PARIS > EL MUSEO GUIMET
Una de las colecciones de arte asiático más completas y variadas del mundo está en el Museo Guimet de París. 3500 piezas que testimonian cuatro mil años de historia, incluyendo estatuas hinduistas y budistas del imperio Khmer de Camboya hasta los tesoros que brotaban a todo lo largo de la Ruta de la Seda entre China y Roma, pinturas coreanas, porcelanas manchúes y marfiles de la dinastía Qing.
› Por Julián Varsavsky
Cuatro años después de su inauguración en 1885, el Museo Guimet de París hizo furor en Europa con la primera gran exposición dedicada a la historia de las religiones. El origen de la colección se remonta a 1879 cuando un industrial siderúrgico muy viajero llamado Guimet creó su museo en Lyon para exhibir las piezas de arte oriental que había ido obteniendo gracias a los hallazgos (y quizá también saqueos) de las primeras expediciones arqueológicas francesas. Pero el edificio quedó chico ante el crecimiento constante del número de obras, así que el mismo Guimet patrocinó la construcción de una nueva sede en París, que más tarde se nutriría con las obras del Museo Indochino de París y con las provenientes del Louvre (Tíbet y Asia central) a cambio de las piezas egipcias del Guimet. Entre 1997 y 2001, el edificio parisino fue cerrado para una millonaria ampliación y remodelación que incluyó la iluminación de las piezas con luz natural y la instalación de medios audiovisuales. Hoy el Museo Guimet es uno de los mejores museos de arte oriental del mundo, con 45 mil tesoros de los cuales solamente se exhiben unos 3500, abarcando piezas que van desde el siglo XVIII antes de Cristo hasta el XVIII de nuestra era.
Cuando los célebres pintores de paisajes chinos del Medioevo creaban sus obras, no lo hacían para decorar las paredes de un palacio sino con fines mucho más espirituales. Esos cuadros rectangulares pintados sobre seda, que se guardaban enrollados en estuches de madera, eran desplegados en los momentos de calma e intimidad absolutas, del mismo modo en que se abre un libro de poesía. Su contemplación era el punto de partida para sumirse en la meditación interior, la misma que impulsaba al artista a pasarse horas admirando un paisaje que luego reproducía al volver a su casa. Con frecuencia el pintor añadía unas líneas poéticas que reflejaban su dominio del arte de la caligrafía china. En aquellos cuadros de perspectiva bidimensional abundaban unas extrañas montañas de punta roma emergiendo entre las nubes, y estrechos sampanes de bambú surcando el río sin dejar estela. En la lejanía, entre los pinos y las cañadas de bambú, una inalcanzable pagoda roja de cinco pisos podía coronar un cerro cubierto por la vegetación. Estos paisajes de belleza idílica –inspirados en el extremo sur de China (provincia de Guangxi)– se pueden admirar en el privilegiado Museo Guimet. Entre las obras maestras de pintura en rollos horizontales chinos está “Paisaje”, pintado por Zhu Da (1626-1705), y “Los Montes Jingting en otoño”, de Shi Tao, creado por el artista en homenaje al rebelde pintor Huang Kong Wang (1269-1345), uno de los grandes maestros de la dinastía Yuan enfrentado al manierismo de la academia de los Song del sur, famoso por la gran sencillez de sus recursos expresivos (utilizaba pequeños puntos de tinta).
La colección general de 20 mil objetos dedicada al arte del país de las maravillas que asombró a Marco Polo es la más completa que hay en Europa (la más importante que existe es la del Museo Nacional del Palacio de Taipei). Entre las piezas de arte chino están los admirables jades del Neolítico con traslúcidos colores y también los recipientes rituales de bronce de la dinastía Shang (siglos XVIII al XII a. C.). Una serie muy curiosa es la de los mingqi, unos objetos brillantes encontrados en los ajuares funerarios de las tumbas Han (206 a. C. al 220 d. C.) y que están entre lo más refinado de la estatuaria china.
En las salas del primer piso del museo está el área dedicada a India y todas las culturas que recibieron su influencia en el sudeste asiático (Sri Lanka, Camboya, Tailandia, Birmania, Malasia, Vietnam, Laos e Indonesia). Por un lado, está la exhibición más completa que existe sobre escultura Khmer, incluso comparada con las que hay dentro mismo de Camboya (donde queda muy poco, fruto del saqueo colonial y de las guerras internas). Allí se pueden ver las estatuas budistas y por sobre todo hinduistas que pertenecieron a la ciudad sagrada de Angkor, que estuvo perdida en la selva hasta que fue redescubierta en perfecto estado por los occidentales en 1860. Las obras de esta cultura –como una famosa cabeza de piedra del emperador Jayavarman VII– datan aproximadamente del año mil. Pero la obra mayor de los Khemer está custodiando la entrada al Hall Central del museo, donde el visitante se topa con toda la exuberancia de una monumental cobra de siete cabezas procedente de la “Calzada de los Gigantes” del templo Preah Khan de Angkor. Esta “naga” o cobra petrificada impactó tanto a un oficial de Napoleón III que decidió desarmarla y traerla fragmentada hasta París, donde fue vuelta a armar en la Exposición Universal de 1878.
La sección propiamente hindú incluye piezas de terracota, piedra, bronce y madera con las imágenes del complejo panteón bramánico, abarcando desde el tercer milenio antes de Cristo hasta los siglos XVIII y XIX de nuestra era. Algunos de los restos arqueológicos del sur de la India que se exhiben en las vitrinas revelan los nexos entre esa cultura y el Imperio Romano. En el resto de las salas dedicadas al Valle del Indo hay más arte budista e hinduista de las culturas Champa, en el antiguo Vietnam, y Sukhotai y Ayutthaya de Tailandia.
En la primera planta del museo está la biblioteca, donde llaman la atención de todo el mundo las miniaturas de Mongolia y las xilografías japonesas ukiyo (“mundo flotante”) del período Edo (1615-1868) que despertaron la admiración de los pintores parisinos en la segunda mitad del siglo XIX. Pero el verdadero interés de la biblioteca está en sus 100 mil volúmenes de arte antiguo y arqueología de Asia, además de una colección de mapas chinos de la Dinastía Qing y otra de fotografía etnográfica del siglo XIX con tomas hechas por las misiones militares francesas a Persia y Turquía. Entre los documentos musicales hay 2200 discos con grabaciones originales realizadas por las misiones etnográficas a mediados del siglo XX y también los registros de 180 grabaciones del Primer Congreso de Música Arabe realizado en El Cairo en 1931. También hay un millar de óperas chinas.
En el sector dedicado a los países del Himalaya están algunas de las obras más coloridas, como las thang-kas nepalesas y tibetanas (telas pintadas con imágenes budistas), y el arte procedente de la multinacional Ruta de la Seda inaugurada por los chinos del Imperio Han (siglo II a. C.) que llegaba hasta Roma. Entre ellas se cuentan los celebres marfiles descubiertos por el arqueólogo francés J. Hackin en Afganistán en 1937.
En la segunda planta del museo hay una deslumbrante colección de biombos japoneses y una casi infinita serie de cerámicas monocromas clásicas de China, Corea y Japón. Por último, están las salas de la colección japonesa que abarca desde los primitivos haniwa –unos cilindros de barro antropomórficos y zoomórficos– hasta las misteriosas máscaras de teatro “nó” y las sobrias pinturas sumi-e (“a la tinta china”).
Entre las novedades de la reinauguración hay una serie de obras que pudieron ser rearmadas gracias a las detectivescas pesquisas que se hicieron por museos de todo el mundo para recopilar los fragmentos de piezas descuartizadas por las depredaciones de los tiempos coloniales. Un ejemplo está en la colección de arte afgano, donde ahora se puede ver un pequeño Buda de piedra cuya cabeza estaba en Toulouse y el tronco en Luxemburgo.
Al recorrer el Museo Guimet la historia de las religiones orientales desfila como un vertiginoso za-pping imposible de asimilar. Si bien hay mucho para aprender entre estas galerías, el mayor disfrute nace de la conmoción de estar frente a algunos de los testimonios más significativos del arte oriental; unas obras que encierran un ruinoso misterio y hacen soñar con un pasado inasible de paraísos perdidos. Al recorrer los salones es inevitable caer en la trampa de querer ver y recordar todo este caos de obras. Pero no se puede, como tampoco pudo el pobre Guimet en su sueño fáustico de burgués ilustrado, que aspiraba a encerrar todo el Oriente entre cuatro paredes.
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