Vie 23.03.2007

UNIVERSIDAD  › OPINION

Grillas y decisiones

› Por María Pía López *

Algo huele mal en los sistemas de financiamiento y evaluación universitaria, cuando damnificados y operadores del daño son personas que reclaman compartir el respeto por el pensamiento, la ciencia, el saber. Eso ha ocurrido en distintos casos, algunos que se han hecho públicos y otros no, en los que integrantes de comisiones asesoras se convierten en firmantes de resoluciones que privan, excluyen y menoscaban a otros, a los que en privado les reconocen méritos. Prima la sujeción a la grilla, que constituye situaciones de profunda injusticia, en la distribución de recursos, categorías, cargos. Lo prolijo –verificable bajo la lógica del formulario– o lo adecuado –previsto ya en un casillero– se prioriza por sobre lo original, lo creativo o lo relevante. Sostener este modo de funcionamiento condena a personas honestas y críticas a servir una lógica que limita la vida intelectual. Los condena, también, a ser victimarios –en nombre de esa servidumbre– de sus colegas más arriesgados. Nadie querría estar en el lugar de los que fueron cuestionados por León Rozitchner hace unos días, o por Liliana Herrero hace unos meses. Por lo mismo, es necesario un debate que debe incluir a los miembros de las distintas instancias de evaluación. Es un debate sobre reglas y no sobre personas. Lo que está bajo sospecha –o merece estarlo– es una racionalidad cuyos resultados son irracionales, en tanto convierten a las instancias de investigación en máquinas repetitivas, especializadas, desconectadas entre sí, y a las universidades en claustros dirigidos sólo a la reproducción de sus mecanismos internos. Por un lado está la cuestión de esa servidumbre voluntaria –y mayoritaria– a un orden burocrático cuya irracionalidad todos sospechamos y que arrasa con las intenciones personales. Por otro, se insinúa –en los casos ligados a las personas que he mencionado, pero también en distintas resoluciones tomadas por Conicet respecto de rechazos de becas, de renovaciones, de ingresos de investigadores– una decisión más visiblemente ideológica. La de prohibir, evitar u obstaculizar los cruces entre territorios culturales diversos, entre pensamientos y artes, en nombre de una pureza disciplinaria que habría que restaurar. Ni las filosofías que se piensan como debates públicos y políticos, o las que se despliegan como reflexión en la creación musical, ni las ciencias sociales en sus engarces y anudamientos con la literatura, el cine o la filosofía, parecen tener lugar en las instituciones que controlan la investigación. Esto ha sido insinuado en distintos “casos” individuales, resueltos con el argumento de la pertinencia. Puede que sean astucias de la distribución o sólo azarosas coincidencias, pero si son algo más, como creo, y si efectivamente insinúan criterios epistemológicos y teóricos, deben ser explícitos. Deben ser sometidos a la discusión y no eximidos de ella por una mayoría coyuntural. Por ahora, ambos planos están confundidos, y la idea de lo evaluable en el formulario –la mera aplicación de “puntajes”, la elaboración de una jerga de las calificaciones, el respeto fetichista por la grilla– es la única visible, explícita. La otra, la de la pertinencia, parece más acto fallido que declaración buscada. Es necesario distinguirlas, y discutir tanto la objetividad supuesta de la razón burocrática como la parcialidad epistemológica que se advierte en la idea de pertinencia. ¿Por qué no suponer que quienes defienden y ejercen el control de esas instancias de evaluación tienen tanto interés como quienes las cuestionamos en tratar públicamente estas cuestiones?

* Docente de la Facultad de Ciencias Sociales (UBA), ensayista.

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