› Por John Ruskín
El espíritu de muchos principiantes parece recibir la impresión de que el mérito de Turner consiste en un estilo o manera peculiar que por medio de una respetuosa imitación otros pueden asimilar, que cuando hayan dominado en absoluto a este “tergiversador” y penetren en el procedimiento, todos se harán Turners positivamente. Ahora bien: no pueden incurrir en una más grave o más consumada equivocación. El mérito de Turner no consiste ni en el estilo, ni en la falta de estilo, ni en otra cualidad comunicable o copiable. Consiste en esto: desde la época en que tenía diez años hasta que tuvo setenta, nunca pasó un día, y rara vez una hora, sin tener la penetrante intuición de algún gran hecho natural, y sin olvidar jamás lo que una vez aprendió, siguió expresando estas enormes y acumuladas intuiciones, cada vez más redundantemente, hasta su muerte; de suerte que no podéis comprender una línea de su obra hasta que conozcáis el hecho que representa, ni una parte del mérito o admirables cualidades de su obra, hasta que hayáis entendido una parte conmensurada de la enseñanza que contiene... Y siendo esto así, no es sólo desesperante lograr alguna de sus facultades por mera imitación de sus cuadros, sino que es perjudicial imitarlos conscientemente, porque contienen mil caracteres que son manuscritos de estenografía para cosas irrepresentables en otra forma, en un lugar y un tiempo determinados, y mientras la cuidadosa contemplación de la naturaleza no os haya habilitado para leer los caracteres, vuestras imitaciones serán absurdas y falsas.
A las diez millas andadas, siguiendo el curso del Eufrates, donde serpentea por última vez a lo largo de la llanura, el pintor nos representa un torbellino de oscuros vapores alargados, disolviéndose en una neblina que circunda las montañas sobre el horizonte. Su propio movimiento lo agota, y el viento agita sus masas en numerosos grupos de hinchados y sacudidos fragmentos que, arrojados por la tempestad a tierra, se alzan otra vez en sus fatigadas alas y perecen en este esfuerzo. Sobre esto, y mucho más allá, los ojos retroceden a un vasto mar de niebla blanca e iluminada, o de nubes disueltas en lluvia, y absorbidas de nuevo hasta que la lluvia ha caído, pero penetradas por todas partes, sean vapor o rocío, de suave luz solar, que las hace tan blancas como nieve. Gradualmente, según se eleva, cesa la lluvia. No podéis decir dónde empieza la nube a la izquierda, sino que está oscureciéndose, oscureciéndose todavía; y la nube, con sus bordes primero invisibles, luego toda puramente imaginaria, después percibida cuando los ojos no están fijos en ella, y perdida cuando en las últimas elevaciones se perfila a gran distancia, pero suave y cubierta en sus extremos, como un pecho de cisne rozado por un lánguido viento, sosteniéndose caprichosamente frente a los delicados mares azules, con blancas olas, cuyas formas están trazadas por las pálidas líneas de opalescente sombra, entoldado sólo porque la luz está no sobre ella sino en su interior, y que rompen con su propia ligereza en una línea alargada de extensión igual, cernida en hilos por el viento y flotando ante el vapor como estas veloces corrientes de las flechas de agua que una gran catarata arroja en el viento que la impele, tratando de descubrir la tierra. Más allá de éstas, además, se eleva una colosal montaña de grises cúmulos, por entre cuyas umbrosas orillas penetran los fulgores solares en cintas opacas, oblicuas, como de lluvia, y sobre las cuales caen en una vasta explosión de fluida luz, bajando a tierra, y presentando, por entre su visible radiación, las tres sucesivas hileras de montañas, que unen su desolada llanura con el espacio. Arriba, la afilada cima de los cúmulos, deshechos en fragmentos, retrocede en los cielos, que están poblados en su serenidad por tranquilas agrupaciones de cirros blancos, suaves, silentes; y bajo éstos, impele hacia el cenit desordenadas e impacientes sombras de un oscuro espíritu que busca reposo y no lo encuentra.
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