Dom 25.06.2006
turismo

CHILE > EL MUNDO MáGICO DE CHILOé

Archipiélago misterioso

Son cuarenta islas que resguardan unas singulares iglesias, rodeadas de historias extrañas y leyendas imposibles. Junto a la costa, unas curiosas casas de colores se levantan sobre palafitos y cuando sus dueños se cansan del paisaje las suben a una plataforma tirada por bueyes y las cambian de lugar. Y si fuese necesario, también las sacan a navegar.

› Por Marina Combis

Los “chilotes” son los indómitos habitantes del archipiélago de Chiloé –curtidos con los vientos del sur–, quienes aprendieron a dominar las aguas turbulentas para hacerse pescadores y a cultivar las tierras ásperas como colonos de otros tiempos. Se nutrieron de antiguas tradiciones indígenas y de españoles tempranos, de religiones importadas, de inmigrantes alemanes, austríacos, ingleses y franceses sin oficio, quienes ya son parte de estas islas mitológicas de loberos y piratas.

Abrazada por las aguas del Océano Pacífico, la Isla Grande de Chiloé es la segunda en extensión de Sudamérica después de aquella otra del mismo nombre en Tierra del Fuego. A su alrededor las pequeñas islas separadas por estrechos canales obligan a sus habitantes a convertirse en dueños del mar. Allí vivían los chonos, hábiles navegantes que guiaron a los expedicionarios españoles hasta el sur de Chile, quienes se extinguieron hacia fines del siglo XVIII. Desde el continente llegaron los huilliches, pueblos araucanos que sentaron sus raíces en estas islas. Y por mar vinieron los españoles, buscando nuevas riquezas para saquear.

Treinta años después de haberse descubierto el estrecho de Magallanes, el conquistador y gobernador general de Chile Pedro de Valdivia envió a la zona al capitán Francisco de Ulloa, quien recorrió toda las costas dando nombre a puertos, islas y canales.

Durante los años que siguieron a la conquista, Chiloé sufrió una constante sangría demográfica producto del tráfico ilegal de indios encomendados hacia los lavaderos de oro de Chile central, que sólo se detuvo con la gran rebelión mapuche de fines del siglo XVI. Sin embargo, el régimen de encomienda al que estaban sometidos los indígenas ocasionaba sucesivos conflictos, hasta que fue abolido en 1780. La sociedad chilota del siglo XVIII basó su economía en la exportación de madera al Virreinato del Perú. Y mientras tanto los misioneros jesuitas y franciscanos levantaron numerosas iglesias en los poblados isleños.

Casas levantadas sobre pilotes de madera en Castro.

A principios del siglo XIX llegó a las islas el comandante Fitz Roy al mando del “Beagle”. Formaba parte de su tripulación el naturalista Carlos Darwin, quien no podía ocultar su asombro por la pacífica existencia de los isleños. La población española se había mezclado definitivamente con la nativa y todos aprendieron a sobrevivir con los limitados recursos que ofrecían el mar, el bosque y la tierra, dando forma a una cultura cargada de sincretismo y tradiciones muy propias.

Casas Viajeras

Las casas viajan por mar de una isla a otra.

Unos 1000 kilómetros al sur de Santiago de Chile, al fondo de una pequeña bahía, está la ciudad de Puerto Montt, desde donde se accede a los transbordadores que van a la Isla Grande de Chiloé. Al desembarcar la brisa marina sopla suavemente sobre Chacao, una pequeña aldea agrícola que es la puerta de entrada a esta isla diferente. Cada pueblo tiene su propia fisonomía. Castro, la actual capital de Chiloé, es la tercera ciudad más antigua de Chile. Fundada en 1567, sobresale por sus viviendas costeras levantadas sobre palafitos. En sus astilleros se construyen barcos con madera de ciprés, mientras las ollas de las “cocinerías” incorporan al viento el aroma de las comidas y los frutos de mar. Al norte de la isla, la pequeña ciudad de Ancud fue fundada en 1767 para defender, desde el Fuerte de San Antonio, los barcos que circulaban por el cabo de Hornos. Dalcahue, otro poblado “mágico”, es el puerto obligado para pasar a la Isla de Quinchao.

Cucao, Quellón y Quemchi son los nombres de estos pueblos que parecen salidos de un cuento infantil, al igual que las antiguas casas de la isla, construidas enteramente con madera y revestidas con tejuelas de alerce. Por las calles de los poblados proliferan puertas multicolores y jardines floridos, viviendas empinadas que parecen del Lejano Oeste, frentes revestidos de tejuelas y balcones de madera. En cada pequeña isla del archipiélago no falta por lo menos una iglesia. De las sesenta construcciones religiosas que todavía se conservan, dieciséis fueron declaradas Patrimonio de la Humanidad por la Unesco. La de Achao, que es la más antigua de las iglesias chilotas en pie, fue construida alrededor de 1740. La de Quinchao es la más grande. Y luego están la de Castro, la de Chonchi... todas con sus columnas primorosamente talladas, sus campanarios policromados y sus techos de tablas de alerce.

En Chiloé, algunas veces las casas viajan. Cuando un chilote decide mudarse de isla, vecinos y amigos unen sus manos para un evento colectivo y tradicional, llamado la “minga de tiradura de casas”. Las pequeñas viviendas de madera son echadas al mar y entonces flotan por los canales de un sector a otro del archipiélago, amarradas a una lancha o arrastradas desde la costa por una yunta de bueyes. El trabajo debe hacerse con sumo cuidado para no dañar la estructura de madera de la casa. Una vez en tierra, los hombres la desplazan con la ayuda de gruesas sogas y rodillos de madera hasta colocarla en su nuevo destino.

Alma Chilota

Chiloé es un paraíso de artesanos que se las ingenian para fabricar los objetos necesarios para la vida cotidiana. Los chilotes aprendieron a construir botes, chalupas y lanchones, y la madera se hizo dueña de las casas que se levantan con sierra y hachuela. También con madera se hacen los molinos y las prensas para extraer el jugo de las manzanas. Para mariscar hacen cestos que resisten al agua de mar, y para la cosecha de papa crean canastos que no ceden nunca. Excelentes tejedores, producen en telar hermosas alfombras, mantas y chompas que tiñen con tintes naturales. Los domingos las mujeres salen a vender sus productos en los mercados de Achao, Castro, Ancud o Dalcahue, y luego regresan a sus telares donde construyen con paciencia los símbolos de su identidad.

Estos mercados no sólo convocan a los artesanos sino que se convierten en verdaderos acontecimientos populares. Flota en el aire el aroma inconcebible de las comidas y suena la música nacida en estas islas prodigiosas. El “curanto”, que todavía se suele cocinar en un hoyo en la tierra, también se prepara en grandes ollas en las que se colocan, en sucesivas capas, las verduras locales, mariscos, papas, chorizos, el “chapalele” de harina de trigo y la carne de cordero. Al rescoldo se cuecen el “milcao”, la “mella”, el “chuañe”, panes de trigo y sobre todo de papa. En un largo palo de madera que hace de asador se prepara la “chochoca”, que suele reemplazar al pan en el desayuno. Infaltable, la “chicha” de manzana alegra las comidas de la tierra y aquellas del mar, como las cholgas, las navajuelas, los erizos y los pescados.

La música acompaña la fiesta. En Chiloé sólo se oye cantar a los hombres, de a uno, de a dos, de a tres o de a cuatro, acompañándose con un acordeón, guitarra o tambor. Del contrapunto nace la cueca, que todos bailan, y del folklore chilote otras danzas de tiempo antiguo como “La Pericona”, “El chocolate” o “La nave”, y también la “Sirilla”, que se baila entre zapateos y pañuelos mientras una voz bien templada canta: “Ay, la sirilla me pides,/ay, la sirilla me das,/unas son bien amarillas,/y otras muy verdes serán”.

Cosa de brujos

Una antigua casa de madera en Chonchi, la “ciudad de los tres pisos”.

Tierra de leyendas, de precisa realidad y mágica invención, en Chiloé nacieron los mitos ancestrales que dieron forma a un “mundo paralelo” de creencias que aún impregnan el imaginario colectivo de su pueblo. Todo se remonta a varios siglos atrás, cuando en el archipiélago vivían algunas comunidades indígenas dispersas en pequeñas aldeas, las cuales interpretaban los fenómenos de la naturaleza como sucesos mágicos, y creían tener poderes sobrenaturales. Con la llegada de los españoles se intentó mantener en secreto muchos de estos ritos, por temor a que quienes los practicaban fueran acusados de herejía.

Mucho tiempo después, en el siglo XIX, existió una sociedad secreta llamada “La Mayoría” o “La Recta Provincia”, de la que participaban hombres y mujeres que habían sido capaces de superar difíciles pruebas en el arte de la brujería. Esta institución fue tejiendo una extensa red que hacía las veces de una suerte de Estado paralelo, con fuerte influencia en la población campesina que presentaba ante ella sus demandas. En 1880 el gobernador Martiniano Rodríguez decidió poner fin a esa organización que había alcanzado un inusitado poder, e impulsó el “Juicio a los Brujos de Chiloé”. Muchos fueron encarcelados con acusaciones falsas y la institución quedó poco a poco en el olvido.

Pero viejos fantasmas todavía recorren las islas del sur, y algunos pescadores relatan los encuentros fantásticos que tienen con los brujos, siempre vestidos con el “macuñ” o poncho que les permite volar. Así siguen recorriendo las calles y las aguas esas leyendas nacidas del pensamiento mágico. Una de ellas es la del Caleuche, un barco fantasma que se dedica al contrabando y sólo navega por las noches. Los brujos que lo conducen seducen a sus perseguidores con fiestas y bailes a bordo para tomarlos luego como prisioneros. También está “El Trauco”, un enano que recorre el bosque luciendo su sombrero cónico y su ropaje de rafia que, a pesar de su horroroso aspecto, logra despertar en las mujeres una atracción irresistible. Su mujer es “La Fiura”, con un repugnante semblante, quien encarna el vicio y la perversidad.

En las noches de luna brilla el único cuerno que lleva en su frente “El Camahueto”, un ser parecido al unicornio que sería poseedor del germen de la vida. El archipiélago es entonces un paraíso natural para los viajeros y al mismo tiempo un universo de cultura y tradición. Chiloé, isla misteriosa de pescadores y de brujos que encuentran en sus penínsulas, sus islas y sus faros, la fuente de inspiración donde la leyenda se confunde con la historia.

DATOS UTILES

Cómo llegar: La Isla Grande de Chiloé queda a 1186 kilómetros de Santiago y 90 kilómetros al sudoeste de Puerto Montt. Por avión se puede llegar desde Buenos Aires vía Santiago de Chile hasta Puerto Montt por la compañía LAN (U$S 479 con tasas). Tel.: 0810-9999-526 www.lan.com

En bus el viaje demora 17 horas desde Santiago hasta Castro.

Dónde informarse:

Embajada de Chile en Argentina.
Tel.: 4802-7020
www.sernatur.cl

Fotos: Carlos Mordo

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