UNIVERSIDAD › OPINIóN
› Por Diego Tatián *
La política es en buena medida una disputa de legados, de palabras, de ideas, de nombres propios que dejaron una marca en la historia y que así acompañan, confiriéndoles una temporalidad extensa, las luchas que las mujeres y los hombres de una época dada emprenden por la emancipación, los derechos, la igualdad. El sentido de ciertas inspiraciones históricas es a veces inequívoco (aunque el tiempo haga que pierdan sus particularidades y adopten una significación universal: “Evita ya es de todos los argentinos”), en tanto que otras veces las generaciones deben enfrentarse con una opacidad de las cosas que reciben de otras generaciones, pues su significado no se obtiene sin un trabajo. Y otras veces se trata de un hallazgo motivado por la acción conjunta de la fortuna y la urgencia de pensar lo que ocurre. La intensa mención de Deodoro Roca en los últimos discursos de Cristina Fernández se inscribe en este último caso.
En el discurso de Córdoba con motivo de los 400 años de la UNC, una lectura vibrante y apasionada de las primeras líneas del Manifiesto Liminar (que Deodoro redactó sin incluir su nombre entre los firmantes) marca un hecho histórico en cuanto interrumpe el desencuentro de la cultura reformista y el peronismo (y al revés) gracias a un hallazgo –el Manifiesto– cuya relevancia alcanza su dimensión verdadera a la luz de la adversidad que encuentra en lo real quien busca producir reformas, universitarias o sociales. Fue un acontecimiento de enorme singularidad escuchar a la Presidenta leer con emoción el Manifiesto de Deodoro ante miles de personas en una fría noche de Córdoba que seguramente, aunque sea sólo por eso, va a quedar en la historia.
Una lectura que transmitía la comprensión profunda de lo que ese texto lega como un tesoro, para cuyo descubrimiento no basta con meramente leerlo ni se llega a él a través de su simple estudio; comprenderlo es detectar contra quiénes fue escrito, haber sentido el poder del Poder, un indignado asombro ante los privilegios y un cierto asco (uso adrede la palabra de Fito Páez, quien tras el discurso de Cristina cerró en Córdoba una noche cuyo significado debemos desentrañar aún) que Deodoro no escondía frente a una retórica reaccionaria y escandalizada que, en 1918 como en 2013, se otorga a sí misma la potestad de custodiar esencias.
Por una vía insospechada, la reacción antirreformista del presente devuelve a la palabra Reforma –tal como fuera acuñada por la fragua de 1918– su intensidad originaria y su caladura más penetrante: la transformación de las formas, la reelaboración social de las que existen, clausuradas en sí mismas y sólo animadas por la autoconservación; la reinvención de las instituciones para que expresen los derechos en vez de bloquearlos.
Al día siguiente del acto en Córdoba, el discurso de la Presidenta en Rosario evocó el Manifiesto para superponer la reforma universitaria y la reforma de la Justicia: lo que se hallaba sepulto o dormido cobra vida otra vez por pura urgencia del presente. La voluntad reformista de 1918 conecta con la voluntad reformista de 2013 por mediación de un texto que irrumpe, casi cien años después de haber sido redactado, con su carga de novedad y con su aliento más vertiginoso. Este “hallazgo” de la reforma universitaria llega por un camino inverso al que transitara el propio Deodoro quien, conducido al hallazgo de la cuestión social a partir del fracaso de la revuelta universitaria, en plena contrarreforma de los años ’30, escribía: “No hay reforma universitaria sin reforma social”.
La recuperación de la referencia reformista en la actual coyuntura política la sacude del sesgo conservador por el que se hallaba investida (es posible sentir de manera casi física la ironía de la historia al comprobar la apropiación de la reforma por el pensamiento reaccionario cordobés contra el que fue precisamente desencadenada –ver si no la columna “Una batalla no se le niega a nadie” en La Voz del Interior al día siguiente del acto en la universidad); es decir la saca de su confinamiento en el bronce, la libera de la pura anécdota y la convoca como inspiración para nuestras propias reformas, las que resulta necesario librar ahora.
No sólo encontramos en esa recuperación plenamente política las condiciones para una confluencia de la tradición reformista y la tradición de la universidad popular promovida en el primer peronismo, también para una potenciación mutua entre los conceptos de autonomía y nación, entre la libertad de pensamiento y el compromiso con los dramas sociales, de los que la universidad no puede desentenderse si aspira a la calidad. Y sobre todo –pues el tiempo es un dios niño que vuelve realidad los anhelos cuando él quiere– como un efecto tardío de la más emblemática revuelta producida por la juventud americana, estalla en nuestros días la contribución de la reforma universitaria a la reforma social que anunciaba Deodoro hace ya muchos años.
* Docente e investigador de la Universidad Nacional de Córdoba.
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