Dom 11.06.2006
turismo

FUTBOL > LA úLTIMA SEDE

Berlín, siempre mundial

Si hubiera una ciudad campeona de historia durante el siglo XX sería la capital alemana: la guerra, el nazismo, el comunismo, el Muro, la reunificación, la transformación arquitectónica y la vitalidad creativa y multicultural de sus habitantes la han convertido en única. Berlín era ya mucho Berlín antes del fútbol.

› Por Lola Huete Machado *

Si alguien le dice que el fútbol es el deporte nacional en Alemania, no lo crea. Le están metiendo un gol. En Berlín, donde se jugará en julio la final del Mundial, los más practicados son otros bien distintos: el arte de la barbacoa en cualquier lugar en cuanto asoma un tímido rayo de sol (grillen lo llaman); el del despelote (freikörperkultur es el término), unido o no a lo anterior, y el de observar a los otros sin que parezca que observas, como que ni existieran, para poder así hacer luego lo que a uno le venga en gana sin preguntar, juzgar o pedir cuentas, y que a uno no le pregunten, juzguen o pidan cuentas. Es decir, hacer y dejar hacer. Ese es el quid de la cuestión berlinesa.

No es que aquí no importe el fútbol y en las otras once sedes del Mundial sí. No. Pero el berlinés auténtico nunca renunciará a su forma de vida ni aunque hasta el periódico más izquierdista (Taz, la voz de la escena alternativa) le haya dedicado al balompié un suplemento de 112 páginas que ha titulado “Esto es amor”. “Esta ciudad soportó todo el siglo XX y va a sobrevivir a Klaus Wowereit [el actual alcalde, muy popular por declarar su homosexualidad y por participar incansablemente en todos los eventos], así que ¡podremos resistir el Mundial!”, bromea un grupo de mujeres en lo que parece ser Radio Energie, emisora tipo hits que escucha el taxista, un iraní apellidado Ghadamgahi.

Veamos la estadística básica de la ciudad. Un total de 3.390.444 habitantes, un 50 por ciento de hogares monoparentales, 150.693 tilos, 79.567 camas hoteleras, 16.570 euros por persona de deuda (está arruinada), 5900 hectáreas de agua (lagos, canales o ríos), 4500 artistas, 2.498 imbiss (puestos de salchichas), 979 puentes, 421 canciones sobre ella misma, 182 embajadas, 47 teatros, 41 piscinas, casi un 20 por ciento de extranjeros (mayoría turca) en algunas zonas, 12 distritos, 4 prisiones, 3 aeropuertos, 2 torres de televisión... A estos datos, el Zitty, una de las dos guías del ocio imprescindibles (la otra es Tip) para orientarse entre la mastodóntica oferta cultural, lo denomina “typisch Berlin”. La mayor responsabilidad sobre ese tipismo la tiene la historia del siglo XX, que se encaprichó sin remedio de esta ciudad situada entre el este y el oeste del norte de Europa y la sometió a toda clase de vaivenes sociales y políticos. La convirtió en única.

A esto hay que añadir además la impronta del berlinés auténtico (el que asegura haberlo vivido todo, todo), concepto que define a un ser independiente, abierto, tolerante y crítico que siempre esconde un artista en su interior; amante de la cerveza, las salchichas al curry y el donner kebah: charlatán, activo, bien preparado, depresivo cíclico, prusiano a su pesar, desaliñado en el vestir y sibarita en el vivir.

Un estilo de ciudadano que marca los hábitos de la metrópoli: gusta del paseo, la bici, el chapuzón, el bricolaje y el movimiento prolentitud de vida; trabaja lo imprescindible y consume lo justo, y, si es posible, en un segunda mano o un bioladen (tienda de productos ecológicos); protesta y se manifiesta con fruición (especialmente contra el presidente George W. Bush, los neonazis y durante el Primero de Mayo, porque es una tradición en Kreuzberg), y al momento toma un avión con destino a Mallorca. Llena teatros, óperas y galerías, de día; clubes de cualquier tendencia, género o estilo musical, hasta el amanecer (con esa luz tamizada, tan berlinesa) y los mercadillos tras el brunch, los domingos.

Lo apuntó ya el escritor Theodor Fontane en el siglo XIX con mucha visión de futuro: “Ante Dios, todos los seres humanos somos berlineses”. Y lo somos: en ella está representada la humanidad entera.

“Aquí no es como en el resto de Alemania. Aquí se sabe disfrutar de la vida”, asegura el taxista Ghadamgahi, casado con una alemana desde hace dos décadas y, por lo tanto, experto. Mientras conduce su Mercedes va señalando las novedades, porque intuye que sabemos que Berlín es siempre intangible y móvil. Por una de esas novedades circulamos: el túnel de la Hauptbahnhof, la nueva estación central, que transcurre bajo el barrio gubernamental y desemboca en la Potsdamer Platz, esa amalgama de rascacielos, restaurantes y centros comerciales donde difícilmente, salvo que se celebre el festival de cine, se topará nadie con un berlinés de los antes citados. “Es la más grande de Europa. Mírela”, dice el taxista guía. Y miramos. Donde antes existía una vieja estación de cercanías (sbahn) de ladrillo llamada Lehrter Bahnhof se ve ahora un complejo de 85.000 toneladas de acero y mucho cristal, construido en 13 años por el arquitecto Meinhard von Gerkan no sin disgustos, porque él quería hacerla aún más larga y espectacular: “Un lugar por el que pasan 300 mil personas al día tienen la obligación de representar a la arquitectura alemana”, dijo.

El edificio debe contemplarse desde su interior, desde los andenes, mientras los encargados de limpiar el vidrio se cuelgan por fuera en lo alto con arneses y simulan ser Spiderman. Es bajarse de un convoy cualquiera y apreciar al instante su alto grado de evocación casi pictórica: el cielo, allí en lo alto, con Dios o sin él; el poder político (el Parlamento alemán o la Cancillería, donde despacha ahora la popular y conservadora Angela Merkel...), de frente; los barrios desolados y turcos de Moabit y Wedding, detrás; el hospital de la Charité y la Friedrischstrasse, a un lado... Hay algo más. Al girar lo vemos: un anuncio gigante y bien rojo de Coca-Cola, una de las 15 marcas patrocinadoras del evento futbolístico: “Si nos atenemos a la estadística, Alemania siempre fue campeona... en Alemania”. Da ánimos.

La superestación se suma a las muchas edificaciones levantadas en Berlín en los noventa. Donde antes había descampados de frontera se alzan rascacielos, donde se caían las fachadas hay avenidas de moda, por donde discurrían los canales del Spree se pisa tierra firme. Otra cicatriz cosida. Y otro de esos rincones que se convierten en símbolo. Rezuman historia. Para apreciar esta sensación, quizá se deba practicar alguna de esas recomendaciones:

1

Seguir el rastro de los 150 kilómetros del famoso muro de Berlín en bicicleta, en patines o andando. Cuesta creer que todo ese paisaje grandioso (sobre todo en el extrarradio) estuviera 28 años separado.

2

Visitar la llamada Gleis 17 en la estación de cercanías de Grunewald, desde donde enviaban a los judíos hacia los campos de exterminio. Uno de los monumentos más impactantes y desconocidos sobre las víctimas del nazismo. Los datos grabados sobre las vías indican día, lugar de origen y de destino (Theresienstadt, Auschwitz...), y número de viajeros.

3

Recorrer la avenida del Kudamm, con sus tiendas de marca, sus cafés, las fachadas de sus casas señoriales: es el Oeste más burgués, rico y ostentoso. Un Berlín de ayer y de hoy. Luego subirse al metro y aparecer en Marzahn, barrio del Este: decenas de bloques inmensos idénticos, casas colmena modelo socialista y puestos de salchichas en los cruces de las calles.

4

Acercarse al monumento soviético en el parque de Treptow por la liberación de Berlín en 1945: los rusos de la ciudad lo siguen honrando cada año, con disparos al aire incluidos. Aunque se lo ofrecieron, el soldado que sirvió de modelo nunca quiso nacionalizarse alemán.

5

Sentarse en uno de los muchos cafés en cualquier esquina de Kreuzberg, Prenzlauer Berg o Mitte y dedicarse a mirar durante una mañana entera. Quien lo desee, que hojee la prensa: parecerá berlinés. Programar una visita a un club cada noche, necesitará más de cien.

6

Pasar, sin dudarlo, a todos los patios encadenados que encuentre. Esconden algunas sorpresas. La configuración interna de los edificios berlineses de principios del siglo XX (los llaman kasernen: cuarteles) es una metáfora de la ciudad: hay mucho dentro, pero a veces no se ve.

7

Visitar algunas ciudades vecinas como Potsdam o Köpernick y algunos de sus lagos. Súmese a uno de los recorridos en barco desde el Nikolassee. Allí se ven las hermosas villas construidas a la orilla del agua. Mucho de la guerra se decidió allí.

8

Para descansar, tomar un autobús urbano –el 100 o el N29, por ejemplo–, acomodarse en la parte alta y dejarse llevar.

LA HISTORIA

¡Uf! ¿A quién le importa ahora, si habrá jugadores e hinchas por todos lados y Nike ha colocado sus graffitis con los colores de la selección brasileña y el lema “Joga bonito” hasta en el mismísimo Tacheles, el centro artístico okupa más famoso? La historia más reciente de Berlín se podría contar estupendamente a través de él, levantado como centro comercial en 1907, ocupado por un grupo de artistas en 1990 y vendido ya a una inmobiliaria.

Pero vale también usar como referencia el nacimiento de la revista antes citada, Zitty. Vio la luz en 1977, en un tiempo en que Berlín eran dos mitades y esa parte occidental y capitalista disfrutaba de grandes privilegios occidentales y capitalistas. Ante todo, políticamente, no convenía que la ciudad, una isla en tierra comunista, quedara deshabitada.

Cuestión de imagen. Como lo fue en 1969 la construcción de la torre de la televisión de Berlín Este, en la Alexanderplatz. Su silueta destaca más hoy porque Telekom, otro patrocinador, la ha transformado en balón de fútbol rosa. El pirulí del régimen era prueba de la potencia y el buen arte de construir socialista: 368 metros y un café giratorio en lo alto que aún conserva su estilo retro. Las vistas, espectaculares, lo han convertido en uno de los edificios más visitados. En un día claro se puede abarcar a todo Berlín: un paisaje sembrado de edificios, el verde claro de los parques cercanos y el más oscuro de los lejanos bosques, hasta Brandenburgo y el azul de los lagos parecen marcar el horizonte. Las colas para ascender son de horas. Algo similar a lo que ocurre para subir a la cúpula del Reichstag, del arquitecto británico Norman Foster, uno más de los muchos nombres internacionales que han diseñado y diseñan el nuevo Berlín.

* De El País Semanal.

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