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Por Eduardo Febbro, desde París
Nunca habíamos contado con un hermano tan hostil y tan querido. Gran Bretaña y su monumental Brexit se han unido a nuestra frágil Argentina con su poderoso esfuerzo de salirse de la Unión Europea y, por consiguiente, del mundo. Peronistas o kirchneristas perseguidos, proscriptos, procesados o calumniados, ex ministros pisoteados o burlados, no se sientan tan solos: una gran nación europea se sumó a la solitaria galaxia de los países que, por una u otra razón, asumen decir “no”. ¿Recuerdan el ignominioso cántico blanco que entonaron diarios como El País, The New York Times, Le Monde, el Financial Times o el Washington Post cuando Mauricio Macri ganó las elecciones presidenciales y decidió plegarse a las condiciones abusivas que el sistema financiero mundial impone como derecho de entrada a ese cenáculo de estafadores ? A todos se les ocurrió la misma frasecita idiota:”Argentina, bienvenida al mundo”. Hasta hubo insolentes petulantes que derramaron una lágrima por nuestro país (El País, y su calamitoso “Lloro por ti, Argentina). Y escritores como el nuevo portavoz planetario del empresariado, Mario Vargas Llosa, que sepultaron a la Argentina bajo un diluvio de agresiones. Esa idea de que nos habíamos salido del mundo por adoptar un perfil de confrontación con Estados Unidos, o por decir adonde fuera un rotundo “no” a los pestíferos cleptómanos de los fondos buitres nos valió una tarjeta roja: ya no estábamos en el mundo, nos habíamos convertido en una pobre estrella que vagaba solitaria, víctima de los populistas que la gobernaban. Aunque por otros motivos menos elogiosos, Gran Bretaña nos siguió los pasos. Contamos ahora con una ventaja comparativa valiosísima para aconsejar a los perdidos dirigentes del Reino Unido: ya sabemos cuál es el precio de decir “no”, y también el tributo que se paga ahora por decir “sí”. Las plumas nacionales e internacionales evitan poner de relieve que el Brexit británico no se constituyó sobre una idea distinta del progreso humano, la igualdad o la justicia, sino en torno a la más rancia ideología xenófoba, nacionalista y soberanista que ha embriagado a gran parte de Europa: el populismo gris. Las izquierdas quisieron creer que ese disparate del referendo y su resultado eran, en realidad, un voto contra el liberalismo y la austeridad de la Unión Europea. Nada menos parecido a ese esquema: el Brexit es el grito racista cuyos balbuceos y teorías se acuñaron en Francia a partir de los años 80 con la famosa retórica de “la preferencia nacional” popularizada por el fundador del partido de extrema derecha Frente Nacional, Jean Marie Le Pen. En París también se desarrolló la idea de la frontera como protectora de las mayorías apabulladas por la globalización. Ganaron los Donald Trump, los fachos fachos y los golosos oportunistas, no los progres progres. Hoy andan todos a tientas y asustados, preguntándose cómo harán para no plasmar en los hechos las tentaciones que el populismo gris despertó y aprobó en las urnas. Se puede apostar mucho por la alternativa de un arreglo cínico que no llevará el Brexit hasta las últimas consecuencias.
“Take back control”, decía el slogan de campaña a favor del Brexit. Pero Inglaterra se quedó sin gobierno, sin partido político mayoritario y sin oposición. El “no” peronista argentino no perdió el gobierno, contó con una mayoría y, encima, con sus aciertos y fracasos, permitió que un movimiento ideológico que siempre había gobernado con golpes de Estado formara un partido y llegara al poder mediante las urnas. Tenemos un adelanto democrático considerable. Somos un ejemplo de gobernabilidad contradictoria. Hasta estamos en condiciones de ofrecerles una suerte de asilo metafísico a los brexistas británicos cuando los iluminados los decapiten con laser. Claro, nuestro “no” se tejió con otros valores, no los de desunión ni desprecio por los polacos, los rumanos o los paquistaníes, sino con la idea de introducir otro sentido en la famosa comunidad internacional. No se trató de excluir, sino de darle identidad a la voz de los excluidos, a los expoliados como nosotros. Ello nos valió una condena al purgatorio. Los fondos buitres persiguieron nuestros barcos, aviones y haberes por todo el planeta. Los medios mundiales insultaron a la Argentina, la degradaron, trataron a sus dirigentes de populistas manipuladores y baratos que rompían la racionalidad estafadora del sistema. A Cristina Fernández de Kirchner la promovieron al estatuto de hechicera populista y cosas por el estilo. Se dijo que no desde el progreso y no desde el obscurantismo. Igual, las narrativas dominantes se hartaron de contar la historia falsa de unos izquierdistas populistas que llevaban al país a la ruina. El Brexit descalabró todo un país y una de las uniones entre naciones más creativas de la historia. El “Patria o Buitres” no descalabró nada. Nuestras plumas carecen de una falta de mundo crónica. Si frecuentaran realmente los pasillos del poder mundial habrían escuchado, por izquierda y por derecha, lo que se dice hoy sobre la Argentina en los centros de poder: “sí, ahora, técnicamente, es menos complicado, estamos menos apretados, pero los que estaban antes tenían razón”.
Hermanos británicos, aquí tienen una patria que estuvo fuera del mundo y los comprende. Hay espacio en nuestra geografía y en nuestros corazones. Vengan cuando quieran. Les reclamamos las Malvinas, somos patoteros y agrandados pero también nobles. Sabemos lo que es vivir bajo el peso del oprobio, la calumnia, la ignorancia, sabemos lo que es existir con las amenazas y las críticas de las fieras de tinta y pantallas planas, sabemos lo que es levantarse con el aullido de los perros a sueldo de las finanzas ladrando en las ventanas. Años y años hemos vivido así. No había crédito ni para una afeitadora. La Argentina no ha sido un imperio como el Reino Unido. Es un país que empeora, donde un ladrón arroja millones de dólares en un Monasterio y otros los arrojan a las catedrales de la corrupción mundial institucionalizada que son los bancos y los paraísos fiscales. Pero tenemos una sólida experiencia en la existencia proscrita. Y no data de ahora. Aunque persistan con todos los medios de la desmemoria, nuestros plumíferos nacionales no podrán borrar la huella más digna de nuestra identidad, su octava maravilla: hemos sido, somos y seremos una expresión de la contracultura mundial. En un mundo de atletas de dos metros pedantes y enamorados de sí mismos Messi es una perla de la contracultura con su modestia y su estatura. Maradona lo es desde la genialidad destructora. El tango es una potente expresión de la contracultura del alma. El papa Francisco se puso el mundo en el bolsillo con una narrativa social y contracultural. Allí donde miremos, nuestra historia es la de un gaucho caprichoso y rebelde que no quiere alambres de púa ni pedantes blancos con corbata. Y ese gaucho nos habita, es la fibra de nuestras almas argentinas. Uno de ellos, el gaucho Rivero a quien los británicos llaman Antook, armó el levantamiento en las Malvinas, allá por 1833. El Gaucho Juan Moreira cocinó a cuchilladas al que no le pagó una deuda apoyándose en la complicidad corrupta de la autoridad. Allí empezó su leyenda de perseguido por la injusticia. Hemos tenido gauchos profetas, senadores y magulleros, gauchos de verdad y de prosa. Y hasta tuvimos un gaucho que se adelantó al Brexit, el Tata Dios, Gerónimo Solané. El hombre armó una excursión racista porque, según él, “los extranjeros son la causa de todo mal y por lo tanto hay que exterminarlos”. En Tandil, salieron a eliminar “gringos y masones”. Los hubo de todo. Ellos nos constituyen, en la mitología y en la realidad. Malevos o retobados, así fueron.
La Argentina sigue aquí después del “no”. Fue expulsada del mundo por la retórica compulsiva y luego reinsertada en él por los mismos verdugos. Estamos como siempre, ahora pagándole a los ladrones, con los brazos abiertos, en las soledades de nuestras pampas despobladas como planetas, dispuestos a sortear la vida con estoicismo y a ofrecer el hombro. Ya lo profetizó el Martín Fierro: al hombre que lo desvela una pena extraordinaria, como la ave solitaria con el cantar se consuela.
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