La cosmogonía hindú profesa la creencia en la trasmigración de las almas a través de sucesivos cuerpos. La vida es entonces un constante renacer después de la muerte, durante millones de años. Una concepción que Octavio Paz llamó “una negación metafísica del tiempo”. Para una cultura en la cual nacer significa ser lanzados al sufrimiento, el suicidio no soluciona nada si se busca así alguna clase de liberación. Inevitablemente se vuelve a nacer, y reencarnación tras reencarnación uno está pagando por los actos de una vida anterior. Toda desgracia será un castigo por antiguos pecados. Y a su vez los méritos de una vida virtuosa serán premiados con una reencarnación en una casta superior. A través de un repetitivo renacer, y viviendo honradamente durante miles de años, se puede alcanzar el moksha o liberación. Esto significa que ya no se volverá a reencarnar nunca más. Pero esto no equivale exactamente a llegar al paraíso, aunque implica el fin de los pesares, ya que el alma se libera de la impureza del cuerpo y regresa al vacío para fundirse en un todo con el espíritu de Brahma (dios de la Creación).
De todas formas, existe una suerte de atajo para alcanzar esa liberación. Si alguien muere en Varanasi y sus cenizas son esparcidas en el Ganges, se libera automáticamente del karma de la eterna reencarnación y tiene la seguridad de que alcanzará el moksha en esa oportunidad. Es por ello que centenares de enfermos terminales vienen aquí a esperar ansiosamente –en algún asilo pulguiento– la llegada de su último latido vital. Las cremaciones se realizan entonces en altares a cielo abierto junto al río, en medio de emocionantes rituales. Se considera un “privilegio” morir aquí y se ve claramente que para los hinduistas el fin de la vida carece de un sentido trágico. Durante el funeral toda la familia del muerto posa junto al cadáver que yace sobre unos leños, mientras un fotógrafo inmortaliza el evento. Nadie parece demasiado triste (el clima es algo festivo), y como el muerto también debe “mirar” a cámara, a veces se le apoya una rama bajo la nuca para que levante un poco la cabeza. Antes de prender el fuego se le da de beber al cadáver un último sorbo de agua sagrada del río, y el integrante más joven de la familia enciende los primeros arbustos. En tres horas no quedará nada y las cenizas serán esparcidas en el Ganges que, al descender del Himalaya, comunica a los hombres con los dioses. Así lo sentencia el Rig Veda, uno de los libros más antiguos de la humanidad.
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