UNIVERSIDAD › DESDE 1985 EL PROGRAMA UBA XXII LLEVA LOS ESTUDIOS UNIVERSITARIOS A LAS CáRCELES
El programa UBA XXII comenzó a funcionar en el ’85 y recién se institucionalizaría al año siguiente. Aquí, un recorrido por momentos de una historia marcada por logros, tensiones y debates.
El surgimiento del programa UBA XXII, que hace treinta años llevó la universidad a la cárcel, podría atribuirse a los ánimos encendidos de la recuperación democrática y la primavera alfonsinista, a las inquietudes de una mujer que circulaba desorientada por las oficinas de la UBA, a la historia personal de quien fue su directora por más de dos décadas o a la confluencia de todos esos elementos. Marta Laferriere había llegado hacía poco del exilio en Venezuela, donde había dado clases en un internado judicial para menores, y se encontraba trabajando en el armado del CBC cuando en las escalinatas de las oficinas de Azcuénaga 280 se encontró a una mujer que parecía perdida. Le preguntó si necesitaba algo y la mujer le contestó que sí, que necesitaba que su hijo, que estaba preso en Devoto, estudiara. “Ella pedía simplemente la inscripción, pero en ese momento se me ocurrió que podía ser muy interesante que la UBA entrara a una institución de esa naturaleza, que había tenido que ver tanto con la represión, con la oscuridad”, narra Laferriere a Página/12. En octubre de 1985, sin antecedentes en el país ni referentes teóricos, la UBA ingresó por primera vez a un penal. “Nadie nos prometió un jardín de rosas”, recuerda Laferriere tres décadas después.
El convenio entre la Universidad de Buenos Aires y el Servicio Penitenciario Federal se firmó a fines del ’85 y en febrero del ’86 fue ratificado con la aprobación del Consejo Superior de la UBA. El primer profesor del programa fue el doctor en Filosofía Héctor Leis. Había estado preso por motivos políticos en Devoto a principios de los ’70 y luego se había marchado hacia el exilio a Brasil. A su regreso, Laferriere lo convocó para dar clases y, de traje y corbata, volvió a atravesar las interminables rejas de Devoto para conocer a los tres primeros inscriptos. Se dictaron las materias comunes del CBC y luego se incorporó la carrera de Abogacía. Más adelante, también Psicología, Sociología, Contador Público, Letras y diversos talleres.
La intención era llevar realmente la universidad a la cárcel, lo que implicaba crear un espacio de libertad en su interior, una “embajada de la UBA” regida por sus propias reglas y no las del Servicio Penitenciario. Y, aunque hubo y sigue habiendo tensiones, pudo lograrse: en el Centro Universitario Devoto –al igual que en los que se crearon después en otros penales como Caseros (cerrado en 2000), Ezeiza y Marcos Paz– no hay guardias y el espacio está bajo responsabilidad única de la universidad y los detenidos.
“El proyecto me pareció una manera de pelearle al sistema desde el estudio. Era un espacio para nosotros, donde teníamos autonomía. ¿Te imaginás lo que es tener autonomía dentro de la cárcel?”, testimonió el abogado egresado del programa UBA XXII Enrique Pelay en el libro La universidad en la cárcel (Libros del Rojas), publicado con motivo del 20 aniversario del programa.
“El lugar donde hoy funciona el programa (en Devoto) era una boca negra, un túnel negro detrás de rejas. Había quedado en ese estado debido a un motín de menores que incendiaron el sector. Estaba todo lleno de hollín, descascarado, se había clausurado hacía tiempo”, cuenta Laferriere, que fue directora del programa hasta 2007. Desde la UBA y el Servicio Penitenciario dijeron que no había dinero para las refacciones y entonces los alumnos se cargaron al hombro el acondicionamiento. Mediante cartas en la que explicaban sus intenciones buscaron financiamiento y materiales fuera del penal. “Para decirlo rápido: hasta Amalita Fortabat mandó cemento”, resume Laferriere.
La mano de obra estuvo a cargo de los reclusos, que se abocaron a cada detalle con la dedicación de quien construye su libertad. “Nosotros queríamos romper todo el piso del baño para hacer el declive, para hacer la caída a la rejilla, y algunos decían ‘no importa...’. ‘Pero claro que importa –les contestaba yo–, porque de lo contrario va a estar sucio todos los días y esto es nuestro, es nuestro espacio, y el hecho de que nuestro espacio sea agradable y limpio es la mayor herida que le podemos producir al sistema’”, recuerda en La universidad en la cárcel uno de los egresados notorios del programa: Sergio Schoklender.
Por convicción de su mentora, la universidad no llegó a la cárcel con una mirada piadosa, sino profundamente política. La intención era romper el aislamiento y hacer valer la idea de que la privación de la libertad ambulatoria no implica ni justifica la privación de otros derechos, pero sin dejarse manipular por la percepción maniquea de un servicio penitenciario represivo enfrentado a presos que también son víctimas del sistema. Mantener esta postura no siempre fue fácil.
El filósofo Tomás Abraham, que había tomado clases con Michel Foucault y tenía prácticamente memorizado Vigilar y castigar, se incorporó al programa en los primeros años con inmensas expectativas generadas por la posibilidad de intervenir la institución que el teórico francés consideró alma y modelo de las sociedades disciplinarias. “Ibamos a hacer una gran cosa en un gran lugar, con gente en una especie de estado de sufrimiento sin par: el preso”, narra el académico en La universidad en la cárcel.
Cuando comprobó la calidad de las monografías de los alumnos, Abraham decidió incluirlas como bibliografía obligatoria en su materia del CBC, fuera de la cárcel. Un día, uno de los profesores de la cátedra tuvo un problema: uno de sus alumnos aseguraba que su primo había sido secuestrado y asesinado por el autor de una monografía que la materia tenía como lectura obligatoria. El autor, que Abraham suponía un ladrón de cajas fuertes, había actuado en la Triple A. “Me sentí un poco tonto. Un poco como decir: ‘Vos, con tu Foucaultito de bolsillo, cuando las cosas no son así, no somos todos iguales’. Me faltó un sentido de la realidad”, reflexiona Abraham, que después de aquel episodio dejó el programa.
Desde el principio, la política del programa fue que los profesores tuvieran alumnos con nombre y apellido, pero sin legajo: los delitos que hubieran cometido no formaban parte de la incumbencia de los docentes ni de los requisitos de admisión. “Yo no tengo una mirada ingenua, romántica de la cárcel ni nada por el estilo; creo que en su mayoría la gente que la habita ha tenido un problema con la ley. Condeno el crimen, pero no puedo, no debo, no quiero ni me corresponde como universidad, volver a juzgar”, opina Laferriere, quien imprimió esa postura en el programa. Según su razonamiento, preguntarle a un interno que quiere ser alumno cuál es el delito que cometió es discriminatorio. En caso de conocer la causa, ¿a quién debe admitirse?, ¿sí al homicida?, ¿no al violador?, ¿no al secuestrador?, ¿sí al parricida? “No podemos condenarlos por su pasado. Nosotros, como universidad, representamos el presente y el futuro”, sintetiza.
Sin embargo, la polémica se planteó cuando muchos docentes se negaron a darles clases a ciertos condenados: a ex miembros de las fuerzas de represión durante la dictadura. En 2012, Carlos Rolón, Adolfo Donda y Guillermo Suárez Mason, tres represores que actuaron en la ESMA, solicitaron inscribirse al programa. Al enterarse del pedido, organizaciones de derechos humanos y diferentes sectores de la comunidad académica exigieron que les fuera negado el ingreso al programa. A partir de este episodio, el Consejo Superior de la UBA resolvió por unanimidad “no admitir a condenados y/o procesados por delitos de lesa humanidad como estudiantes de la Universidad de Buenos Aires”, en una decisión que sigue generando debate.
Informe: Delfina Torres Cabreros.
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