VERANO12 › EL TANGO, DE CADICAMO, DISCEPOLO Y MANZI
› Por Rodolfo Rabanal
De pronto aparece el tango como objeto de interés. En este caso particular –y personal– más su poesía que su música, aunque siempre sea su música la que me convoca a la “idea” del tango, a su gusto o a su rechazo. De cualquier modo, me parece imposible hablar del tema desde posiciones academicistas o desde saberes aproximadamente consagrados. Primero porque carezco de lo que podríamos llamar una cultura tanguera del mismo modo que carezco de una verdadera cultura musical. Y en segundo lugar porque crecí en un período de la vida argentina en la que el tango era ajeno a la juventud o, mejor dicho, la juventud ajena al tango. Los famosos discos de pasta con grabaciones cuarentistas de Di Sarli, Aníbal Troilo, Juan D’Arienzo u Osvaldo Pugliese signaban a la generación de mis padres y expresaban, de algún modo, la lírica popular de sus fantasías. Desde ya, el tango no era cuestión de chicos. Además era triste, enredado y a veces hasta enojoso. Enrique Santos Discépolo confirmó esta naturaleza antes de que yo llegara a percibirla: “El tango –dijo, acaso con ironía y resignación– es un sentimiento triste que se baila”.
Todo lo anterior no impide –ni ha impedido nunca– que a lo largo de la vida el tango “ocurra” y se me imponga como una noción de identidad incuestionable. Haber nacido argentino y porteño quizás explique esta emoción. No sé si esta misma razón azarosa –orígenes y pertenencias– dilucide del todo la preferencia por ciertas letras, por algunos tangos. No es posible no distinguir la poesía en Homero Manzi, por ejemplo, si es que uno ha frecuentado con insistente deleite la poesía de cualquier ámbito, de cualquier tiempo e idioma. Igualmente sucede con Enrique Cadícamo y con Discépolo, ambos poetas y hombres de teatro. Es Cadícamo, precisamente, quien siempre vuelve con un verso tal vez único en la historia del tango, ese contundente aviso sin retorno de “Hoy vas a entrar en mi pasado...”, para mí el punto axial de “Los mareados”, la perfecta síntesis de toda su letra donde hasta el tono y el arranque musical cambian como si el tango entrara en otro tiempo melódico, algo así como la decisiva fatalidad del adiós en música y palabras.
Más de una vez, durante los años que viví en Europa, me alcanzó Manzi con los versos de “Sur”, líricos y austeros, atrevidos a la descripción justa, marcados por una especie de melancolía sin flaquezas, sentimentales (inevitablemente) pero no sensibleros. Sobre todo –otro recuerdo insistente– el inicio de la última estrofa cantada (¿o dicha?) por el Polaco Goyeneche: “San Juan y Boedo antiguo, cielo perdido/ Pompeya y al llegar al terraplén/ tus veinte años temblando de cariño/ bajo el beso que entonces te robé”. La clave aquí está cifrada –para mí– en dos palabras: cielo perdido. A partir de ese cielo que se extiende en la memoria (inmenso sobre casas bajas y yuyales) arranca y gira toda la narrativa de Manzi, su perseverante nostalgia de alta gama.
Con Discépolo las sensaciones son otras. Podríamos hablar de “la poesía cruel”, del crudo toque existencial que la rodea sin complacencias ni eufemismos. Nada expresa la profunda decepción de una época, el desencanto colectivo y personal, como la letra de “Yira-Yira”, compuesto en 1930. “Yira-Yira” y “Cambalache”, los dos tangos emblemáticos de Discépolo han tenido el raro mérito de que algunos de sus versos –duros, impiadosos, fieramente escépticos– pasaran a componer refranes populares: “Que el mundo fue y será una porquería/ ya lo sé” es sin duda uno de ellos, y no el más benigno para las actuales bogas de lo políticamente correcto.
No obstante esa inscripción perdurable, son “Cafetín de Buenos Aires” y “Uno” los tangos que se me presentan con más facilidad cuando pienso en Discépolo. “La ñata contra el vidrio/ en un azul de frío” desnuda en un verso incorruptible cierta aguda soledad de Buenos Aires y el anhelo lejano de una sociabilidad que abrigue. Parece –evoca a– Roberto Arlt en El juguete rabioso cuando el chico recorre la avenida Alvear y se siente observado desde los visillos entrecerrados de las elegantes ventanas como si el mandadero fuera un objeto extraño cuyo transitar molesta o inquieta.
En definitiva, éstas son para mí las marcas poéticas que produjo el tango. Faltaría saber, mediante un estudio que no sé si se ha hecho, qué conexiones tentativas podrían existir entre una poética de la nostalgia y del escepticismo y cierta inmanejable condición del carácter argentino.
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