pacotilla o las impresiones en colores que son más verdaderas que la naturaleza, los souvenirs que los visitantes de un día se llevan consigo para colocarlos junto a fotografías de familia en la cómoda del dormitorio o en el aparador del comedor. Sin embargo, el espíritu del lugar privilegiado, ¿no depende también de todas esas convicciones, de todas esas confusiones? Y su belleza, ¿no es mayor cuando se la mide con el homenaje ingenuo o astuto constituido por los productos (las reproducciones) del artesanado industrializado? Por lo demás, todos somos hijos de este siglo: todos tenemos necesidad de la imagen para creer en la realidad y necesidad de acumular testimonios para estar seguros de que hemos vivido.

Los lugares privilegiados atraen a la vez a los peregrinos y a los turistas. Los peregrinos piensan reanimar allí su fe, su visión del mundo y de la historia, su certidumbre de existir. Los turistas sólo se creen movidos por la curiosidad. Pero en esos lugares todos se mezclan. Los peregrinos asimilan de buen grado los turistas a una multitud comulgante reunida por el lugar privilegiado, y los turistas, a su vez, aprecian en la presencia de los peregrinos una señal suplementaria de autenticidad. Los grupos folklóricos les dan razón a unos y a otros. A los sones de la música, todos entran en el siglo XXI con sus trajes domingueros, garantes a la vez de la continuidad y del espectáculo.

Aquella mañana, en medio del esplendor de la primavera bretona y normanda, una vez más yo había llevado a cabo el extraño recorrido con compañeros de un día que no parecían tener dudas sobre lo que habían llegado a hacer allí y que estaban dispuestos, quizá como yo, a esperar que (pasando de un restaurante al otro y de un puesto de fruslerías a otro) al término del ascenso y en el reencontrado cielo del encaje de piedra, cual San Miguel, vencerían por fin a todos sus dragones z

* El Viaje Imposible. Editorial Gedisa. España.

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