13:59 › OPINIóN
Por Mario Wainfeld
El presidente Mauricio Macri afrontaba un dilema motivado por “promesas cruzadas” de campaña respecto del Fútbol para Todos (FPT). Se juramentó ante “la gente”, “la sociedad” para mantenerlo incólume durante su mandato: abierto a todo el público y gratuito. Lo verbalizó en ShowMatch, en el debate con el ex gobernador Daniel Scioli, en timbreos y spots. Por otro lado, de modo más reservado (aunque evidente para quien quisiera verlo), selló un pacto de sangre con las grandes empresas de comunicación, con el Multimedios Clarín como nave emblema. Incluía abolir en todo cuanto fuera posible la Ley de Servicios Comunicación Audiovisual (LdSCA) y reconstruir la estructura concentrada del sistema de medios. Antes de conocer el funcionamiento de los timbres de la Casa Rosada, Macri dictó un Decreto de Necesidad y Urgencia talando quirúrgicamente aspectos centrales de la LdSCA. Ahora re privatiza el FPT, con subterfugios banales que hasta da fastidio replicar. Faltó a su palabra con la mayoría de los argentinos. Y fue fiel a las grandes corporaciones con quienes hasta sobre cumplió las ofertas. Las empresas mineras pueden dar fe de tal magnanimidad y agradecerlo.
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La Asociación del Fútbol Argentino (AFA) lo pide, explica el secretario general de la presidencia Fernando de Andreis, uno de los numerosos funcionarios PRO que maneja con dificultad el idioma castellano. La demanda de esa organización desacreditada e ineficaz es, se ve, superior a la palabra empeñada del presidente.
El motivo para aceptar esa oferta imposible de resistir (como la de El Padrino) es ahorrar gastos al erario público. La repiten como mantra dirigentes de Cambiemos, periodistas “independientes” y emprendedores que medrarán con el cambio.
A menudo, la forma de plantear las preguntas induce (o presupone) las respuestas. La que haremos está connotada por una visión del mundo, que no es la del macrismo. ¿Por qué gastar dinero del estado para hacer gratuito un consumo cultural masivo, el predilecto de los argentinos? No es el mismo interrogante que repica acá y allá… es otro punto de vista. La respuesta a la pregunta adecuada es que los bienes públicos integran el patrimonio de los ciudadanos, mejorando su acervo personal o familiar (por decirlo sencillo).
¿No es prioritario o, aún, excluyente que el Estado dote los hospitales, construya viviendas o pague las jubilaciones? Claro que es imperioso pero no son finalidades antagónicas: en una sociedad compleja concurren una vastedad de objetivos, todo el tiempo y todos los tiempos. Aportar un consumo grato y deseado al capital de cualquier hogar es un fin loable. No solo de pan vive el hombre, reza un viejo proverbio más atendible cuando los productos alimentarios vuelan en la estratósfera y un millonario en dólares decide qué cortes de carne deben comer (peor qué cortes le gustan a) quienes viven de sus manos y al día.
El argumento de la superfluidad de los bienes culturales arraiga hondo y, como la vida te da transversalidades, a veces engalana discursos populistas simplotes. La misma polémica entre “cultura versus gasas” cayó a menudo sobre el Teatro Colón, símbolo vivo de la inversión en alta cultura. La mirada comparativa autoriza a ver que cualquier estado que no esté en quiebra banca actividades deficitarias para mejorar la cotidianeidad de los ciudadanos. Se dirá que el Colón es propiedad de la Ciudad Autónoma, que el macrismo gobierna desde 2007. Pero el Cervantes y muchos museos son nacionales. Ninguno es lucrativo y los aprovechan muchas menos personas que los espectadores de fútbol. El “gasto” per cápita de beneficiarios, si se midiera bien, sería mucho más elevado.
Pero la inversión cultural satisface necesidades extra materiales, abre horizontes, vale como una suerte de salario indirecto. Detalle digno de mención cuando la inflación licua salarios y los despidos cunden, incluso en empresas que firmaron un pacto solemne en la Casa Rosada prometiendo que no lo harían. Ese Excel miente, como el oficialismo: hay coherencia doctrinaria en la coalición.
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La amalgama entre capitalismo y democracia predomina en la aldea global. La tensión entre ambos sistemas es clara y a veces excluyente. Entre 1945 y 1975, póngale redondeando, los estados benefactores resolvieron más que pasablemente la contradicción. La amenaza de los “socialismos reales” acicateaba a dirigentes políticos y empresarios a nivelar la desigualdad social. El sociólogo Ricardo Sidicaro describió que medió un “efecto recíproco entre la participación política de los sectores más desfavorecidos y la sanción de medidas que mejoraban su situación socioeconómica. La democracia política se transformó de hecho en una vía para preservar e incrementar las conquistas sociales de la mayoría de la población”. En aquel remoto entonces las derechas cuestionaban que se generaran beneficios extra salariales, como las vacaciones pagas o se facilitaran recursos para que los sindicatos proveyeran de hoteles o esparcimiento a los afiliados.
La vara se eleva, conforme pasan los años. El advenimiento de la tevé paga o codificada por añadidura acrecienta la distancia entre clases sociales, según su poder adquisitivo. Reparar, en cierta medida, la inequidad agravada es un mérito del FPT, que no es un gran modelo ni una panacea pero que tiene esa virtud cardinal
La pobreza cero es una estrella polar del macrismo, inalcanzable por esencia. Abreviar la brecha de desigualdad es (debería) ser un objetivo primordial de cualquier gobierno democrático. En este caso, como en tantos, el Gobierno juega “para los ricos” o los dueños del poder.
Un hecho comprobado asoma en ciernes: el manejo de las transmisiones de partidos de fútbol puede ser utilizado para abuso de posición dominante. La hipótesis dista de ser teórica o catastrofista, apenas es el recuerdo de cómo (apenas ayer) las grandes distribuidoras de tevé por cable hicieron crema a jugadores menos poderosos, manejando precios con dumping hasta sacarlos de la pista.
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El consumo es una intersección entre la democracia y el capitalismo. La ciudadanía del siglo XXI comprende el acceso a una canasta de bienes materiales o simbólicos siempre en expansión. Cualquier adquisición los mejora, cualquier quita (como la que estamos reseñando) los damnifica.
Andreis dijo que el Gobierno insistirá para “que hasta 2019 la gente siga viendo los partidos de la misma manera que hoy, sin tener que pagar costos adicionales”. Dirigentes de la talla y los espolones de Hugo Moyano, Marcelo Tinelli o Daniel Angelici saben que no tienen nada que temer de ese pedido de peras al olmo. Si, por candidez o distracción, lo creyeran replicarían: “mirá como tiemblo”. Tal vez el oficialismo se ingenie para demorar la detracción hasta las elecciones del año que viene, un rebusque para que la impopularidad no se sume al haz de medidas perjudiciales para millones de personas de a pie.
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Hasta ahora, el cronista transitó temas que aborda con habitualidad, de los que algo debería saber. En adelante hablará como pasional hincha de fútbol, que lo es sin ninguna originalidad. El fútbol argentino arrastra una larga decadencia, su dirigencia está entre las más berretas y rapaces del país… y es decir. Ha producido el milagro de estar a un tris de expulsar a Messi de la Selección. No consiguió armar una decente elección de autoridades, con menos de cien votantes, un aporte al Libro Guiness. Le cuesta armar un plantel para las Olimpíadas, otro record histórico. La clasificación para el Mundial está en vilo, lo que repetiría un fracaso solo sucedido en las eliminatorias de México 1970. Son novedades posteriores al fallecimiento del zar Julio Grondona. Otras lacras penosas de muy larga data se mantienen constantes: la falta de transparencia y eficacia de clubes que manejan cifras millonarias en divisas, la colusión política y económica con la delincuencia barra brava, el mal trato a los espectadores, la ausencia de público visitante en los partidos. Rémoras de ayer y de hoy, se subraya de nuevo.
Darle a esa dirigencia el mastiquín de contratos opacos con empresas gigantescas solo obedece al afán de favorecer a éstas.
En materia futbolera, uno desea que Messi vuelva a ponerse la celeste y blanca, que el entrañable laburador de la pelota que es el “vasco” Julio Olarticochea produzca una proeza en los Juegos Olímpicos, que la absurda Superliga sea entretenida, a falta de calidad. Y también que el malestar de las mayorías acumule en su memoria este ítem, menos rotundo e inmediato que el tarifazo, la mengua de salarios o las cesantías.
Ya que de fútbol somos y en eso estamos, el cronista agrega que el macrismo le recuerda viejas enseñanzas del ex DT César Luis Menotti.
Cuando el Mundial del ‘78. Menotti divulgó su mirada y saberes acerca del fútbol. Adelantado respecto de su época, volcaba máximas sabias, que luego serían saber compartido. Afirmaba, por caso (cito de memoria, a fuer de hincha), que “para entrar hay que saber salir” predicando que el buen juego no se consumaba solo yendo hacia adelante siempre o pateando la pelota para arriba. También es lúcido y funcional lateralizar, tocar atrás, sostener la posesión de la pelota sin “dividirla”, esperando la oportunidad. Un abecé que aplican el Barcelona o el Bayern de modo eximio y también clubes menos rutilantes como Lanús o el Ñuls de Martino.
El macrismo reversiona la máxima. Su praxis establece que para bajar la inflación hay que subirla, para combatir la pobreza hay que meter tarifazos, achicar los sueldos y aumentar el desempleo, que para mejorar la vida de la gente hay que apagar las estufas de Tecnópolis. Y para reconstruir la “República perdida” sumar cada semana una frase despectiva contra laburantes o luchadores sociales. O una mentira.
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