14:28 › OPINIóN
Por Federico Pavlovsky *
Casi cien años después del comienzo de la “guerra contra las drogas”, y por estos días de invierno en Buenos Aires, un joven en una plaza porteña es detenido por la fuerza policial, desnudado, interrogado, evaluado por un psicólogo de la Fuerza, y luego de unas cuantas horas es liberado. El delito: fumar marihuana en la vía pública (y, claro, tener marihuana en su poder). ¿Un caso aislado? No. La ilusión que el castigo y la amenaza erradicarán el uso de sustancias parece ser una creencia fuertemente arraigada en nuestra sociedad. En estos días, y simultáneamente, ocurren una serie de hechos notables; el Gobierno lanza un plan de “narcotráfico cero” con la ilusión de que la táctica cuasi bélica erradicará el problema, se cumplen treinta años del fallo Bazterrica (que declaró inconstitucional perseguir a consumidores) y en una plaza de Rosario se realiza un megaoperativo para detener a “delincuentes peligros” cuyo “delito” es consumir sustancias. Es curioso, porque los experimentos conductuales demuestran bastante bien que el castigo es un pésimo elemento para cambiar una conducta.
El periodista inglés Johann Hari, en su reciente libro Tras el grito (Paidós, 2015), ha realizado una profunda investigación sobre el mundo del comercio de las drogas y, en particular, sobre cómo los estados combaten esta problemática. Hari explora la guerra contra las drogas que se viene desarrollando desde hace 100 años y señala que la cuna de esta empresa está situada en la década de 1920 en los Estados Unidos. Esta guerra tuvo un mentor, un hombre tan temible como efectivo, que estaba a cargo de la Oficina Federal de Estupefacientes, llamado Harry Aslinger, quien se había lucido en la “guerra implacable frente al alcohol” en el marco de la Ley Seca (1920/1933). La estrategia de combate cuerpo a cuerpo que Aslinger entabló junto con sus hombres contra el alcohol, pronto se extendió a otras drogas como la cocaína, marihuana y heroína. Hari señala que al menos dos hitos impulsaron esta “guerra” contra las sustancias y los consumidores: un sentimiento fuertemente racista contra las comunidades afroamericanas y mexicana, que consumían estas sustancias con mayor intensidad, y un sentimiento de desprecio hacia los adictos. Una de las víctimas emblemáticas que tuvo Aslinger fue Billie Holiday, la genial cantante. Ella cometía cuatro “faltas” al mismo tiempo: ser negra, cantar contra el racismo, abrazar el jazz (una música que se consideraba apológica del consumo) y estar atrapada en la maraña del alcohol y la heroína. El padre de la guerra contra las drogas también fue violento y sádico con quienes intentaron ayudar a los adictos. Persiguió penalmente a médicos (fueron arrestados alrededor de 20.000) y se clausuraron centros de tratamiento y desintoxicación. Hari señala esta circunstancia como el “mayor ataque legal” cometido contra profesionales de la medicina en los Estados Unidos. Un dato interesante de la investigación de Hari es que uno de los “actores sociales” que más apoyaba las ideas del mismo Aslinger era la propia mafia como estructura: nunca fue un mejor negocio lucrar con aquello que estaba prohibido. Desde el comienzo de la prohibición (con la sanción de la Harrison Act en 1914) ocurrió una serie de consecuencias que nos alcanzan hasta la actualidad: se creó el tipo de adicto que (en el marco de su enfermedad) se ve obligado a cometer actos marginales y hasta delictivos para satisfacer su necesidad imperiosa de conseguir sustancias que son ilegales; proliferación geométrica de los sistemas de mafias (que producen, transportan y venden las sustancias ilegales), y el costo de las sustancias creció cerca de un 1000 por ciento.
Hari señala en su libro que hay que tener presente que por un lado tenemos la guerra contra las drogas, en la que el Estado lucha contra los consumidores y, por otro, la guerra por las drogas, en la que los delincuentes luchan entre sí por hacerse con el control del tráfico. La relación para Hari entre la política prohibicionista y los grandes jefes de la mafia del narcotráfico es lineal y recíproca: ambos se necesitan y forman parte de un gran negocio. Pese a los aviones sofisticados que sobrevuelan las fronteras, los radares, misiles tierra-aire, perros cocker que revisan los bolsos, enormes scanners, fumigaciones de grandes extensiones con venenos para acabar con los cultivos, la prisionización de cientos de miles de consumidores en todo el mundo (y algunos pocos narcos, en contraste), el consumo de sustancias ilegales sigue estable, la violencia social relacionada con las drogas más presente que nunca, y los costos económicos de esta guerra, infinita e imposible, en ascenso. ¿Qué pasaría si, contrariamente a lo que siempre hemos creído, la mayoría de las víctimas no son debido al efecto tóxico (real) de las sustancias de abuso, sino a una picadora de carne de dos piezas bien aceitadas: la violencia del Estado y la de los traficantes (entre sí y contra todos)? Hari señala que a diferencia de otros delitos, el tráfico de drogas tiene un formato singular, donde no se interrumpe con la detención compulsiva de adictos y dealers. El incremento de las operaciones policiales que “atrapan a un líder narco” o “a una banda de drogas” o “secuestran un fuerte cargamento” no alteran en lo más mínimo el volumen del mercado real y de ganancia, pero sí desatan olas de violencia entre traficantes que llegan a niveles de sadismo y violencia sin límites. Para Hari, las verdaderas víctimas de la guerra contra las drogas no son los carteles ni la policía, sino la gente que queda en el medio.
El segundo gran punto de este libro trata de echar una mirada sobre la esencia del comportamiento adictivo, de indagar por qué algunas personas se exponen a sustancias y quedan “enganchadas”, y otras no. El paradigma médico y neurobiológico imperante describe que la adicción es una enfermedad del cerebro, y que la exposición repetida a una sustancia potencialmente adictiva traerá como consecuencia el desarrollo de la adicción. Hari no contradice esta posición pero señala que al menos es incompleta a juzgar por la evidencia. Explica que gran parte de la postura, “reduccionista biológica”, obedece a una serie de experimentos que se hicieron con animales a principios del siglo XX. La rata dentro de una jaula, en condiciones de aislamiento (llamada “caja de Skinner”), tenía como única fuente de estímulo una palanca que al apretarse le administraba una dosis de morfina, y esta rata se autoadministraba morfina compulsivamente hasta morir. El modelo de la adicción biológica encontraba un experimento que mostraba a la perfección el carácter malicioso y autodestructivo de las sustancias. Y, de ese modo, forjaba un paradigma que sería fundante de teorías psicopatológicas, legislación regulatoria y también tratamientos para los adictos. Las ratas consumían hasta morir. Y la conclusión fue categórica: esto es lo que la droga hace en humanos. Pero aquí entra en escena el psicólogo canadiense Bruce Alexander, quien en la década de 1970 observó que esas ratas (las que elegían compulsivamente el agua con drogas) estaban solas en una jaula, sin nada que hacer y aisladas de todo. Este científico creía que la adicción a las drogas estaba menos relacionada con el perfil tóxico de la sustancia de lo que se suponía, y volvió a realizar el experimento, pero esta vez construyó un “parque de ratas”. Este era un espacio 200 veces más grande que la caja de aislamiento, donde las ratas podían jugar con otras, tener sexo y criar crías, había pelotas de colores, tubos donde introducirse, algo así como el paraíso de las ratas. Y aquí Hari señala que aconteció lo fascinante, en este experimento las ratas prácticamente no bebieron el agua con morfina, no se produjeron sobredosis y ninguna murió.
Alexander descubrió que cuando se empobrecía el ambiente de las ratas, éstas empezaban a desarrollar conductas de búsqueda compulsiva de droga, y cuando el ambiente se enriquecía con estímulos variados, las mismas ratas dejaban de buscar la droga. A pesar de las implicaciones del hallazgo (o quizá por ellas) las grandes revistas científicas (Nature y Science) rechazaron su publicación, y el trabajo de Alexander fue subestimado por la comunidad científica, ya que no cuadraba con el modelo neurobiológico estándar, y solo pudo publicar su trabajo años después y en una revista de menor impacto.
Los experimentos de Bruce Alexander le sirvieron a Hari para resaltar el hecho de que los seres humanos parecen haber evolucionado con una profunda necesidad de establecer vínculos, y esa necesidad de ligazón es esencial para estar y sentirse vivos. Y explica que aquellas personas que no pueden entablar lazos saludables porque están traumatizados, enfermos o simplemente golpeados por la vida, entablarán lazos con elementos no saludables que sustituyen ese contacto. Para Hari, lo opuesto a la adicción no es la sobriedad, sino la conexión. La posibilidad de hacer lazo genuino con la sociedad.
Para quienes pensamos, como Bruce Alexander y Johann Hari, que la adicción no admite una recuperación individual sino social, este libro ilumina el camino y hace audibles los gritos de las víctimas de la guerra contra las drogas. Como sociedad estamos dentro de la jaula vacía, aislada y desolada; el tipo de callejón sin salida en donde consumir compulsivamente (sustancias o bienes de consumo) seguirá siendo una opción cercana, lógica y deseada, para muchos. Necesitamos construir nuestro “parque de ratas”, donde los lazos saludables y las oportunidades sean escenarios más atractivos que el consumo de sustancias. No hace falta que visualicemos bolsas de cocaína o plantas de marihuana, están el Pokémon k.o., el abuso alienado de alcohol, los chicos fanatizados frente a una pantalla doce horas por día, o la angustia frente a un celular casi sin batería. Somos el consumo compulsivo.
Desde la perspectiva de la salud pública se impone un giro, ofrecer opciones de tratamiento cercanas, amigables y no enjuiciadoras y minimizar los daños, en muchos casos. Comenzar a soñar con una sociedad que ofrezca una salida, que otorgue becas de estudio y opciones laborales a los pacientes en recuperación. Un sistema de salud pública que vuelva a conectar a los pacientes adictos a la sociedad y que no los encierre, expulse o ignore.
Luego de más de cien años de guerra contra las drogas es necesario sentenciar en forma definitiva que estamos frente a un problema de salud, de salud ambiental. Es imperioso que el adicto se aleje, de una vez y para siempre, de las páginas del Código Penal e ingrese en la agenda social, como una de las grandes deudas que la sociedad tiene con un sector de la población históricamente castigado.
* Médico psiquiatra.
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