CUBA > HISTORIAS DE CINCO SIGLOS EN LA HABANA
Fue una antigua ciudad colonial, que supo estar rodeada por una muralla que la protegía del ataque de piratas y corsarios. Las angostas calles de piedra de La Habana Vieja, por donde deambuló la bohemia de mediados del siglo XX –desde Benny Moré y Bola de Nieve hasta Nicolás Guillén y Ernest Hemingway–, también cobijaron una vez al tango rioplatense, y descubrieron el amor en las letras de las habaneras.
› Por Combis Marina (texto y fotos)
En La Habana Vieja hay un pequeño barrio de calles estrechas y fachadas coloniales, que la gente conoce como la Loma del Angel. A un lado, en la calle Refugio, se levanta un ecléctico y majestuoso edificio construido en 1909 y decorado íntegramente por Tiffany, que fuera una vez el Palacio Presidencial de la República. Con su gran cúpula revestida de cerámica vidriada, hoy alberga al Museo de la Revolución, en cuyo interior se relata la gesta y el espíritu heroico del pueblo cubano. Pero este museo esconde en sus paredes otro secreto.
Al final de una interminable escalera de mármol, en un último y lejano piso, fuera del mundo y fuera de todo, se escribe una pequeña historia que contiene el alma rioplatense. A través de los grandes ventanales, el eterno sol de la isla se refleja sobre los cuerpos de un grupo de jóvenes que bailan en una tenue intimidad compartida. Sus pies se deslizan como susurros, con pasos tímidos que anhelan impetuosidad, pero que apenas si se animan a crear sutiles figuras en el amplio piso de baldosas. En Cuba, donde es siempre verano, esta vez no es la alegre melodía del son cubano lo que se escucha sino el sonido contundente del 2x4 porteño. Los cuerpos de los bailarines están encendidos de una manera insólita, porque están encendidos de tango. Son pocos pero fervientes estos jóvenes que ensayan cortes y quebradas, como queriendo recuperar aquella danza acompasada que hizo furor en la isla hacia mediados del siglo XX.
Dicen que el tango rioplatense llegó a Cuba medio de casualidad, allá por 1920, cuando el tenor argentino José Muñiz, de la Compañía Santa Cruz de Opera y Zarzuela, interpretó por primera vez Mi noche triste, ya estrenado por Gardel, y cuentan que el tenor cubano Mariano Meléndez cantó Milonguita, para que los intérpretes de la época se atreviesen a incorporar los temas más famosos a su repertorio. Con un aire gardeliano cantaban los varones de entonces; o como Rosita Quiroga, las mujeres. A la llegada de Hugo del Carril, Libertad Lamarque, Mercedes Simone, Charlo, Homero Manzi, Discépolo y Agustín Irusta, entre tantos, se suma el cine argentino que está de moda, y el tango hace furor. Sin embargo, la danza abrazada del arrabal porteño no llega a arraigar en la vorágine tropical de La Habana, y poco a poco va perdiendo presencia. Otras raíces, sin embargo, acompañan el ritmo encendido de la danza, hermanando el Caribe con Buenos Aires y Montevideo.
El tango del Río de la Plata es original y diferente, pero lleva en su génesis memorias andaluzas y africanas. Se alimenta del ritmo de habaneras, tangos españoles, milongas y milongones, se presiente en las zarzuelas y en las contradanzas. En la isla, en cambio, nacen otras melodías que se nutren del ritmo “tangó” que suena en los barracones de los esclavos africanos, en los puertos y en las tabernas, y que por mar viajan a Cádiz para gestar el tango andaluz, que se canta y también se baila. Las habaneras saben a puerto y saben a mar, hablan de amores tiernos y pasiones voluptuosas, y bailan, como el tango, al ritmo del 2x4.
Tiene una historia mal contada este ritmo que alimenta las contradanzas, danzas y danzones de Cuba, y que inspira a los músicos de España y América, porque se llama así a la danza cubana, a la habanera erudita, a la música de moda que bailaba lenta y melancólicamente la burguesía de la época. Hay quienes dicen que la primera habanera, El amor en el baile, se estrenó en 1842 en el Café de La Lonja, junto a la Plaza de Armas, pero la que sale al mundo con ese nombre es canción más que danza, y la compone en 1855 el español Sebastián Yradier: La Paloma. Recién en 1890, el compositor cubano Eduardo Sánchez de Fuentes estrena la habanera Tú, que sale de la isla al mundo: “En Cuba, / isla hermosa del ardiente sol, / bajo su cielo azul, / adorable trigueña, / de todas las flores, / la reina eres tú”. Con el tiempo, la canción habanera va quedando en la memoria. La danza cubana, que viene de la contra-danse francesa del siglo XVIII, se convertirá en danzón. Al Oriente, de voces campesinas nace el son cubano para relatar las historias cotidianas que se irán haciendo canto de tanto andar.
Poco queda de la muralla que supo proteger a la vieja Habana del ataque de los piratas, pero la ciudad conserva casi intacta la herencia española en América. Las estrechas calles adoquinadas del Casco Histórico recuerdan la arquitectura recomendada por las Leyes de Indias: “En lugares de frío serán las calles anchas; y en las calientes, angostas”. Cada esquina parece reproducir un rincón de las pequeñas ciudades ibéricas del siglo XVI: palacios señoriales cuyos grandes portales tallados se abren a jardines floridos, patios con aljibe, fantasías andaluzas y árabes, faroles de hierro fundido y azulejos de Sevilla.
Esta ciudad nacida de su puerto recuerda un poco a Cádiz y a Tenerife, con las que mantuvo un intenso intercambio desde los primeros tiempos del Descubrimiento. Son un ejemplo del barroco hispanoamericano esos gigantescos castillos, los palacios señoriales, las iglesias portentosas, las rejas que se retuercen como enredaderas floridas, los vitrales que transcriben el cromatismo imposible del Caribe, las callejuelas estrechas. Muestran la plenitud de un “espíritu barroco, legítimamente antillano, mestizo de cuanto se trasculturizó en estas islas del Mediterráneo americano”, como los describía Alejo Carpentier en La ciudad de las columnas, su elegía habanera.
En el corazón de la ciudad antigua, la Plaza de Armas, la de la Catedral coronada por la antigua iglesia de la Compañía de Jesús, y el Castillo de la Real Fuerza que defendió la ciudad de los corsarios, vienen del siglo XVI, y de un siglo después la plaza de San Francisco, la Plaza Vieja, el Palacio de los Capitanes Generales o el Convento de la Merced. Por todas partes relucen las enormes iglesias, las mansiones fastuosas de los conquistadores, los viejos comercios, vueltos a la vida para permitir el redescubrimiento de una ciudad que no olvida su pasado, porque la memoria es un acto supremo. “Llamar la resurrección de lo que parecía como muerto, resultaría a miradas pueriles una cruzada romántica –escribe Eusebio Leal, el historiador de La Habana–. Nuestros menesteres proyectan otras formas de la esperanza: aquella que nace de la recuperación de la memoria, del sueño compartido por muchos...” A lo lejos resuena, como siempre, el cañonazo nocturno de la Fortaleza de San Carlos de la Cabaña. Cierra la muralla.
Estas callejuelas de antaño son como las páginas de un libro donde habitan personajes misteriosos, bodegones oscuros, tiernos bohemios. En la vorágine cotidiana de la calle Obispo, estrecha para que el sol del Caribe no amanezca sin piedad sobre los noctámbulos, sigue en pie la terraza florida del Hotel Ambos Mundos, donde Ernest Hemingway pasaba horas con sus amigos para mirar el mar y beber mojito. Músicos y poetas frecuentaban las barras del bar El Floridita, famoso por los daiquiris de Don Constante, o del bar La Dichosa para sumergirse en un vaso de canchánchara, ese aguardiente de caña del tiempo de la Colonia. A unas cuadras, en la primera calle empedrada de la vieja Habana, está la taberna fundada por el Gallego Martínez que, empotrada entre viviendas y almacenes, tomó el nombre de La Bodeguita del Medio para acunar a la bohemia cubana. Allí se reunían por las noches el músico cubano Benny Moré, Bola de Nieve, Carlos Puebla, Pablo Neruda, Alejo Carpentier o Nicolás Guillén, uno de sus clientes más asiduos.
La década del ‘50 supo albergar a curiosos personajes callejeros que se hicieron agradablemente cotidianos. Fue famoso “El organillero de La Habana Vieja”, que encasquetado con un gorro rojo recorría la ciudad con su monito amaestrado, su organillo y unas “claves” que hacía sonar para no olvidar el Caribe. Por otras esquinas andaba “La Marquesa”, que no tenía ni una gota de sangre azul, siempre vestida con un sombrero morado, una mantilla desgarbada y una carterita de charol, abriendo su bolso mientras pedía con voz pícara: “Billetes, sólo billetes, yo soy una marquesa”. Inmortalizada por la canción de José Fajardo, Olga, la de los tamales, se sentaba en la esquina de Prado y Neptuno con su lata y su pregón tamalero; fue tal vez la más famosa de los personajes habaneros de aquella época, porque hasta el Buena Vista Social Club siguió cantando aquel inolvidable cha cha chá que decía: “Pican, no pican, los tamalitos que vende Olga”.
Hoy son otros personajes los que se instalan en las calles del Casco Histórico, que se parecen a los de antes, pero que no son sino una imagen recreada de otros tiempos. Una mujer vestida de mulata cubana, bata blanca, pañuelo rojo en la cabeza y habano, no es la verdadera “Mamá Inés” con la que todos los negros tomaban café. Un moreno elegante de anteojos oscuros y flor en el ojal tampoco es el “Caballero de París”, pero quisiera serlo. Frente a la Plaza de la Catedral, “Los Mambises” calientan las calles con el son de la lejana guajira. En ese gran teatro callejero, “Tropazancos-Cubansi” vuelve a la vida aquellos bailes sobre zancos que los africanos llevaron a Cuba, como en los carnavales de antaño que inundaban de colores las calles con sus comparsas y sus negros esclavos disfrazados. Es la cultura viva, esa que el poeta Ernesto Cardenal decía que no debe ser para unos pocos sino para todos.
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