› Por Kenneth Clark
La civilización podría haber seguido flotando río abajo durante largo tiempo, pero a mediados del siglo VII hizo su aparición una fuerza nueva, dotada de fe, energía, voluntad de conquista y una cultura alternativa: el Islam. La fuerza del Islam residía en su simplicidad. La iglesia paleocristiana había dilapidado la suya en controversias teológicas, prolongadas a lo largo de tres siglos con una violencia y una inventiva increíbles. Pero Mahoma, el profeta del Islam, predicaba la doctrina más simple que jamás haya ganado adeptos, y ella dio a sus seguidores la solidaridad invencible que antaño había guiado a las legiones romanas. En un espacio de tiempo milagrosamente breve, unos cincuenta años, el mundo clásico fue asolado. Sólo quedaron sus huesos blanqueados para recortarse sobre el cielo mediterráneo.
Quedaba así sellada la antigua fuente de la civilización, y si había de nacer otra nueva, tendría que ser de cara preferible al Atlántico. ¡Qué esperanza! A veces oigo decir que es preferible la barbarie a la civilización. Dudo que quienes lo afirman la hayan puesto a prueba lo bastante. Como a la población de Alejandría, la civilización les aburre; pero todo indica que el aburrimiento de la barbarie es infinitamente mayor. Aparte de sus incomodidades y privaciones, no ofrecía ninguna vía de escape. Compañía muy limitada, nada de libros, nada de luz después del anochecer, nada de esperanza. A un lado el batir del mar, al otro extensiones infinitas de pantanos y bosques. Una existencia de lo más melancólica, sobre la que los poetas anglosajones no se hacían ilusiones:
Un hombre sabio puede entender lo horrible que será
cuando toda la riqueza de este mundo esté asolada
igual que ahora, en muchos lugares de la tierra,
quedan los muros azotados por el viento,
recubiertos de escarcha; las viviendas en ruinas...
El autor de los hombres ha ajado de tal forma esta morada
que ya no resuena en ella risa humana
y nadie ocupa estas antiguas obras gigantescas.
Sin embargo, probablemente era mejor vivir en una de aquellas chocitas en los últimos confines del mundo que a la sombra de las “antiguas obras gigantescas”, donde en cualquier momento se corría el riesgo de ser atacado por una nueva oleada de nómadas. Esa, al menos, era la opinión de los primeros cristianos que vinieron al Oeste. Procedían del Mediterráneo oriental, primera cuna del monasticismo. Algunos se establecieron en Marsella y Tours; luego, cuando la vida se puso demasiado peligrosa, siguieron adelante en busca de las orillas más inaccesibles de Cornualles, Irlanda o las Hébridas. Vinieron en números sorprendentemente elevados. En el año 550 llegó a Cork un barco con cincuenta eruditos. Erraron por el país buscando lugares que ofrecieran un mínimo de seguridad y un pequeño grupo de hombres de inclinaciones semejantes. ¡Y qué lugares encontraron! Mirando atrás desde las grandes civilizaciones de la Francia del siglo XII o la Roma del XVII, cuesta trabajo creer que durante tanto tiempo –casi cien años– el cristianismo occidental pudiera sobrevivir aferrado a lugares como Skelling Michael, un pináculo de peñas a dieciocho millas de la costa irlandesa y setecientos pies de altura sobre el mar.
Aparte de esta sociedad pequeña y cerrada de eruditos, ¿qué fue lo que mantuvo viva a aquella cultura errante? No serían los libros, ni los edificios. Aun teniendo en cuenta que la mayoría de éstos eran de madera, y, por lo tanto, han desaparecido, las pocas estructuras de piedra que se conservan son lastimosamente humildes e incompetentes. Es asombroso que aquellos hombres no lo hicieran mejor, pero parecen haber perdido el impulso de edificar moradas duraderas. ¿Qué tenían, pues? La respuesta nos la dan los poemas: oro. Cada vez que un poeta anglosajón quiere poner en palabras su idea de una buena sociedad, habla del oro.
There once many a man
Mood-glad, gold bright, of gleams garnished
Flushed with wine-pride, flashing war-gear,
Gazed on wrought gemstones, on gold, on silver,
On wealth held and hoarded, on light-filled amber. *
* Allí antaño más de un hombre / de ánimo alegre, reluciente de oros, de fulgores guarnido, / exaltado por el vino, con centelleantes armas, / ha contemplado piedras labradas, oro, plata, / tesoros bien guardados, ámbar lleno de luz.
Los nómadas no habían carecido nunca de artesanos; y toda su necesidad reprimida de dar alguna forma permanente al flujo de la experiencia, de hacer algo perfecto dentro de su existencia singularmente imperfecta, se concentró en aquellos objetos maravillosos. En ellos lograrían, hasta en el cincelado de un torque, una intensidad extraordinaria; pero nada demuestra con mayor claridad el divorcio existente entre el nuevo mundo atlántico y la civilización grecorromana del Mediterráneo. El tema del arte mediterráneo era el hombre, y así había venido siendo desde el Egipto primitivo. Pero a los nómadas que se abrían paso a través de los bosques y batallaban con las olas, conscientes sobre todo de las aves y animales que se cernían sobre ellos en las enmarañadas ramas, no les interesaba el cuerpo humano. Justo en vísperas de la última guerra se descubrieron en Inglaterra dos tesoros, ambos en Suffolk, a unas sesenta millas uno de otro. Los dos están ahora en el Museo Británico. El de Mildenhall está decorado casi por completo con seres humanos: todos los viejos personajes de la Antigüedad, dioses marinos, nereidas, etcétera. Los perfiles son un poco inseguros, porque estamos en las postrimerías del mundo antiguo, cuando ya la fe en el hombre ha perdido sustancia, y los antiguos contornos se rellenan sin demasiada convicción. El otro tesoro procede de la nave ceremonial de Sutton Hoo. Han transcurrido doscientos años, quizás algo más, y el hombre casi se ha esfumado. Cuando aparece es en forma de cifra o jeroglífico decorativo, y en su lugar hay animales y pájaros fabulosos; y puedo añadir que los hombres de las Edades Oscuras no miraban a los pájaros con el paternalismo de los modernos fabricantes de tarjetas navideñas. Pero aunque el contenido es lo que llamamos bárbaro, el sentido del material y la ejecución son más finos y confiados, y técnicamente más avanzados, que los del tesoro de Mildenhall.
Este amor al oro y las piedras labradas, esta creencia en que reflejaban un mundo ideal y poseían cierta magia permanente se prolongaron más allá de los oscuros combates por la supervivencia. Se podría discutir si la civilización occidental no habrá sido salvada por sus artesanos. Los nómadas podían llevarles consigo, y dado que los herreros lo mismo hacían armas principescas que objetos de adorno, eran tan necesarios para el prestigio de un caudillo como los bardos cuyos cantares celebraban su valentía.
Pero para copiar libros hacían falta condiciones más estables y, durante breve tiempo, dos o tres puntos de las islas Británicas ofrecieron una relativa seguridad. Uno de ellos fue Iona. Seguro y sagrado; nunca voy a Iona –y cuando era joven solía hacerlo casi todos los años– sin sentir que “hay algún dios en este lugar”. No impone tanto como otros lugares santos, Delfos o Asís, pero sí da, más que ningún otro lugar que yo conozca, una sensación de paz y libertad interior. ¿Qué será lo que la produce? ¿La luz que le envuelve por todas partes? ¿La configuración del terreno, que, después de los solemnes montes de Mull, se asemeja extrañamente a Grecia, a Delos incluso? ¿La combinación del mar color vino oscuro, la arena blanca y el granito rosado? ¿O será el recuerdo de aquellos santos hombres que durante dos siglos mantuvieron viva la civilización de Occidente?
Iona fue fundada por San Columba, que vino aquí desde Irlanda en el año 563. Parece que ya antes de su llegada era un lugar sagrado, y durante cuatro siglos fue el centro del cristianismo céltico. Se dice que hubo trescientas sesenta cruces de piedra de gran tamaño en la isla, casi todas las cuales fueron arrojadas al mar durante la Reforma. No se sabe cuáles de los manuscritos célticos que se conservan fueron hechos aquí y cuáles en la isla nortumbra de Lindisfarne; y en realidad no importa, porque todos pertenecen a un estilo que con razón consideramos irlandés. Están muy bien escritos, y sus letras claras y redondas llevaron la palabra de Dios por todo el mundo occidental. Están también primorosamente decorados, y lo extraño es la poca conciencia de la cultura clásica o cristiana que esa decoración revela. Todos son evangeliarios, pero están casi vacíos de símbolos cristianos, si se exceptúan las bestias y fieras y de aspecto oriental que simbolizan a los cuatro evangelistas. Cuando el hombre aparece, no hace muy buen papel. En un caso de copista ha creído más conveniente escribir imago hominis, imagen de un hombre. Pero las páginas de ornamento puro son casi las muestras más ricas y complicadas de decoración abstracta de todos los tiempos, más sofisticadas y refinadas que ninguna del arte islámico. Estamos diez segundos mirándolas, y luego pasamos a otra cosa que podamos interpretar y leer. Pero imaginemos que no supiéramos leer y durante semanas enteras no tuviéramos otra cosa que mirar: entonces estas páginas ejercerían sobre nosotros un efecto casi hipnótico. La última obra de arte producida en Iona fue, quizás, el Libro de Kells. Pero antes de su terminación el abad de Iona se vio obligado a huir a Irlanda. El mar era ahora más amenazador que la tierra; los escandinavos se habían puesto en marcha.
“Si hubiera cien lenguas en cada cabeza”, dice un autor irlandés contemporáneo, “no podrían contar o narrar o enumerar o decir lo que todos los irlandeses sufrieron de penalidades y agravios y opresión en cada casa de parte de aquel pueblo aguerrido, colérico, puramente pagano”. Los celtas no han cambiado mucho. A diferencia de los nómadas anteriores, los vikingos tenían una mitología bastante espléndida que Wagner romantizó para nosotros. Sus piedras rúnicas dan una impresión de poder mágico. Fueron el último pueblo de Europa que opuso resistencia al cristianismo; hay lápidas sepulcrales vikingas de ya muy avanzada la Edad Media que tienen símbolos de Wotan a un lado y cristianos al otro, lo que se dice poner una vela a Dios y otra al diablo. Una famosa arqueta de marfil que hay en el Museo Británico muestra a Weyland el Herrero a la izquierda y la Adoración de los Magos a la derecha. Cuando se leen historias espeluznantes de ellos, hay que recordar que eran casi analfabetos, y que los testimonios escritos que a ellos se refieren son obra de monjes cristianos. Por supuesto que eran brutales y rapaces. De todos modos tienen un lugar dentro de la civilización europea, porque aquellos piratas no eran meramente destructivos, y su espíritu sí aportó algo importante al mundo occidental. Era el espíritu de Colón. Partieron de una base y con coraje y habilidad increíble llegaron hasta Persia, vía el Volga y el mar Caspio, y escribieron sus caracteres rúnicos sobre uno de los leones de Delos antes de volver a casa con todo su botín, que incluía monedas de Samarcanda y un Buda chino. La mera destreza técnica de sus viajes representa un nuevo logro para el mundo occidental; y si se quiere un símbolo del hombre atlántico que le distinga del hombre mediterráneo, un símbolo que oponer al templo griego, habrá de ser la nave vikinga. El templo griego es estático y sólido; la nave es móvil y ligera. Dos de las embarcaciones vikingas más pequeñas, que se utilizaron como cámaras funerarias, se han conservado. Una de ellas, la nave de Gokstad, está pensada para travesías largas y, en efecto, una réplica de ella cruzó el Atlántico en 1894. Parece tan imposible de hundir como un nenúfar gigantesco. La otra, la nave de Oseberg, parece haber tenido más de lancha ceremonial, y estaba llena de espléndidos objetos de artesanía. La talla de su proa muestra ese flujo de líneas sin fin que había de subyacer al gran estilo ornamental que llamamos romántico. Cuando se piensa en las sagas islandesas, que figuran entre los grandes libros del mundo, hay que reconocer que los escandinavos crearon una cultura. Pero, ¿era civilización? Los monjes de Lindisfarne no lo habrían creído así, ni tampoco Alfredo el Grande, ni la pobre madre que intentaba establecerse con su familia a orillas del Sena.
La civilización significa algo más que energía y voluntad y capacidad creadora: algo que los primitivos escandinavos no tenían, pero que ya en sus tiempos empezaba a reaparecer en Europa occidental. ¿Cómo podría definirlo? Dicho muy brevemente, un sentido de la permanencia. Los nómadas y los invasores vivían en un estado de movilidad continua. No sentían la necesidad de hacer proyectos más allá del siguiente mes de marzo, la siguiente travesía o la siguiente batalla. Y por eso no se les ocurría hacer casas de piedra o escribir libros. Casi el único edificio de piedra que ha sobrevivido de los siglos que siguieron al mausoleo de Teodorico es el baptisterio de Poitiers. Es lastimosamente tosco. Los constructores han querido utilizar algunos de los elementos de la arquitectura romana, capiteles, frontones, pilastras, pero han olvidado su función original. De todos modos, esta miserable construcción está hecha para durar, no es una simple cabaña. El hombre civilizado, o al menos yo así lo creo, tiene que sentirse encuadrado en algo en el espacio y en el tiempo, mirar conscientemente hacia adelante y hacia atrás. Y para ello es un gran adelanto saber leer y escribir.
Durante más de quinientos años esa hazaña fue infrecuente en Europa occidental. Asombra pensar que durante todo ese tiempo prácticamente no hubo persona laica, desde reyes y emperadores para abajo, que supiera leer o escribir. Carlomagno aprendió a leer, pero no llegó nunca a escribir. Tenía tablillas enceradas junto a su cama para practicar, pero decía que no llegaba a cogerle el tranquilo. Alfredo el Grande, que fue un hombre excepcionalmente inteligente, parece haber aprendido a leer él solo a los cuarenta años, y fue autor de varios libros, si bien éstos serían probablemente dictados en una especie de seminario. Los hombres importantes, los eclesiásticos incluso, normalmente dictaban a sus secretarios, como hoy se sigue haciendo y como les vemos hacer en miniaturas del siglo X. Naturalmente, la mayor parte del alto clero sabía leer y escribir, y los retratos de los evangelistas, que son las ilustraciones favoritas (a menudo las únicas) de los manuscritos antiguos, se convierten en el curso del siglo X en una especie de exaltación de esta facultad casi divina. Pero a San Gregorio, que en un marfil del mismo siglo aparece tan intensamente entregado a la erudición, al mismísimo San Gregorio se le atribuye la destrucción de muchos volúmenes de literatura clásica, bibliotecas enteras, por temor a que sedujeran a los hombres apartándoles del estudio de las sagradas escrituras. Y en esto no fue desde luego el único. Entre prejuicios y destrucción, lo que sorprende es que la literatura de la Antigüedad precristiana llegara a conservarse. Y de hecho pasó a trancas y barrancas. En la medida en que somos herederos de Grecia y Roma, salimos adelante por un pelo.
Sobrevivimos porque, a pesar de que las circunstancias y oportunidades varían, la inteligencia humana parece mantenerse bastante constante, y durante siglos prácticamente todos los hombres de talento se integraron en la Iglesia. Y algunos de ellos, como el historiador Gregorio de Tours, eran personas notablemente inteligentes y libres de prejuicios. Es difícil calcular cuántos textos antiguos hubo en los monasterios célticos. Cuando hacia el año 600 vinieron monjes irlandeses a Europa, encontraron manuscritos romanos en sitios como Tours y Toulouse. Pero los monasterios no podrían haberse convertido en guardianes de la civilización a menos que hubiera un mínimo de estabilidad; y esto en Europa occidental se consiguió por primera vez en el reino de los francos.
Se consiguió luchando. Todas las grandes civilizaciones se basan, en sus primeras etapas, en el éxito en la guerra. Los romanos eran los guerreros mejor organizados y más despiadados del Lacio. Así pasó con los francos. Clodoveo y sus sucesores, no contentos con conquistar a sus enemigos, se mantuvieron mediante crueldades y torturas que aun medidos por los baremos de los últimos treinta años resultan notables. Lucha, lucha, lucha. Por cierto que los dibujos del siglo IX muestran, casi por primera vez, que los jinetes llevan espuelas, y los que gustan de dar explicaciones mecánicas a los acontecimientos históricos sostienen que a eso se debieron las victorias de la caballería franca. Uno a veces tiene la impresión de que los siglos VII y VIII fueron como un largo “western” y la semejanza se hace más viva por la presencia, ya en el siglo VIII; de nuestros viejos amigos el sheriff y el alguacil; pero en realidad fue algo mucho más horrible, no mitigado por vestigio alguno de sentimiento o caballerosidad. Pero la lucha era necesaria. Sin la victoria de Carlos Martel sobre los moros en Poitiers en el 732, la civilización occidental podría no haber existido, y sin las incesantes campañas de Carlomagno no habríamos conocido la idea de una Europa unida.
Continúa mañana.
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