VERANO12 › “EL QUE TIENE SED”, DE ABELARDO CASTILLO
› Por Juan Forn
Esteban Espósito está sentado en la penumbra de El Barrilito. En un par de horas tiene que dar una conferencia enfrente, en la Casa de Altos Estudios Abraham León, del barrio de Villa Crespo. El año es 1970 y El Barrilito es un bodegón de esos que en poco tiempo ya no existirán más en Buenos Aires salvo en la literatura, uno de esos bares con ventanas guillotina a ambos lados de la puerta vaivén, que se extienden hacia un fondo sin fondo donde los alcohólicos que van a buscar el baño se encuentran con el delirium tremens.
Afuera son las cinco de la tarde y el sol calcina la ciudad pero Esteban Espósito ha pedido un whisky doble sin hielo, y después otro, y después ha dicho al mozo que mejor le deje la botella así se ahorra sucesivos viajes. “Así se hace”, murmura desde el fondo el único otro parroquiano que hay en El Barrilito, a quien sólo conoceremos con el nombre de El hombre de los ojos de plata. Espósito lo invita a sentarse a su mesa. El hombre de los ojos de plata mira al mozo. El mozo dice: “Son las cinco”, y mientras Espósito se traslada con su botella y su vaso hacia la mesa del fondo, el mozo deposita un vaso delante del lugar que ocupa el hombre de los ojos de plata, porque ya son las cinco, y ésa es la hora en que El hombre de los ojos de plata empieza todos los días a beber. “Le voy a contar un secreto”, dice entonces El hombre de los ojos de plata. “Le voy a contar el secreto de la vida. ¿Tiene tiempo? Entonces pida otra botella. Pero cuando esté por enojarse conmigo, acuérdese de que fue usted quien vino a mi mesa.”
Esta es la primera escena que conocí de El que tiene sed, la novela dipsómana de Abelardo Castillo. Se la oí leer a él mismo, en el año 1983, de unas páginas amarillentas y manchadas de quién sabe qué, sentados los dos en el lúgubre departamento de Once donde vivía Castillo por entonces, un departamento al fondo de un pasillo escalofriante, que en mi memoria reproduce exactamente la penumbra casi líquida, atemporal, de catacumba, de aquel bodegón de Villa Crespo donde Esteban Espósito escuchó el secreto de la vida de labios del hombre de los ojos de plata.
Aprendí de Castillo todo lo que sé del oficio de escribir, porque lo que no aprendí de él, lo aprendí de los libros que él me enseñó a encontrar, y a desentrañar. En 1983, Castillo llevaba siete años sobrio y creía que no iba a terminar nunca la novela que empezó a escribir a principios de los años ’60, cuando empezó a beber. En algún momento de esos años Castillo dejó de beber. En otro momento de esos años llegó a la conclusión de que no iba a terminar nunca esa novela. Y cuando llegó a esa conclusión, decidió que no escribiría ninguna otra cosa. Por eso, cuando tuve el privilegio de ver cómo iba tomando forma, capítulo tras capítulo, ese viaje al fondo del miedo que es El que tiene sed, sentí que la literatura empezaba de vuelta, ahí delante de mis ojos, y que todo aquel que leyera ese libro sentiría lo mismo que yo.
Han pasado veintisiete años de ese día. Tengo abierto mi ejemplar de El que tiene sed en la página en que el hombre los ojos de plata se apresta a confesarle a Esteban Espósito el secreto de la vida. Afuera el sol calcina la ciudad y yo sigo pensando que la literatura, toda la literatura, está por empezar de vuelta en este preciso momento.
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