KUALA LUMPUR > UNA MEGALóPOLIS DEL FUTURO
En el corazón del sudeste asiático, una ciudad ultramoderna cuyo símbolo son las Torres Petronas –las segundas más altas del mundo–, diseñadas por el tucumano César Pelli. A los costados de los rascacielos, una arquitectura colonial de estilo inglés convive con un viejísimo Chinatown y los trazos geométricos del Islam.
› Por Julián Varsavsky
A la ciudad medieval amurallada se ingresaba por un gran portal de madera. Más tarde, a la ciudad decimonónica europea se accedió por un paseo arbolado y un arco triunfal. Pero, como corresponde a estos tiempos, la entrada por excelencia a la metrópolis actual es el aeropuerto, símbolo de una modernidad que en Malasia se ha desatado con especial furor. El aeropuerto de Kuala Lumpur equivale a 42 canchas de fútbol y está preparado para recibir a 25 millones de pasajeros por año. En su interior se transita por gigantescos salones con paredes de vidrio interconectados por doscientas escaleras mecánicas. Y absolutamente todo –desde el despegue de los aviones hasta los millares de pasajeros que pasan por ahí– está dirigido por un sistema automático de computación central. Al desembarcar pareciera que uno ingresa en un mundo robotizado, un ámbito de frías estructuras geométricas con columnas de acero al desnudo que contrastan con la amabilidad de los empleados que realizan los trámites con asombrosa rapidez.
Lo primero que se observa cuando el taxi se desliza por la autopista que conduce a la ciudad es una vertiginosa fiebre edificadora: por doquier se ven grandes moles en construcción lanzadas a una frenética carrera por conquistar la altura en el kilométrico “corredor tecnológico” que se edifica en las afueras de Kuala Lumpur, una “cibercity” anexa que aspira a ser un centro mundial de desarrollo multimedia del siglo XXI.
En Kuala Lumpur da la sensación de que el cambio de milenio sucedió mucho antes que en otros lugares. Hay una profusión de rascacielos; algunos espejados y otros recubiertos con plateadas estrías de metal como indestructibles armaduras. Entre los edificios surcan las alturas a toda velocidad los trenes aéreos elevados sobre rieles a 20 metros del suelo. Por eso toma cuerpo en la ciudad el ideal del urbanista francés Le Corbusier, quien a mediados del siglo XX soñaba con ciudades-máquina funcionales a un mundo veloz y tecnificado donde una maraña de autopistas compartiera el espacio aéreo con las elevadas torres de oficinas.
Kuala Lumpur es una ciudad impecable, de punta en blanco. Es exageradamente ordenada y lujosa. Y se debe tener en cuenta que es la capital de uno de los “tigres asiáticos” más feroces; un país de éxitos comerciales, elevado desarrollo industrial y, en muchos casos, jornadas laborales interminables.
El símbolo del crecimiento malayo son las Torres Petronas, dos moles de 452 metros de alto que parecen naves espaciales en la cuenta regresiva para el despegue. Eran las más altas del mundo hasta hace pocos años y su diseñador fue el arquitecto tucumano César Pelli, quien las ideó para albergar las oficinas de la corporación petrolera Petronas. En lo que se refiere a los records, las Twin Towers superan por apenas 7 metros al edificio Sears de Chicago y están 16 metros por debajo del Taipei 101, el hoy más alto del mundo.
Las Torres Petronas se divisan desde toda la ciudad. La extraña seducción que despiertan es innegable, pero resulta difícil juzgarlas desde el punto de vista estético. Términos terrenales como “bello” o “feo” carecen de significado ante la irrefutable contundencia de esta obra de concreto y acero. Las torres humillan a los mortales cuando éstos osan pararse a sus pies para mirarlas con el cuello exigido hasta el dolor. Pero esa pequeñez se invierte al subir al último piso y se observa la ciudad como a través de los ojos de un dios omnipotente que controla su reino cibernético.
Hasta aquí, el rostro moderno de la ciudad. Pero quedarse sólo con esta imagen de Kuala Lumpur, que es un verdadero universo multifacético, sería superficial. La cultura malaya es el resultado de una interesante fusión con las razas china e hindú, a su vez marcada por la huella de la colonización inglesa. Pero el dato que termina de perfilar el rostro ecléctico de este país es que la religión predominante es el islamismo. La minoría hindú, por su parte, se envuelve en sus tradicionales saris femeninos. Y en el barrio Pequeña India es común cruzarse con hombres de turbante rojo y un tercer ojo de Shiva dibujado en la frente. A pesar de que existen diversos barrios étnicos, la tolerancia es la regla: en un mismo vecindario conviven grandes mezquitas, pagodas taoístas de paredes carmesí y algún recargado templo hindú con centenares de dioses en miniatura tallados en las cúpulas.
Una recorrida por la ciudad comienza frente a las fuentes de la Mezquita Nacional. Si se desea ingresar al templo es necesario descalzarse y demostrar una cautelosa sobriedad que no caracteriza a los turistas. De lo contrario lo invitarán amablemente a retirarse y se perderá la oportunidad de caminar sobre acolchonadas alfombras persas rodeadas por la refinada caligrafía coránica que decora las paredes. Un minarete blanco de 75 metros preside la mezquita, que combina los modelos de la arquitectura islámica con las líneas del modernismo.
Frente a la plaza Merdeka –identificable por una gran bandera malaya que ondula sobre el mástil más alto del mundo (95 metros)–, el Palacio del Sultán Abdul Samad irradia fulgores blancos. Es un ejemplo del estilo moro-victoriano de la época colonial que combina arcos árabes y cúpulas recubiertas de cobre con una torre-reloj de 41 metros similar al Big Ben londinense. Justo enfrente, una cancha de cricket precede al edificio estilo Tudor inglés del Selangor Club.
Aún falta explorar la cara más exótica de Kuala Lumpur. Hacia el sudeste de la plaza Merdeka se desemboca en el vibrante Chinatown, una jungla de negocios y letreros con ideogramas chinos. Los edificios históricos restaurados y el ambiente nostálgico de los viejos cafés trasladan al viajero directamente a la década del ’50. Entre las casas se esconden templos budistas de techos rojos, donde los fieles rezan de rodillas entre el humo de los sahumerios. En los negocios se vende de todo. Los más extravagantes ofrecen las hierbas de la medicina tradicional china, con sus vidrieras abarrotadas de tallos y raíces con una variedad casi infinita. En otros se venden antiguos Budas esculpidos en piedra, altos jarrones de porcelana con caracteres chinos, sellos imperiales de la Dinastía Ming y bastones con perfil de dragón.
Al declinar el día, la calle Petaling se hace peatonal y el Chinatown se convierte en un colorido y ruidoso mercado nocturno. Los puestos invaden las calles. Aparecen entonces los mercaderes nepaleses ofreciendo puñales gurkas, colgantes tibetanos y extrañas artesanías hindúes y birmanas. Los vendedores de falsificaciones también hacen su agosto: se consiguen camisas Armani a doce dólares y un reloj Rolex por apenas quince dólares. Centenares de pequeños restaurantes con mesitas en la vereda ofrecen la mejor comida china con todos sus manjares en exhibición colgados de ganchos: patos laqueados, peces y langostas azules vivas, y hasta cangrejos que atenazan a los distraídos.
Al recorrer Kuala Lumpur se toma contacto –mejor que en ningún otro lugar– con las paradojas de la mentada globalización y su choque con las culturas locales. En un primer pantallazo –si se hace abstracción de los ojos rasgados de la gente– se podría pensar que estamos en las calles de Nueva York o entre los negocios de un shopping center de Miami. Pero justamente por tratarse de uno de los países orientales más penetrados por la llamada cultura global, éste es también el lugar perfecto para contemplar los límites de dicho fenómeno. Si se observa con atención resulta evidente que la tradicional cultura de Malasia (incluyendo las influencias chinas e hindúes) aún opone muros infranqueables al avance cultural de Occidente. Los templos de la modernidad conviven con mezquitas y templos budistas e hinduistas. Un tramo a pie de apenas 20 minutos separa las colosales Torres Petronas del excéntrico Chinatown. Y es en estos enormes barrios étnicos donde pareciera que la influencia occidental no hizo pie ni lo hará nunca para algunos. Sólo así se entiende que, a pesar del desenfado de las modelos occidentales que posan en los carteles publicitarios –tanto en barrios antiguos como modernos–, la mayoría de las mujeres nativas cubre su cabeza con recatados chadores.
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