18:19 › ASÍ RECORDÓ PÁGINA/12 AL GRAN MAESTRO EN SU CENTENARIO
Por Mariano del Mazo
Es un as al volante: fue campeón 94 Sport 1050, subcampeón 96 Fórmula 1000 e instructor de karting. Es un músico extraordinario. A los 14 años tocaba con su hermano Guillermo en cabarets de la periferia de La Plata. Acompañó al cantor Caracol en peringundines siniestros y a Roberto Goyeneche. Tocó con Manhattan –un rancio grupo de covers– en la boda del Diego y la Claudia en el Luna Park y acompañó a Leonardo Favio en conciertos suburbanos. Fue, dicen, el mejor bajista anónimo de la década del 70, pero el dato es apenas otro de los secretos que lo envuelven como una niebla. Javier Malosetti lo iba a ver tocar, embelesado. Los años han pasado –terribles, malvados–, y estos tips biográficos aparecen tan singulares como lejanos. Ahora dice que se siente el hijo de Chopin, que su padre es un genio, que excepto ese dato se parecen, que él está cortado por la misma tijera, que son raros, que tendrían que vivir guardados en un frasco de formol para ser estudiados en la universidad. César Salgán viene de una semana intensa: su padre, Horacio Salgán, cumplió 100 años y debió repartirse entre homenajes, entrevistas, conciertos y desdoblarse como siempre en un territorio que mezcla lo afectivo, lo profesional y la obsesión. César es un fanático de su padre. Se refiere a él con ternura mínima, esa ternura que encapsula cierto pudor viril: “Sigue emocionado por tanto afecto. Papá no es consciente de lo que representa”.
La historia que los une, sin embargo, pone en jaque esa ternura. Esa historia está atravesada por claroscuros y fue contada sensiblemente por un documental dirigido por Carolina Neal que se estrenó el año pasado. Tiene elementos añejos y tensos, bocaditos freudianos. Como guionados por David Cronenberg, sus destinos se volvieron inevitablemente complementarios a la distancia. Estuvieron 18 años sin verse. Jamás develarán por qué. Ellos dirán, secamente, “cuestiones de familia”. En ese lapso, en soledad, César Salgán estudió febrilmente la obra de su padre. “El también es muy solitario. Yo estaba todo el tiempo trabajando y ahora también. Me encierro, no salgo. Distribuyo las horas: un tiempo para los arreglos, otro para la composición, otro para estudiar partituras de música clásica. Estoy metido en eso todos los días, sábado, domingo, Navidad, Año nuevo. Eso lo heredé de mi padre… Por eso digo: no es un problema mío, ¡es un problema de él!”, cuenta y lleva su compulsión al terreno del humor. Los Salgán exhiben un fino, ácido, sentido del humor. César no paró. Guardó en el ropero el bajo eléctrico y empezó con el piano. Se hundió en cada partitura de la Orquesta de Salgán, del dúo con Ubaldo De Lío y del Quinteto Real. Tuvo una doble percepción: que se estaba metiendo con una obra extraordinaria, compleja, y que esa música también le pertenecía. Nunca le contó a su padre sobre su misión. Cuando se reencontraron en el peor marco posible -la muerte en un choque de su hermano Guillermo- era ya el mejor intérprete de Horacio Salgán del mundo, más que un calco un espejo, un Salieri, otro genio. No se separaron más.
Le gusta contar que una vez leyó en una revista de divulgación científica un informe de genética que refería el caso de un chico ciego de nacimiento que tenía los mismos gestos y ademanes de su padre. Durante años, no pudo tocar el piano frente a Horacio: no se lo permitía. Cuando pudo, no lograba mostrarle otra cosa que las piezas que Salgán había estado tocando durante décadas. Un relato anónimo contaba la historia de un esquiador desaparecido en la montaña que es descubierto décadas después, azarosamente, por su propio hijo que estaba esquiando en la misma zona; un desprendimiento de nieve revela el cadáver bajo una capa de hielo: el cuerpo está intacto y el hijo ve a su padre exactamente igual a él, pero más joven. Cada vez que César toca el piano en el living de su casa, Horacio Salgán se ve a sí mismo más joven. Cada vez que termina, el hijo mira a su padre buscando aprobación. Muy pocas veces Horacio condescendió a la callada súplica, a lo sumo deja caer un desaprensivo “está bien”. “El otro día le comenté que estaba escribiendo una cosa nueva –contó Salgán hijo–. Me dice ‘traelo y lo vemos juntos’. Se lo mostré con la condición de que no le cambiara nada, porque seguro que si le agregaba algo iba a ser una genialidad. Y después la gente va a halagar el tema diciendo qué buena esa parte… Que va a ser seguro la que él agregó.”
Horacio se retiró lentamente de la actividad musical; César ocupó lentamente su lugar: primero en dupla con Ubaldo De Lío, después en el Quinteto Real y en la Orquesta… Vivieron juntos seis años. Pacto de amor, se reencontraron a su manera: dándole espacio a los silencios, blindando los secretos, respetando las manías de hombres solos. Hoy César es un músico formidable. Tal vez algún día se corra de la sombra. Por el momento celebra el centenario, detiene su cuerpo enjuto y nervioso y dice a quien quiera escuchar, como inflando el pecho: “Yo siento que soy hijo de Chopin”.
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