UNIVERSIDAD › OPINIóN
› Por Néstor Ortiz *
Hace pocos días, desde estas páginas, Alejandro Horowicz desarrolló, con excelente y pedagógica claridad, sus opiniones sobre la reciente renuncia (o cesantía) del ex ministro Martín Lousteau y sus vinculaciones con la denominada “crisis del campo”. Quizá pecando de una suerte de “reduccionismo economicista”, como le hubiésemos gritado en una asamblea de los ’70, pone en tensión los vínculos entre un creciente desarrollo del “monocultivo sojero” y sus “consecuencias estructurales”. Con pocos pero consistentes datos, extraídos de discursos de la Presidenta, esto es, que revisten carácter oficial, vuelve a encender luces rojas de alertas sociales, económicas, ecológicas y culturales que desde hace ya muchos años, décadas, vienen destellando en espacios gubernamentales que, como suele suceder en vísperas de catástrofes anunciadas, parecieran no registrarlas. Naturalizar las señales de peligro es un mecanismo que, si bien grave en instancias reservadas a la subjetividad, se transforma en “negligencia culpable” cuando invade áreas con responsabilidades sociales y estatales.
Ahora bien, las relaciones establecidas por Horowicz, un muy buen marxista independiente e insospechado de gorilismo explícito, son absolutamente necesarias, pero no suficientes. Sus opiniones omiten, seguramente por causa del acotado espacio periodístico, la dimensión estatal de la crisis. Pienso que quizás hemos “naturalizado” la crisis de 2001. Quizás hemos reducido sus dolores a los justos y valientes, pero sectoriales, recordatorios de sus víctimas fatales. Esa crisis no era sólo de la “clase política”. Muy por el contrario, era la “puesta en acto” de una profunda crisis del Estado nacional, incubada también durante décadas y hoy con creciente grado de visibilidad social. Mucho se ha mencionado al “Estado ausente” y se lo ha planteado como una consecuencia del salvaje ejercicio de políticas neoliberales, olvidando que las mismas se impusieron sin encontrar oposición real y efectiva en los diferentes estamentos del funcionariado estatal, simplemente porque el mismo no existía como tal. Había sido “desplumado sin gritar”, por ejemplo, durante los diferentes interregnos militares que asolaron a nuestros frágiles períodos democráticos.
¿Cómo pensar en “políticas de Estado” que integrasen, por ejemplo, proyectos agroindustriales que transformasen el “granero del mundo” en la “cocina del mundo” no mediando la existencia de estructuras específicas, operativas, funcionales en espacios ejecutivos, con profesionales idóneos, concursados y no cooptados, jerarquizados y respetados por encima de pertenencias políticas o partidarias? Fueron muchos años de prácticas de “clientelismo estatal”, a nivel nacional y provincial, los que fueron desdibujando la posibilidad de construcción de una fuerte e institucional burocracia del Estado y profundizando la brecha con el ámbito privado y transnacional.
De ahí que las promesas de campaña referidas al trabajo en pos de la recuperación de una calidad institucional, muy bien dichas y mejor escuchadas, no fueran entendidas solamente como palabras preelectorales. Implicaron sintéticamente un programa de gobierno en pos de la reconstrucción del Estado. Y por eso fueron votadas. Esas decisiones de la sociedad argentina, “el pueblo”, son fuertemente vinculantes y prioritarias en toda agenda de gobierno. Pero esas prioridades, que deseamos creer que existen, se pierden en la nebulosa de cierta comunicación mediática que, quizás a veces con algún válido fundamento, pero siempre con incierta buena fe, presenta a la acción de gobierno como inundada por luchas entre camarillas y sectores que sólo pugnan por sus propios intereses. Luchas y debates que resultan benéficos cuando, en clara demostración de lo logrado en la construcción de nuestra necesaria cultura política, se juegan hacia adentro de cada espacio político y lo jerarquizan tanto en hombres como en ideas, pero que han demostrado su carga letal cada vez que convierten a todo el país, tanto el simbólico como el real, en patético escenario de las mismas.
Horowicz se refiere finalmente a las ciencias sociales. La Facultad de Ciencias Sociales de la pública y gratuita Universidad de Buenos Aires, asumiendo la gravedad del momento, marginando mecanismos formales que no suelen ser compatibles con las urgencias, y ante la expresa requisitoria del Estado, puso nombres y caras institucionales sobre el tapete y se metió en uno de los ojos de una tormenta que tiene dimensiones globales y que amenaza a la sociedad argentina de conjunto. Pero, para que la audacia no pinte de aventura al conjunto institucional, ahora sería necesario poner el acento en la convocatoria enfática al conjunto de la comunidad académica, expresada en los matices diferenciales de la variedad de carreras presentes en la facultad, para proponer e impulsar acciones concretas y específicas al conjunto de la UBA y al resto de las universidades nacionales. Esos debates que Horowicz propone “fogonear” y en los cuales deberían hoy escucharse las específicas voces de las disciplinas afines a los mismos.
* Sociólogo, docente de la Facultad de Ciencias Sociales (UBA).
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