Los imponderables, lo inesperado, el azar, la “fortuna” como expresaba Maquiavelo signaron la llegada de Néstor Kirchner a la presidencia. Fue una carambola dichosa de la historia, pudo ocurrir de otro modo.
La ecuación se invirtió en el prematuro y abrupto fallecimiento, que hoy se recuerda. Constituyó un golpe tremendo, la privación de un líder que tenía mucho para ofrecer. La desdicha se agravó con la partida del presidente venezolano Hugo Chávez. Los impactos en la política nacional y regional fueron y son rotundos.
A la suerte, dicen con razón, hay que ayudarla. Kirchner lo hizo desde el primer momento, concibiendo el golpe de fortuna como una gran oportunidad. Cuando recaló en la Casa Rosada no lo conocía la mayoría de los argentinos, incluyendo muchas personas que lo habían votado, en procura del mal menor.
En mayo de 2003 Lula da Silva llevaba cinco meses como presidente de Brasil. Ambos se recelaban, pensaban que el otro era demasiado reformista o tibio o no confiable o todo junto. Kirchner apenas conocía a Chávez y pensaba que la sociedad venezolana se asemejaba más a la Argentina de 1955 y no a la del siglo XXI. Demasiado antagonismo de clases, un esquema productivo muy primario. Por si hace falta aclarar: creía que era un estadio a evitar y no a imitar.
Evo Morales, Tabaré Vázquez y Rafael Correa no eran, aún, presidentes estables de Bolivia, Uruguay y Ecuador. Kirchner y Lula, en su primera acción regional conjunta enviaron una misión a Bolivia para lubricar la salida del poder del cipayo y sanguinario presidente Gonzalo Sánchez de Losada y posibilitar elecciones libres en las que Evo ganaría por primera vez. Luego, Argentina y Brasil, con los dos mandatarios ya nombrados y la continuidad de sus sucesoras Cristina Fernández de Kirchner y Dilma Rousseff defendieron la estabilidad en Bolivia, reaccionando de conjunto contra tentativas golpistas. Correa recibió apoyos similares, en dos ocasiones ante un conato de golpe de Estado policial y una agresión armada de Colombia.
La política económica y social del primer kirchnerismo promovió millones de puestos de trabajo, redujo la pobreza y la indigencia, amplió la cobertura jubilatoria.
En la despedida a Kirchner, seis años ha, cientos de miles o millones de personas que no lo conocían ni se prendaron de él velozmente lo lloraron y homenajearon.
Todos los presidentes de América del Sur (comprendiendo a los de derecha como el colombiano Juan Manuel Santos) lo honraron y, rara avis, también lo lloraron.
Lo que hizo Kirchner en ese ínterin fue aprender, persistir en sus principios e ideas fuerza, reacomodándolas a las circunstancias.
El hombre había viajado al exterior mucho menos que casi cualquier otro argentino de clase media o alta. La política internacional, se le antojaba, era un perdedero de tiempo entre diplomáticos de carrera frívolos o protocolares. No le atraían las tratativas con intendentes del Conurbano, un pantano de roscas o reuniones también distractivas.
Prestamente, captó que “todo era política”, funcional (si se hacía bien) al objetivo de ampliar el poder del estado, de construir autonomía nacional. Amplió la agenda, se capacitó en la gestión, sin renegar del juego que mejor jugaba y más le gustaba: las medidas laborales y sociales, la economía política de un gobierno nacional y popular.
Intendente de Río Gallegos, gobernador de Santa Cruz…este cronista le escuchó reconocer con franqueza que desconocía la pobreza del NOA y el NEA, tan diferente a la de su Patagonia. La percibió en campaña y luego en “n” viajes y visitas.
No paraba nunca, se despertaba al alba, leía los diarios de pe a pa, llamaba sus ministros en horarios madrugadores (para ellos) novedosos. Trabajaba 24 x24, generaba emulación por el ejemplo y porque lo transmitía cotidianamente.
Se acusa a Kirchner de haber aplicado el teorema de Raúl Baglini al revés. Extraño cargo, desde ya. Los dirigentes, teorizó el agudo y posibilista legislador radical, van corriéndose a derecha a medida que se acercan al poder. Kirchner, se indignan muchos de sus adversarios, hizo lo contrario. Se le imputa haber defendido con más consistencia los derechos humanos en su momento nacional o haberse implicado con ampliaciones de derechos (matrimonio igualitario, por nombrar una restallante) que menoscababa antes. Hay dos reparos evidentes, pongámosle previos. Uno, que en competencia comunal o provincial es imposible hacer tanto como en la nacional.
Dos, que es inexacto. Kirchner siempre sostuvo su empatía política y emocional con las víctimas del terrorismo de estado. Y con el tiempo se conocieron pronunciamientos suyos sobre la igualdad de géneros y la tolerancia, anteriores al 25 de mayo de 2003. Uno, muy repetido en la ahora denostada televisión oficial, fue un reportaje con el periodista Juan Castro.
Esas observaciones, empero, no van al núcleo. Kirchner refutó de hecho el teorema de Baglini: en la cima del poder fue más progresista, más abierto a la diversidad, y a nuevos derechos cuando el manual de los presidentes predicaba lo contrario. A este cronista se le debe escapar algo porque en su escala de valores se trata de una virtud.
Los razonamientos contra fácticos son imprescindibles e incorroborables. Propongamos uno, sencillo: una reseña sintética e incompleta de lo que no hubiera pasado si Carlos Reutemann hubiera aceptado ser candidato en 2003 y hubiera ganado.
Hubiera dejado intactas las leyes de la impunidad sin reabrir jamás los juicios por crímenes de lesa humanidad. Tales eran la prédica y los pactos anudados entre el ex presidente Eduardo Duhalde, el radicalismo y la Corte Suprema menemista.
Esta habría quedado a salvo del juicio político masivo. Por ahí, alguno de sus impresentables miembros podría haber renunciado. Jamás los hubieran relevado dos juezas y tampoco un magistrado de los quilates de Raúl Eugenio Zaffaroni.
El canje de deuda era ineludible pero la capacidad de tensar la cuerda de Kirchner jamás habría sido alcanzada por Lole Reutemann.
Las jubilaciones ampliadas a quienes no cumplieron con los aportes o las de las amas de casa estaban a años luz del ideario del pejotismo tradicional.
Un patrón de estancia jamás hubiera tutelado a los peones de campo. Ni reconocido derechos a las empleadas de casas particulares, caramba.
Desafiar al presidente norteamericano George W. Bush en la Cumbre de Mar del Plata contradecía la lógica del centro derecha peronista.
Y eso solo para empezar, sin mencionar los cambios institucionales profundos consagrados por ley durante las presidencias de Cristina Fernández de Kirchner.
El presidente hiper quinético era un tipo emocional, que buscaba el afecto de las personas de a pie. Se zambullía (literalmente) entre ellas, se emocionaba visiblemente. No es novedad porque el peronismo provoca adhesiones racionales y genera pasiones. Quienes no las comparten tienen severas dificultades para entenderlas, ni qué decir admitirlas.
Kirchner comenzó a recibir pruebas de la pasión popular tras largo andar. Primero fueron los jóvenes, luego personas del común.
No pudo participar a pleno en un acto convocado por La Cámpora en el Luna Park donde el afecto se hacía oleada. Pero claro que lo percibió.
Se fue como siempre anduvo, a toda velocidad. Poco tiempo antes había jurado como titular de Unasur en Campana y salió carpiendo al Congreso para buscar voto a voto la aprobación de la ley de Matrimonio Igualitario. Una síntesis de sus aciertos, su vocación, el modo en que puso el cuerpo.
Quienes lo despidieron y lo lloraron le reconocieron legitimidad por lo hecho, lo construido, las reformas, los avances. Desconocido al asumir, le dijeron adiós como a Perón y Evita. Se lo había ganado a pulso.
Por eso, básicamente, la derecha argentina lo quiere reducir a una parodia, una caricatura intentando evitar la discusión política y negar la historia.