Dom 17.09.2006
turismo

TIBET > POR EL “TECHO DEL MUNDO”

Mística en el Himalaya

› Por Julián Varsavsky

En la meseta tibetana –rodeada en sus vastos límites por China, Mongolia, Nepal, Turquestán y Afganistán– está la ciudad más aislada y remota del mundo. Su nombre es Lhasa, capital del Tíbet, y es el centro de una cultura muy particular que se desarrolló durante siglos casi sin contacto con el mundo exterior, protegida por esa muralla de 4 mil metros de altura que es la cadena del Himalaya. Y quizá su inclemente temperatura invernal, que en invierno alcanza los 20 grados bajo cero, también desalentó la llegada de forasteros. De hecho, hasta la década del ‘60 del siglo XX, los habitantes de Lhasa vivían igual que en la Edad Media europea, sin caminos pavimentados, cloacas ni agua corriente. El inhóspito clima es tan seco todo el año que en las montañas los aldeanos tienen que colocar telas húmedas en las puertas y paredes de madera para que no se agrieten. Como casi no hay árboles, los postes de luz se hacen con ladrillo. Y al no haber leña para cremar a los muertos –que por tradición y por la dureza del suelo no se los entierra–, se los troza en pedacitos arrojándolos por los barrancos para que las aves de rapiña se ocupen de lo demás.

CIUDAD SAGRADA

Lhasa, cuyo nombre significa “Tierra de los espíritus”, es una de las legendarias ciudades religiosas del mundo, como La Meca, Jerusalén, Varanasi y Roma. Y su templo más sagrado es el Jokhang, ubicado en el centro del barrio antiguo de la ciudad. Su interior alberga una talla de Buda con 1300 años de antigüedad, la primera traída al Tíbet desde la India por una de las esposas del rey Tong Tsen Gampo en el siglo VI. Entre los tesoros que resguarda el templo hay una biblioteca con los primeros manuscritos budistas redactados en sánscrito que sirvieron para difundir la religión en el Tíbet. Curiosamente, muchos monjes caminan entre los estantes e incluso gatean debajo de ellos porque de esa forma adquirirían la sabiduría de los textos sin necesidad de leerlos. Y al rato, cualquiera de esos monjes puede ser “sorprendido” en el pabellón de oraciones, rezando con un texto sagrado en una mano y escondiendo en la otra su teléfono celular.

TEMPLOS Y MANTRAS

Un brazo tallado del templo de Jokhang se tiende sobre la ciudad de Lhasa.

La estética de los templos es uno de los aspectos que más atrae a los visitantes del Tíbet. A mediados del siglo XX había en el país más de 6 mil centros religiosos alrededor de los cuales giraban los aspectos principales de la vida. Algunos eran grandes monasterios que llegaron a albergar hasta 10 mil monjes. Toda familia tibetana trataba de tener al menos un hijo que optara por la vida monacal –los internaban desde pequeños en los monasterios–, algo que significaba un alto honor social. Sin embargo, la euforia de la Revolución Cultural arrasó con la mayoría de aquellos templos, respetando apenas una docena entre los que estaban los más importantes. En la actualidad, muchos han sido reconstruidos con apoyo del Estado y se los puede visitar. En sus sombríos interiores, iluminados por mecheros con aceite de yak, se pueden ver a los monjes entre el humo de los inciensos recitando los sutras que leen en unos libros carcomidos por el tiempo. En las paredes hay sobrecargados murales con la vida del Buda dibujada en perspectiva bidimensional, y cuelgan las coloridas thangkas que sirvieron históricamente como medio de difusión del budismo en toda China.

Muchos fieles son asiduos asistentes a los templos –van incluso todos los días– y se pasan el tiempo repitiendo el mantra nacional que reza: “Om mani padme hum” (Paz, la joya en el loto).

BUDISMO TIBETANO

La vertiente budista que llegó al Tíbet desde Nepal en el siglo VI es conocida como mahayana o Gran Vehículo, que se diferencia de la otra gran escuela llamada Theravada, predominante en el sudeste de Asia. Siglos más tarde, esta raíz principal comenzó a fundirse filosóficamente con la religión animista local al mismo tiempo que se nutría de influencias hinduistas mucho más antiguas que el budismo mismo, dando lugar a una nueva rama autóctona conocida como Vajrayana (o budismo tántrico). Esta tercera variante recibió los saberes tántricos de Bengala y Gujarat, en el norte de la India, cuyos matices son muy complejos de entender para un occidental.

Lo distintivo del Vajrayana es que con una serie de larguísimos ejercicios tántricos de yoga, meditación, conversaciones con los maestros y observación de mandalas, una persona puede alcanzar la “iluminación” o nirvana en el transcurso de una sola vida, mientras que en las otras vertientes religiosas este estado del alma es más bien lo que consigue el espíritu cuando se libra del ciclo de las reencarnaciones y finalmente se funde con el más allá (de esa forma se deja de sufrir). El Vajrayana es considerado el Gran Vehículo porque es la forma más rápida de alcanzar la “liberación”.

EL PALACIO POTALA

Arte tibetano. Las pinturas rectangulares o “thangkas” representan etapas en el camino al nirvana.

Al ser el Vajrayana originario del Tíbet, los budistas de esta rama tienen a la ciudad de Lhasa como su epicentro espiritual. Y el edificio que más los atrae –junto con el templo Jokhang– es el Palacio Potala, una residencia real donde vivieron varias generaciones de Dalai Lamas desde el año 631. El monumental edificio de 117 metros de altura tiene 13 pisos que trepan desde el pie de la colina de Hongshan. Sus techos son de cobre pintado con oro y las paredes de piedra con madera tienen un grosor de tres metros. El interior está dividido en unas mil habitaciones vacías, aunque algunas se pueden visitar. La estructura del palacio tiene tres partes: el Palacio Blanco, que era el lugar de estudio y dormitorio del Lama; el Palacio Rojo central, destinado a la lectura de los sutras; y la sala de las stupas, donde descansan los restos de los lamas anteriores. La más famosa de estas stupas es la del Dalai Lama V –de 15 metros de altura–, recubierta con 3724 kilos de pan de oro y adornada con 15 mil diamantes, rubíes, esmeraldas y ágatas.

LAS “THANGKAS”

Las pinturas rectangulares enrolladas o thangkas ocupan un lugar primordial en el arte decorativo del Tíbet. Normalmente cuelgan en las paredes de los templos y sirven como soporte para la meditación. La técnica consiste en pintar con pinceles sobre un lienzo de algodón, aunque también se usan el bordado y el pegado de retazos de tela con vivos colores. Los motivos son, por supuesto, budistas y refieren a las distintas etapas en el camino del “iluminado” hasta alcanzar el nirvana. El diseño en sí responde a esquemas muy estrictos, compuestos alrededor de un punto central desde donde nacen una serie de simetrías que combinan la abstracción de los mandalas con imágenes figurativas del Buda. Tienen algo de laberíntico y de hipnótico, y los tibetanos no las consideran obras de arte en sí –al menos en el sentido occidental del término– sino que el disfrute y el sentido de la obra está en el proceso de su ejecución, restringido, por supuesto, al grupo de creadores, por lo general monjes de un monasterio para quienes el acto artístico es una experiencia de goce místico. Una vez culminada, la obra pierde su valor principal.

Una mujer tibetana hace girar su rueda de oración, en cuyo interior hay un mantra escrito.

Según la cosmogonía tántrica, antes de que el universo comenzara a existir reinaba el puro caos (no había formas). Este caos se denomina Purusha y está representado en las thangkas bajo la figura del círculo (la forma más dinámica). La aparición de un cuadrado en el mandala –por lo general en combinación con el círculo– representa el origen de todo y la creación de un mundo con formas. Este diagrama básico, que se remonta muchos milenios en el pasado del hinduismo védico, pretende explicar las leyes elementales del universo y fue tomado al pie de la letra por el budismo tibetano. Su lógica intrínseca conduce a la idea de la inmortalidad: aun cuando el alma vuelva a reencarnar, existirá fundida en el todo o en la nada, que es lo mismo. Esa misma idea del tiempo circular, tan abstracta y tan sencilla a la vez, es la que subraya a diario la gente en las calles del Tíbet, donde hacen girar una especie de ruedita cilíndrica clavada en un palito mientras están, por ejemplo, sentados en una plaza, ya sea meditabundos o conversando alegremente con los demás. Cada tanto hacen girar varias veces sobre su eje este objeto sagrado que en su interior tiene enrollado un mantra escrito en papel de pulpa de arroz. La rueda de oración debe girar siempre en el sentido de las agujas del reloj, igual que los peregrinos alrededor de los templos y las stupas. Es la simbólica “rueda de la vida y la muerte”, un ritual eterno y prefijado que comienza donde termina y hace cotidiano y palpable para el ser humano local un proverbio tibetano que reza: “Mañana o la próxima vida, nunca se sabe qué llegará primero”.

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