NOTA DE TAPA
Declarado kilómetro cero de la nueva ruta 40, el cabo Vírgenes, en el estrecho de Magallanes, es el punto más austral del continente y tiene una de las mayores pingüineras del hemisferio.
› Por Julián Varsavsky
Río Gallegos es una típica “gran ciudad” patagónica habitada por menos de 100.000 habitantes. Estos viven en las casas bajas de una urbe que crece solo hacia los costados, algo muy lógico en una región donde sobran los espacios vacíos. En la capital de Santa Cruz hay un solo edificio de siete pisos y los de cuatro se cuentan con los dedos de una mano. Sus calles son amplias y ventosas, pero cuando uno sale hacia los alrededores va descubriendo lugares fascinantes a través de la estepa donde se mezclan la extraña belleza de la desolación patagónica con el peso de historias de naufragios, navegantes míticos como Magallanes y un faro bucólico como el de cabo Vírgenes, ubicado en la última puntita del mapa.
Río Gallegos no es un destino clásico del sur argentino, pero un buen viajero de la Patagonia debe tener marcada esta ciudad en su hoja de ruta reservándole varias noches para recorrer sus cercanías. Partiendo por la ruta nacional 3 hasta la ruta 40 (ex Provincial 1) se viaja hacia cabo Vírgenes para visitar su pingüinera y su faro. El camino es todavía de ripio, aunque se puede llegar en auto común conduciendo con cuidado.
En el camino se atraviesa la estancia El Cóndor –propiedad de Luciano Benetton–, que mide 250.000 hectáreas y es una de las cuatro que pertenecen al magnate italiano en la Patagonia. En El Cóndor se crían ovejas, pero las mayores ganancias provienen de la explotación petrolera en esas tierras.
Si uno observa un mapa de la Argentina y posa la mirada en el extremo sur de la parte continental, verá a la derecha que el territorio termina en una pequeña punta con un ángulo muy cerrado. Los antiguos navegantes denominaron cabo a esta clase de formación y este en particular fue denominado Cabo de las Vírgenes por Hernando de Magallanes cuando lo descubrió en 1520. La razón fue simplemente porque llegaron allí un 21 de octubre, que según el santoral católico es el día de los once mil vírgenes, conmemorando el martirio de Santa Ursula y las vírgenes que la acompañaban, a manos de los hunos de Atila en tiempos del Imperio Romano.
El atractivo que hace a la esencia de cabo Vírgenes es su faro histórico de 1904, un hito fundamental para los navegantes en una zona que fue escenario de centenares de naufragios. El primitivo faro de 26,5 metros de alto fue construido por la firma francesa Barbier, Bénard y Turenner con una maquina de rotación a cuerda y cables de acero con pesas. En la actualidad el faro es alimentado con electricidad y sigue generando destellos blancos en la noche cada cinco segundos con un alcance de 44 kilómetros.
Desde el punto de vista histórico, cabo Vírgenes tiene una importancia clave en el proceso de colonización blanca de la Patagonia, ya que a tres kilómetros de allí ocurrió el primer intento de establecer una comunidad fija en la zona. Después del paso de Magallanes por el estrecho, varias expediciones vinieron detrás con la intención de plantar bandera en los nuevos y desconocidos dominios. Sin embargo todas fracasaron por las tormentas y los vientos fríos que mandaron a pique a muchas de sus naves. España e Inglaterra se disputaban la posesión de la Indias Occidentales y de parte de la corona inglesa llegó a la zona el pirata Francis Drake en 1577. Pero los primeros que hicieron pie realmente en el cabo fueron los españoles de la mano de Pedro Sarmiento de Gamboa, un enviado del rey de España para tomar posesión definitiva de la región. El 5 de febrero de 1584 Gamboa llegó a la boca del estrecho de Magallanes y seis días después fundó la ciudad Nombre de Jesús, acompañado por dos religiosos que iban al frente de una procesión que colocaría la primera piedra de la futura catedral. Al acto le siguió el trazado de la nueva ciudad y la designación de las autoridades del cabildo que regirían el destino (trágico) de los 338 colonos dejados en el lugar “a la buena de Dios”.
Cuatro meses después de la fundación –antes de la llegada del frío– Gamboa partió en el único barco de la colonia en busca de víveres, dejando apenas 193 habitantes en el lugar. Pronto comenzó a escasear la comida, la colonia sufrió el ataque de los indios y el frío se ocupó de exterminar a casi todos, quedando con vida apenas cinco hombres y quince mujeres que esperaron hasta la llegada del verano para abandonar el lugar para siempre.
En el siglo XIX el cabo Vírgenes cobró inusitado auge por una fugaz fiebre del oro –que se encontraba sobre la costa– y durante la Primera Guerra Mundial la zona fue un paso obligado para los barcos de guerra ingleses y alemanes que incluso se enfrentaron en el lugar. Finalmente, en 1918 se inaugura el canal de Panamá y la zona de cabo Vírgenes fue quedando casi en el olvido –como a punto de caerse del mapa–, resguardando historias legendarias, una naturaleza casi virgen y una postal muy representativa de lo que uno se imagina debe ser el panorama ignoto del fin del mundo, en el mismo lugar donde –según se creía antes de Magallanes–, se terminaba el planeta y los barcos se despeñaban en el vacío de la nada.
Un primer vistazo de la pingüinera de cabo Vírgenes permite ver algunas de las miles de matas verdes que señalan los nidos de nuestros pequeños anfitriones. Frente a nosotros hay 180 mil pingüinos –que no se ven todos al mismo tiempo pero se los puede escuchar–, y transitamos una “ciudad” de 49 hectáreas rebozante de actividad, donde sus bulliciosos habitantes viven totalmente hacinados (casi una vivienda por metro cuadrado).
Cada mañana o atardecer surgen de sus nidos subterráneos fabulosas muchedumbres de pingüinos de Magallanes en procesión, que se dirigen sin apuro hacia el mar o regresan de él con la pesca en el buche para compartir.
A finales de agosto arriban al continente los primeros machos de pingüino magallánico y la pingüinera comienza a cobrar vida. Tratan de ocupar la misma cueva del año anterior y por eso se desatan violentos combates a picotazos porque cada cual desea conseguir las viviendas más cómodas (las más cercanas al agua), algo fundamental para seducir a las hembras que llegan una semana después. La hembra pone dos huevos a fines de octubre en un intervalo de cuatro días y ambos integrantes de la pareja se turnan para empollar por cuarenta días más. A comienzos de noviembre ocurre la eclosión de los huevos y nacen unas “bolitas” de pluma gris de 80 gramos similares a un peluche. Los pichones dependen de sus padres hasta los dos meses y medio, y luego se dirigen instintivamente al océano rompiendo el lazo familiar. Durante diciembre y enero la playa reboza de ejemplares jóvenes amontonados en la orilla del mar. En marzo comienza la migración y hacia fines de abril las colonias quedan desiertas. Durante los ocho meses restantes del año los pingüinos viven en el mar –su lugar predilecto–, instalados en las cálidas aguas de la costa sur de Brasil.
La Patagonia es una región tempestuosa que a lo largo de cinco siglos se ha tragado varios centenares de barcos. Uno de los pocos que naufragó pero tuvo la “suerte” de no terminar en el fondo del mar fue el “Marjory Glen”, un barco noruego cuyos restos fantasmales descansan sobre la costa de Santa Cruz –cerca de una desolada playa en Punta Loyola–, 38 kilómetros al sur de Río Gallegos. El casco oxidado de este barco que se incendió en 1911 permanece encallado en tierra firme sobre la playa de una ría que ingresa en el continente desde el mar, en un lugar muy accesible al que se llega por ruta asfaltada. Esta nave de tres mástiles fue construida en Escocia en 1892 y según los registros de la época era –y sigue siendo– un coloso de 1012,67 toneladas de acero que partió con sus velas desplegadas desde el puerto de Newcastle el 12 de junio 1911, llevando una carga de casi dos mil toneladas de carbón hacia Río Gallegos. El caso del “Marjory Glen” no fue exactamente un naufragio sino un abandono del barco luego de un terrible incendio en el que murieron dos de sus 17 tripulantes. El fuego se propagó cuando el barco ya estaba fondeado en el puerto de Punta Loyola, lo cual conmocionó a los habitantes de la zona ante un espectáculo que jamás se volvería a repetir. Cuando se quemó todo el carbón se extinguió el incendio y la embarcación quedó a la deriva, sin capitán ni marineros. Y como un verdadero barco fantasma navegó a lo largo y ancho de la ría, dañando los sistemas de desagüe del pueblo e incluso colisionando contra una barcaza de la Sociedad Anónima Importadora y Exportadora de la Patagonia. Las versiones sobre cómo llegó la nave hasta su lugar actual son divergentes, pero la más aceptada indica que fue arrastrada por un fuerte temporal. Convertido hoy en atractivo turístico, el barco fue también blanco de tiradores aficionados y de prácticas de tiro de la Fuerza Aérea Argentina, que abrieron grandes boquetes en el casco por donde hoy ingresan los visitantes para conocer este gigante de oxidada belleza perdido en la estepa patagónica.
(Versión para móviles / versión de escritorio)
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina
Versión para móviles / versión de escritorio | RSS
Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux