UNIVERSIDAD › OPINION
› Por Eduardo Dvorkin *
Cuando recibí un mail de un profesor de MIT que me preguntaba qué pasaba en la UBA, que aparecía en las evening news como un campo de batalla, lamenté sinceramente la injusticia que se estaba cometiendo contra los investigadores que en estos ocho meses habían seguido investigando y produciendo el tercio de la producción científica argentina que produce la UBA, contra los estudiantes que habían seguido asistiendo a sus cursos y rindiendo sus exámenes, contra los docentes que habían seguido dictando sus cursos, contra los no docentes que habían continuado con sus tareas y contra la sociedad que había seguido aportando los fondos con los que se mantiene nuestra universidad. Durante estos ocho meses, el uno por mil de la comunidad de la UBA se había dedicado a producir un show mediático para demostrar que dos grupos marginales en la política nacional podían ganar la primera página de los diarios:
- Por un lado, los miembros de un centenario partido de centroderecha (centroizquierda dirían ellos, tratando de abusar de la desmemoria histórica selectiva) que, vaciado de contenido y de votos se aferra a la conducción de la UBA como un náufrago a una tabla de madera.
- Por otro lado, una alianza de la izquierda (que no logra dejar de ser extraparlamentaria aunque lo intenta) en la que maoístas, stalinistas y trotskistas dejaron por unos días su eterna polémica sobre el carácter nacionalistanuevademocracia o socialistapermanente de una revolución hoy abstracta, para dedicarse a la tarea de tratar de ganar la administración de la UBA.
La administración de la UBA representa para ambos grupos puestos rentados para mantener a sus militantes y un escenario para tratar de demostrar desde el mismo que mienten los que diagnostican sus respectivas decadencias exponenciales. Lo fundamental de la universidad no fue debatido en estos ocho meses de show mediático. La sociedad espera de nosotros, como universitarios, excelencia académica en la formación de los futuros profesionales y científicos, excelencia en la investigación y aportes basados en el conocimiento para la solución de los problemas nacionales.
Si acordamos que el respeto por la convivencia democrática hace a cumplir lo mejor posible la función que la sociedad nos asigna a cambio de su aporte, los universitarios debemos ser absolutamente serios en respetar este contrato social implícito. El contrato social implícito también nos exige que la excelencia académica deba ir acompañada por la inclusión social: una universidad no arancelada tanto en el grado como en el posgrado, becas para los estudiantes de menores recursos, sueldos competitivos con los de la actividad privada para docentes y no docentes.
Pero también la democracia universitaria necesita que los temas que hacen a la organización de la actividad académica sean debatidos por personas que cuenten con los conocimientos necesarios. La dualidad imprescindible en la democracia universitaria es: combinar la libre expresión de todos con la priorización, en los asuntos académicos, de la opinión basada en el conocimiento. Desarrollar este aspecto de la democracia universitaria es un camino de cornisa entre dos precipicios: por un lado, un democratismo como el que proponen los maoístas, stalinistas, trotskistas en el que los temas académicos se resolverían por elección universal, pero cuyo resultado sería inevitablemente el incumplimiento del contrato social entre la universidad y la sociedad; por otro lado, una inaceptable aristocratización del gobierno universitario donde sólo opinarían unos pocos. Resulta claro que la excelencia académica de las universidades nacionales, la inclusión social y el aporte de conocimientos a la solución de los problemas nacionales deben constituir el núcleo de la agenda universitaria y no debemos supeditar su cumplimiento a la resolución de pujas de poder entre sectores políticos en decadencia.
* Profesor de la Facultad de Ingeniería (UBA).
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