BRASIL TRAVESíA POR EL RíO AMAZONAS
Existen ríos que han dado origen a muchos mitos. Pero ninguno, con toda probabilidad, alcanza un carácter legendario como los que guardan el Nilo y el Amazonas. Y aunque todavía no hay certezas sobre cuál es más largo, sí sabemos que el Amazonas arrastra sesenta veces más caudal que su competidor africano. Es un Goliat con músculos de agua.
› Por Javier Reverte *
Desde el primer manantial nacido en cumbres que superan de largo los 5 mil metros, allá en las crestas nevadas de los Andes y no muy lejos de Cuzco, hasta la maraña de islas, selvas, pantanos y canales que tejen el bronco paisaje de un estuario de más de 300 kilómetros de anchura, el Amazonas constituye una imponente exageración de la naturaleza. Su cuenca, del tamaño de media América latina, forma un universo de cumbres, bosques y ríos tributarios en el que conviven humanos y animales, y en donde la vegetación y el agua nutren a nuestro enfermo planeta de una gran porción del oxígeno que precisa para sobrevivir. El Amazonas no es, ni mucho menos, un paraíso, sino que antes bien se asemeja a un infierno. La vida de quienes pueblan las alturas andinas, las orillas de los ríos, las poblaciones y las junglas casi inexploradas del interior nunca es fácil. Las enfermedades, las picaduras letales de los insectos y de ofidios, la explotación laboral, los problemas que genera el tráfico de drogas y la miseria endémica hacen que la esperanza de vida de los seres humanos en una buena parte de la región se sitúe en una media que ronda los 50 años, y que para los indios es de 42. Los fuegos y las talas indiscriminadas provocan cada año la deforestación de decenas de miles de hectáreas. El pulmón de la Tierra tose y se ahoga. Quien conoce la Amazonia sabe bien que esa portentosa fuente de vida es al mismo tiempo una implacable generadora de muerte.
En cierta forma es casi un capricho el nacimiento de este río, que cruza la cintura de Sudamérica de oeste a este a lo largo de más o menos 6500 kilómetros. En una de las cordilleras andinas del sur peruano, la sierra de Chila, las nieves perpetuas alumbran centenares de arroyos que se dejan caer hacia Occidente en busca del océano Pacífico, ciento y pico de kilómetros más lejos. Pero uno de los regatos, brotando de una pequeña laguna de aguas heladas en el Nevado del Mismi, a 5595 metros de altura, desobedece la norma y decide escapar hacia Oriente. Ese manantial rebelde no es otro que el Amazonas. A partir de ahí, miles de tributarios van engordando su caudal mientras desciende por barrancadas y cañones y atraviesa selvas todavía impenetradas por el hombre, hasta alcanzar las orillas occidentales del océano Atlántico.
La laguna del origen se llama McIntyre, en recuerdo del primer montañero, un norteamericano, que señaló el lugar. Desde allí, sin cesar de aumentar su tamaño, el río va adoptando numerosos nombres: arroyo Hurahuarco u Hornillos al principio, y luego ríos Apurimac, Mantaro, Ene, Tambo, Urubamba, Ucayali, Solimoes y, al fin, Amazonas. No obstante, por capricho de los geógrafos brasileños, cuando alcanza su estuario, de nuevo el río adopta nuevos nombres para los numerosos brazos y canales del delta: Pará, Guamá, Guajará-Mirim... Antes de eso ha recibido las aguas de afluentes tan caudalosos como el Marañón, el Napo, el Negro, el Madeira y el Tapajós. La piedra, la nieve, el agua, la selva y el pantanal forman una geografía hermosísima y turbadora. Y la cuenca en donde señorea el río se extiende al interior de las fronteras de nueve países: Perú, Ecuador, Bolivia, Brasil, Colombia, Surinam, Venezuela y las dos Guayanas. (...)
A BORDO Desde Sepahua, y mejor aún desde Pucallpa, la navegación hasta el Atlántico, durante más de 4 mil kilómetros, puede llevar alrededor de tres semanas. Y es la mejor experiencia, y sin duda la más barata, para quienes pretendan acometer la aventura de recorrer el río. Los recorridos pueden dividirse de la siguiente manera: Sepahua-Pucallpa, Pucallpa-Iquitos, Iquitos-Tabatinga, Tabatinga-Tefé, Tefé-Manaos, Manaos-Santarém y Santarém-Belém do Pará.
Hay pocos viajes tan cálidamente humanos como los que proponen esas embarcaciones viejas, de tres puentes, un comedor, tres o cuatro duchas y excusados, y dos cubiertas en donde los pasajeros tienden sus hamacas y organizan a sus pies los equipajes, formando el pequeño cubículo que será su vivienda durante unos pocos días o semanas. Estos barcos, que sonllamados lanchas en Perú y Colombia, y recreios o gaiolas en Brasil, tienen un aspecto parecido al de los transbordadores del Mississippi de la época de Mark Twain, con dos cubiertas para los pasajeros. Pero en lugar de desplazarse impulsados por una gran rueda movida a vapor, lo hacen con motores de gasoil. En los puertos principales del recorrido, mientras permanecen amarrados en los muelles, anuncian en una pizarra del castillo de proa el día y la hora de partida, el puerto de destino y las paradas que efectuarán durante el viaje. Lo normal es que nunca se cumpla el horario, y a menudo las embarcaciones se detienen en muchos más puertecitos de los anunciados, sencillamente porque se les avisa desde las orillas que hay pasajeros que desean subir a bordo. Cada día de navegación hay escalas en cuatro o cinco pueblos, pequeños asentamientos de campesinos o ciudades de buen tamaño, muy pobres en su mayor parte y a menudo cortados del mundo civilizado por cualquier tipo de comunicación que no sea el barco. Saliendo de Pucallpa hacia Iquitos –un viaje que llevará cinco o seis días de navegación– asomarán en las orillas del río las localidades de Yabaringo, Tierra Blanca, Dos de Mayo, Monte Bello, Lisboa, Contamana, Requena... No se para allí tan sólo para dejar y recoger pasajeros y mercancías. Los barcos constituyen también una forma de vivir, y las poblaciones de las orillas están especializadas en la venta de productos necesarios para los viajeros: sandías, papayas y mangos, cestos, aperos de labranza, herramientas, rifles y cartuchos, peces guisados en patarasca, juanes de gallina... En Pucapango, un pueblín insignificante, la especialización son los loros. En la barrancada de barro que sirve de puerto esperan a los viajeros un par de decenas de hombres y de niños, cada uno con un lorito verde y amarillo atado con una cuerda por la pata y posado en el hombro de su dueño. Regateando el precio salen por unos tres euros. Y los vendedores aconsejan a su nuevo amo que, para enseñarlos a hablar, la mejor técnica consiste en meterles piojos en los oídos. (...)
PUEBLOS DE LA RIBERA Hay bellas poblaciones en el camino. La peruana Iquitos, por ejemplo, nacida como una misión jesuita y convertida en una gran urbe durante el boom del caucho, alberga hoy cerca de medio millón de almas. Sus noches son deliciosas para pasear en el malecón sobre el río. Y en el mercado del barrio lacustre de Belén, donde las casas en forma de palafitos se construyen tres metros por encima del suelo para mantenerse a salvo durante la época de inundaciones, pueden encontrarse ungüentos, pócimas y remedios para todos los males, tanto del amor como de la salud o del trabajo. A Iquitos, bordeada de selvas, sólo es posible llegar por avión o por barco. Siguiendo el río, en la llamada Triple Frontera se reúnen en una sola población la peruana Santa Rosa, la colombiana Leticia y la brasileña Tabatinga, incomunicadas también por tierra con otras localidades. (...)
Estas selvas y estos ríos de la región de Iquitos, así como las junglas colombianas del nordeste, sirvieron de escenario para novelas excelentes, como La Casa Verde y Pantaleón y las visitadoras, del peruano Mario Vargas Llosa, y el fenomenal libro La vorágine, del colombiano José Eustasio Rivera. Más abajo, en el tributario Madeira, a unos 1500 kilómetros del Amazonas, se escribió uno de los capítulos más locos de la historia amazónica: la construcción de un ferrocarril en el interior de la selva, un ferrocarril que apenas llegó a usarse, que costó una fortuna y que arrebató la vida, a causa sobre todo de la malaria, a más de 10 mil operarios, entre ellos casi 2 mil trabajadores gallegos llegados de Cuba. Aquel episodio ofreció tema a otra gran novela situada en la región: Mad María, del brasileño Marzio Souza.
Alojada en un recodo del río Negro, poco antes de su desembocadura en el Amazonas, Manaos es la ciudad más famosa y legendaria de la región. Todavía están en pie muchos edificios suntuosos de los que construyeronlos multimillonarios empresarios del caucho, y entre ellos el Teatro de la Opera, de 1896. Es un fastuoso y excéntrico capricho levantado para pregonar el poder ilimitado del dinero. Cuesta trabajo admirarlo si uno piensa en el precio que costó en sangre de indígenas esclavizados. Por otra parte, los muelles de Manaos son flotantes para prevenir la subida de las aguas, que pueden alcanzar los 14 metros por encima de su nivel normal en época de lluvias.
Río abajo, los bosques casi desaparecen, o bien por las talas masivas (el 80 por ciento de ellas son ilegales), o bien comidos por fuegos provocados (hay a diario unos 600 en la cuenca amazónica). La tierra se ensancha allí en pastizales que alimentan a manadas de bueyes cebúes y en plantaciones de grano y frutos. Asoman ahora la ciudad de Santarém, tan portuguesa, y luego Belém do Pará, ya en la boca del río, en donde hay un nuevo Palacio de la Opera, construido antes que el de Manaos, aunque no tan fastuoso. (...)
Pero el río no muere en las costas marinas. Su fuerza es tan grande que vence incluso a las mareas del océano y arrastra sus detritus hasta más de 300 kilómetros mar adentro z
* De El País Semanal.
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