GRECIA LAS METEORAS Y SUS ROCAS SAGRADAS
Los monasterios de Las Meteoras, emplazados en la cima de unas escarpadas montañas en la llanura de Tesalia, resguardan reliquias del cristianismo ortodoxo e iconos bizantinos que custodian monjes cuyas vidas, rigurosamente monacales, transcurren fuera de este mundo.
› Por Julián Varsavsky
A 5 horas de ruta desde Atenas, al norte del pueblo de Kalambaka, un bosque de estalagmitas gigantes de color gris emerge en la llanura de Tesalia buscando el cielo. Algunos perfiles de estos gruesos pilares de piedra –perfectamente lisos y perpendiculares– parecen restos de una gran pared construida por el hombre. Pero lo insólito es que en la cima de los formidables pináculos y al borde de unos vertiginosos abismos, están emplazados los monasterios de Las Meteoras donde grupos de eremitas cristianos ortodoxos viven entregados al rezo y el estudio de ancestrales textos griegos.
En el Valle de Las Meteoras se respira el aroma de las flores silvestres, se oye el tañido de las campanas y se observa el vuelo rasante de las águilas. Allí, hace ya más de mil años, los primeros eremitas –harapientos y entregados al ascetismo– se establecieron en un paraje entre el cielo y la tierra, donde anidan las águilas. En un principio escalaban los rutilantes precipicios y se instalaban en cuevas y fisuras que daban al vacío, en la más absoluta soledad. Algunos de los precarios oratorios que perduran todavía son inalcanzables, salvo para expertos escaladores, quienes no dejan de asombrarse de que los antiguos anacoretas hubiesen podido escalar las escarpadas rocas sin los medios técnicos de la actualidad. Lo cierto es que aquellos místicos habían encontrado el lugar ideal para que nadie los estorbara, totalmente ajenos al reino de este mundo.
La época de esplendor de Las Meteoras comprende los siglos XIV y XV, cuando se fundaron 24 monasterios en distintas montañas, de los cuales apenas seis siguen funcionando. El resto permanece en ruinas y no hay forma de llegar hasta ellos. Durante los turbulentos años del Medioevo –que incluyen la dominación turca–, las alturas eran un refugio seguro para los cristianos (así como las catacumbas de Roma lo habían sido muchos siglos antes) y hasta 1923 la única forma de ascender a los monasterios era mediante unas peligrosas escaleras plegables. Pero quienes no confiaban en sus propias fuerzas delegaban la tarea a terceros, introduciéndose acurrucados dentro de una cesta envuelta en una red que se hacía subir con un sistema de sogas y poleas desde la cima. Según testimonios de la época, la ascensión duraba media hora de angustia y terror. Un sudor gélido empapaba al visitante cuando la cesta se elevaba del suelo y giraba circularmente en el vacío –mientras la cuerda chirriaba amenazante–, hasta que finalmente se la “pescaba” con una pértiga provista de un garfio y se colocaba al monje en tierra firme. Actualmente el visitante sube con seguridad, pero no sin esfuerzo, ya que hace 77 años se tallaron escalones en la roca. Ahora, el sistema de poleas sólo se utiliza para cargar provisiones.
Camino a la vida monacal Al ingresar al Valle de Las Meteoras, a la izquierda del camino se encuentra el Monasterio de San Nicolás Anapusa, en lo alto de una colosal roca de cumbre muy angosta. La construcción parece un bloque de piedra del color de la montaña, como si estuviese tallada directamente en la roca. La pequeña nave de la iglesia está iluminada por unos somnolientos candiles que parpadean con la brisa, mientras el aroma de un sahumerio impregna el ambiente de un halo trascendental. Los rezos en voz alta de los monjes ortodoxos reverberan bajo la cúpula y la presencia de los turistas no parece inmutar a los barbados hombres de negro, que “navegan” por una dimensión ajena a la de los demás. La vida monacal es muy estricta en Las Meteoras y, por lo general, el viajero no tiene mayor contacto con los religiosos, quienes viven inmersos en sus oraciones la mayor parte del día. En el monasterio de San Nicolás están los frescos e iconos del famoso artista Teofanis (1500-1559), uno de los mayores exponentes de la escuela cretense de pintura bizantina. Al alzar la vista hacia la cúpula se ve la serena figura de Cristo rodeado de ángeles que sostienen el cáliz y el candelabro de tres brazos. Luego de recorrer los monasterios de Rousanou (habitado por monjas) y el de Varlaam (fundado en el siglo XIV por un eremita que vivió solo en este lugar hasta el día de su muerte), se arriba al Monasterio de la Transfiguración, construido a 413 metros de altura. Se accede a través de un pequeño túnel en la roca con 146 escalones que facilitan la ascensión a la cumbre, donde sobresale la cúpula de 24 metros de la iglesia, rodeada por varios edificios religiosos. En el interior de la iglesia –colmado de reliquias–, un trono episcopal tallado en madera y decorado con teselas de nácar tiene un epígrafe griego del año 1616 que reza: “Jesucristo Vence”. Los domingos conviene acercarse a la hora de la Santa Misa, cuando los monjes entonan cantos gregorianos y rezan en la sillería, mientras los incensarios colgantes despiden humo y penetrantes aromas. Todo transcurre en una enigmática penumbra, frente a la luz tenue de los candiles que hacen brillar las aureolas doradas de los santos en los iconostasios.
En las sacristías y bibliotecas de los monasterios se resguarda la herencia histórica y espiritual de la rama ortodoxa (“creencia correcta” en griego) del cristianismo, que se escindió de la Iglesia romana a mediados del siglo XI. Allí hay pergaminos con el evangelio escrito en letras floridas, cálices y cruces de oro y plata con lujosos estuches de madera, y coloridas vestiduras litúrgicas bordadas con hilo de oro. Además se conservan miles de códices (algunos del siglo X), entre ellos el manuscrito griego más antiguo que existe (año 861).
Alturas sublimes El Monasterio de la Santísima Trinidad depara las mejores vistas panorámicas de Las Meteoras. Una mirada hacia la lejanía abarca toda la extensión de la llanura de Tesalia y la cuenca del río Piniós, protegida por las altas cumbres nevadas de la cadena del Pindo. Casi al pie de la gran roca –400 metros más abajo– están las casas del pueblo de Kalambaka. La cima de esta montaña es el lugar preciso para quedarse largas horas sentado sobre una roca, observando cómo los juegos de luces del cielo van coloreando el paisaje a su gusto. En las mañanas soleadas, las tejas rojas de los monasterios resplandecen en agudo contraste con el gris de las rocas. Por la tarde, el sol enciende el verdor de la frondosa vegetación que circunda la zona. Y por la noche, iluminados con poderosos reflectores, los monasterios de las montañas vecinas parecen flotar en el cielo mientras un misterioso anillo de bruma otoñal rodea las rocas. Sólo desde la cima de estas montañas sagradas, se puede llegar a comprender a aquellos ascetas que hace mil años eligieron un lugar tan inaccesible y extravagante para transcurrir el resto de sus días suplicándole a Dios que les concediera en vida una paz espiritual tan calma como la de la muerte.
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