ESCAPADAS ESTANCIAS BONAERENSES
Un informe con cinco alternativas de fin de semana para cambiar el auto por el caballo o el sulki, el cemento de la ciudad por la pampa infinita, la comida precocida por la casera y artesanal y los ruidos urbanos por el silencio perfecto de la noche campera.
› Por Julián Varsavsky
Sobre la pampa infinita de la provincia de Buenos Aires se recortan los perímetros cuadriculados de las grandes estancias de aquellos tiempos en que la Argentina era considerada el “granero del mundo”. De esa época de esplendores afrancesados e ingleses que se mezclaban con lo criollo quedaron una serie de cascos en majestuosa decadencia en medio de campos que fueron perdiendo sus extensiones inconmensurables de tierras. En las últimas décadas, esos cascos comenzaron a ser acondicionados para recibir al turismo. Así es que hoy existe más de un centenar de alternativas para pasar un fin de semana muy rural y “jugar al estanciero” durante una estadía entre viejos muebles de estancia, durmiendo en antiguas camas de hierro o madera torneada que sostuvieron el sueño de varias generaciones.
SAN PABLO A fines del siglo XIX –en el tiempo de las “vacas gordas”–, San Pablo era una estancia de 3 mil hectáreas con un casco principal levantado según los lineamientos más modernos de la época: el estilo art nouveau. Hoy en día los terrenos de esta estancia, ubicada en San Miguel del Monte, han sido loteados, pero sus dueños no se desprendieron del casco, que han convertido en un refinado hotel de campo con restaurante. La vieja casona es una suerte de reliquia familiar para los Egaña, quienes llevan cinco generaciones creciendo y disfrutando de la casa que construyó el abuelo del actual dueño.
Uno de los rasgos más atractivos de la casona de tres plantas es su diseño art nouveau. Los techos a dos aguas son de chapa inglesa. Dos de las habitaciones tienen una terraza-balcón con vista al jardín, y en lo alto de la fachada hay un reloj a cuerda circular de origen parisino con una campana que antaño marcaba el horario del trabajo en el campo. La decoración interior también es un reflejo de aquellos tiempos refinados. Junto a una escalera de madera cuelga del techo una lámpara “imperio” al estilo napoleónico. En el salón de la biblioteca, unos antiguos sillones invitan a la lectura junto a una chimenea a leña –también de estilo imperio– con enchapados en forma de palmas victoriosas tomadas de los romanos, y aquellas cariátides que tanto habían fascinado al emperador francés. Las paredes del comedor están revestidas con roble de Eslavonia.
En los cuartos, el antiguo esplendor reluce en las camas y lámparas con las formas más nuevas del art déco, bajo techos de cinco metros de altura. Pero lo más deslumbrante son los ventanales con vista al frondoso parque que rodea el casco. El parque de la estancia es obra del célebre paisajista francés Carlos Thays, quien también diseñó los Bosques de Palermo. Su especialidad era mezclar las especies autóctonas con aquellas de origen exótico que tuvieran un gran valor estético. En la estancia, el resultado es una proliferación de palmeras egipcias como en un oasis, palmeras pindó de Entre Ríos, magnolias europeas y araucarias chilenas. Entre las rarezas del parque, llaman la atención una camelia de 150 años, un rincón de cactus norteños entrelazados y “un árbol de Constantinopla” que en primavera florece con hermosos pompones de color rosa.
En los 15 kilómetros de boulevares arbolados que rodean el casco hay hileras de plátanos y casuarinas que forman verdaderos túneles vegetales. Lo ideal para compenetrarse con el ambiente de campo es salir a caballo para recorrer las arboledas, los bosquecillos de flora autóctona con talas y acacias, y las lagunas que rodean la zona.
LAS FRAULIS A menos de una hora del centro de Buenos Aires, en la localidad de Los Cardales, la hostería Las Fraulis ofrece descanso y vida al aire libre. El edificio, con aires de casco colonial, está frente a una tentadora piscina y un jardín que invita a pasarse el día entero reposando en una hamaca con buena lectura. Quien quiera un poco de movimiento puede salir a cabalgar a la vera del río Luján, andar en bicicleta por algún camino de tierra entre los campos sembrados, visitar la interesante reserva ecológica de Otamendi o también ponerle un poco más de adrenalina a la jornada e ir a volar en globo o en parapente. Para completar una jornada intensa, a la noche después de la comida se puede disfrutar de una buena película traída desde casa para verla en la videocasetera, o elegir alguna por DirecTV. Por la noche el silencio es absoluto, aunque si se presta un poco de atención se descubrirá una infinita gama de matices combinados que produce el submundo de los insectos nocturnos. Algún tero anuncia a los gritos la presencia de un intruso del reino animal, y salvo estos agradables sonidos no se oye nada más.
Las Fraulis está ubicada a la vera de una ruta muy angosta y poco transitada que nace de la Panamericana. La zona es muy verde y proliferan las quintas de fin de semana, los campos sembrados y un barrio privado cuya garita de seguridad está justo enfrente de la entrada a la hostería. En total hay seis pequeñas habitaciones dobles que dan a una galería en forma de “ele” bordeando la piscina.
LA POSTA DE VAGUES A cuatro kilómetros de San Antonio de Areco, el pequeño poblado de Vagues dispone de una única posada en medio del campo, con pileta y equipada con sumo confort. El pueblo de Vagues le debe su nombre a la primera persona que se apostó en este paraje en 1730. Y por cierto el lugar no ha crecido mucho desde aquel entonces, porque sólo tiene quince casas –algunas muy antiguas–, y unos 90 pobladores. Además hay una vieja estación de tren abandonada y muchos campos sembrados y haras de caballos de polo en los alrededores.
En este marco de tranquilidad plena –sin autos y casi sin gente–, se inauguró hace un año la Posta de Vagues, cuyos propietarios son una familia que, cansada de la gran ciudad, vendió su casa y su negocio para darle un cambio radical a su vida. O sea que la Posta de Vagues fue pensada por sus dueños para disfrutarla ellos mismos, y recién más tarde se les ocurrió recibir turistas.
Alrededor de la pileta se levanta una serie de pinos, nogales, ceibas y paraísos, a cuya sombra hay un estanque donde retozan una pata con sus diez patitos. Las habitaciones están alineadas en una galería de ladrillos a la vista con un techo decorado con cenefa de chapa recortada y sostenido por troncos rústicos que ofician de columna. Todas las puertas y ventanas de las confortables habitaciones son recicladas de viejas casas de campo de la zona. En la noche el silencio es casi total, salvo por el palmeteo de las hojas de los árboles cuando se levanta brisa, el ruido metálico de las aspas de un molino lejano y los mugidos a deshora de algunas vacas.
SANTA GERTRUDIS En el camino de tierra que conecta el pueblo de Lezama con la estancia Santa Gertrudis –rodeado de campos que a simple vista parecen infinitos–, aparecen los primeros ejemplares de la fauna autóctona de la zona: tres carpinchos descansan al sol a la orilla del camino. Acostumbrados a los autos, no se inmutan y los observan con desinterés. Más atrás una garza blanca remonta vuelo y en los alambrados descansan numerosos caranchos a la expectativa de alguna presa.
El primer impacto al ingresar al casco –construido en 1950– lo causa la decoración con objetos antiguos de campo como látigos, espuelas, una máquina manual de moler café, bancos de hierro hechos con un asiento de tractor, viejos sifones y planchas a vapor, candados y faroles de kerosene. En el comedor, un gran ventanal permite ver todo el parque lateral, con su piscina, el aljibe con cerámica de mayólica y un árbol de gingko biloba –de origen chino– de hojas amarillas que alfombran completamente el pasto a su alrededor.
Los amantes de la pesca estarán a gusto en Santa Gertrudis. A través de un tupido bosque de selva en galerías se llega a una laguna de 250 hectáreas poblada por patos, nutrias y cisnes de cuello negro. Allí se practica la pesca con señuelo de tarariras luchadoras que se resisten a salir del agua, y también es posible embarcarse en una canoa en busca de bagres y dientudos. Santa Gertrudis funciona como estancia desde 1875, cuando fue comprada por la bisabuela de su dueño actual, Darío Saráchaga, quien entretiene a los huéspedes con sus anécdotas de la vida de campo. La estancia mide 1664 hectáreas y allí se cultivan trigo y pasturas para alimentar a las 700 vacas que pueblan los corrales.
EN TIGRE Uno de los mejores lugares para alojarse en Tigre es Villa Julia, ubicada frente al río Luján, en una esquina del Paseo Victorica. Está dentro de lo que se considera Tigre continental, aunque en verdad también ese terreno es una isla. Esta mansión con aires del neoclásico italiano data de 1913 y fue diseñada por el ingeniero Maschwitz. La propuesta de Villa Julia no está exenta de ese aspecto lúdico que implica todo viaje en el tiempo. Basta con poner un pie dentro del edificio para ingresar de lleno en el ambiente suntuoso de la belle époque, cuando lo más granado de la alta sociedad porteña construía sus casaquintas en la zona de Tigre. La mansión tiene tres pisos con exteriores revestidos en piedra París. Las luces de la galería, con columnas toscanas en el exterior, se encienden todavía con sus llaves originales, unas palancas giratorias de baquelita con marcos redondeados de bronce. Las escaleras que conducen a los cuartos conservan sus sujetadores de alfombra forjados en bronce con remates decorativos. Los curiosos picaportes de la puerta de las habitaciones denotan al menos un siglo de existencia, y dentro de los espaciosos cuartos el sector del baño es un verdadero museo de decoración hogareña antigua: mayólicas policromadas de estilo romano, una ducha de porcelana con forma de flor, una gran bañera con patas de león y un inodoro Briton original que puede ser considerado casi una pieza de museo (conservada como nueva).
La casona Villa Julia dispone de sólo siete habitaciones y un gran espacio público con vitreaux multicolores, pisos de mosaico pompeyano, un comedor que se extiende hasta la galería abierta y un piano de cola que le da el toque final al ambiente de comienzos del siglo XX que emana de cada rincón.
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