› Por Marcelo Birmajer
La vieja lo aguardaba con el mate recién hecho y espumante. Dejó arandelas negras en la madera con su pava de hierro caliente.
Dreidel le contó acerca del ladero del sindicalista enterrado en la quinta de Deragüe.
–Ese hombre no está muerto –informó la vieja.
A Dreidel le pareció una más de sus bravuconadas de bruja.
–Morales –se jactó la vieja.
–Morales –confirmó Dreidel.
Pero el asunto había salido en todos los diarios. La vieja tenía tanto acceso a esa información como él mismo.
–Era un lanzador de cuchillos –siguió la Rosales, pasando por alto la expresión suspicaz de Dreidel.
Dreidel sonrió como si la vieja fuera uno de esos mitómanos que acostumbraban a ubicarse en todas las fotos del pasado: habían estado junto a Cohn-Bendît en el mayo del 68, junto a Trotsky en la Revolución Rusa, junto a Mandela en la cárcel de Robben Island. Si nadie los reconocía, era porque Stalin y los revisionistas los habían borrado con photoshop. Pero Dreidel hubiera pasado días enteros escuchando a la Rosales contarle cualquier cosa. De modo que apagó su sonrisa y dejó ir su incredulidad junto con el pájaro carroñero que continuaba dando vueltas en la noche, alrededor de la casa, entre el techo y la luna. Cada tanto, escuchaban el aleteo.
–A este Morales le gustaban, en parte, los hombres –dijo la Rosales–. Pero tenía una debilidad: su propio hijo. Desde la muerte de la madre del niño, Morales había podido dedicarse tranquilo a la conquista de jóvenes. Pero a su hijo lo cuidaba. Le enseñó a lanzar cuchillos y muy pronto fueron un dúo perfecto. Cuando el chico cumplió diez años, se conchababan con distintos circos. O actuaban los dos solos, en los pueblos. No se iban con un circo en particular. A veces Morales le arrojaba los cuchillos al hijo; a veces el hijo a Morales. Yo lo conocí cuando pasaron por acá con el circo Troyani, en enero del 68. Habían llegado en los últimos días de diciembre del 67, pero él vino a verme ya en enero.
Dreidel relampagueó, porque había pensado en el año 68 hacía solo unos minutos. La vieja sonrió, y continuó:
–Me vino a consultar porque se enteró de mis poderes, y creía en estas cosas. En estas cosas que te resistís a creer. Y lo bien que hacés. Me pidió un consejo. Yo sabía todo de él. Lo dejé hablar. Me dijo que llevaba su vida perfectamente, excepto un tema sobre el que necesitaba consejo: su paternidad. La madre del chico había muerto en el parto, y desde entonces se las había arreglado. Le había enseñado el oficio y se llevaban muy bien. Pero ahora el chico estaba entrando a la adolescencia, y tenía otras inquietudes. Quería estudiar como los demás adolescentes, comenzar el secundario. Los estudios y la vida de lanzador de cuchillos se contraponían. ¿Seguirían siendo tan unidos, podría ayudar a su hijo si elegía un destino tan distinto? Le dije que le daría mi consejo a cambio de un lanzamiento de cuchillos. No llevaba los cuchillos consigo, me explicó. Pero mi mirada no le dejó lugar a dudas.
Dreidel se avergonzó como si su madre le hubiera contado una intimidad.
–Me dio lo que quería –avanzó la Rosales sin dejar, a su vez, lugar a dudas–. Y le di mi consejo: cuídate de tu hijo.
Dreidel la miró como la debió haber mirado el ladero del sindicalista cuarenta años atrás. Pero la expresión de Morales era de furia.
–Se enojó mucho –detalló la vieja, ahora con una sonrisa–. Nunca he visto a un hombre tan enojado después del único acto que parece calmarlos. Pero este era un lanzador de cuchillos: conocía otras emociones. Me dijo gritando que se lanzaban cuchillos con su hijo, el uno al otro, desde hacía años. Que confiaban cada uno en el otro más que cada uno en sí mismo. Que él ya me había pagado y ahora yo le estaba vendiendo carne podrida. Menos mal que no había ningún cuchillo cerca, porque creo que por primera vez hubiera tirado a matar. Se fue puteando.
Dreidel se tomó un mate. La vieja salió al aire libre para cambiar la yerba. El pájaro, al verla, se acercó. La vieja le tiró la yerba vieja como para espantarlo y le gritó como a un perro. El pájaro se alejó con un vuelo lento, pero escarmentado.
La Rosales regresó a su casa de lata, cebó otro mate con yerba nueva y retomó la historia. A Dreidel, después de sorberlo, le parecieron yuyos que estimulaban la atención.
–Regresó a verme seis años después. El hijo tenía veinte años, ya era un boludo grande. El padre le había permitido, nomás, hacer el secundario. Le pagó todo lo que necesitaba y lo mantuvo, hasta que se recibió de bachiller en un colegio público.
Dreidel se avergonzó, una vez más, por no haberles dado a sus padres la satisfacción de terminar el secundario; mientras que individuos con menos oportunidades lo terminaban en el tiempo correcto.
–Poco después de verme por primera vez, en el 68, como ya no tenía su partenaire, y no quería seguir a un circo, porque no quería apartarse del hijo, ni tenía fuerzas para conseguir una nueva pareja... Una nueva pareja para lanzarle cuchillos –aclaró la Rosales–. Porque de los otros conseguía a granel, pase y tire. Pero por todo eso, en vez de seguir en lo suyo, en el 68, cuando su hijo comenzó a estudiar, había comenzado a trabajar para Vandor.
–¿Vandor? –preguntó Dreidel, sabiendo perfectamente de quién hablaba, pero queriendo confirmar si aquella vieja perdida en la punta del mundo en efecto conocía la historia reciente de la Argentina; no ya como un alumno que, a diferencia de él, hubiera terminado la secundaria, sino comenzado el terciario.
–Vandor, sí, el que mataron.
Dreidel decidió arriar cualquier resto de incredulidad y escuchar a la vieja como lo que en verdad era: un oráculo.
–Trabajó para Vandor, en tareas ingratas, donde podía dejar ver su talento de cuchillero. No sé con cuánta eficacia, hasta que lo mataron.
–Hasta que mataron a Vandor –intentó ordenar Dreidel.
La vieja asintió.
–Después siguió con sus sucesores. Porque, si lo pensás un poco, los nuevos mariscales sindicales de Perón eran de la línea de Vandor.
Dreidel lo había pensado más que un poco, y estaba totalmente de acuerdo.
–Y entonces siguió con éste y con aquél, siempre en la misma línea, hasta llegar a trabajar con su último jefe, al que también mataron. El hijo de Morales, Norberto, siguió la carrera de Letras. Morales había recorrido un camino muy largo y muy sinuoso. Cuando su hijo quiso hacer el secundario, Morales, para ayudarlo, se aplicó al saber con tanto talento como el que tenía para lanzar cuchillos. Aprendió matemáticas, física, literatura... a la par de su hijo. Incluso trabajando como matón de ocasión. Y en cuanto el hijo se metió en la carrera de Letras, que dejó por la mitad por esta historia, no porque fuera mal alumno, el propio Morales estudió Letras también.
“Les ocultaba celosamente a sus colegas del bajo fondo sindical que leía Shakespeare, Dostoievsky, Tolstoy... Pero los leía. Quería seguir tan cerca de su hijo como pudiera, como cuando se lanzaban cuchillos. Y tenía otra particularidad, este Morales: sus presas, a partir de los setenta, siempre eran jovencitos de izquierda. Trotskistas, maoístas, montoneros... Los de su línea política no lo atraían. Digo su línea política refiriéndome al patrón para el que trabajaba, no porque él tuviera una línea política en particular. Entre los de izquierda, en cambio, tal vez porque lo atraían de un modo perverso, se sentía cómodo.
”Morales nunca mató a ninguno de ellos. Más trabajaba de proteger a su patrón que de matar por matar. Es verdad que en esa tarea, una vez, se cepilló a otro matón, a cuchillo. Pero no era un asesino.
”Vino a verme, como te dije, seis años después. Abril del 74. A él le gustaban de izquierda, también, porque en esas agrupaciones condenaban el encuentro entre hombres; entonces, fuera de su cama, se aseguraba el silencio. No iban a contar nada que los pusiera en evidencia. Pero en la cama le contaban todo. Sus amantes montoneros le informaban más de su hijo, sin saber que era su hijo, que el propio Norberto. Norberto se había puesto de novio con la Negra Pelusa, del Frente Villero.
”A Morales lo alegró saber que Norberto tenía novia: sentía pánico de que fuera como él; pánico de transmitirle, genéticamente, lo que consideraba una maldición.
”Pero lo preocupó saber que la novia era montonera. Al fin y al cabo, eran sus enemigos. Cuando me vino a ver, en abril del 74, acababan de matar a su patrón. Se encontraba desguarnecido. Y había escuchado algo que le recordó mi consejo. Venían por él. Estaba en la nómina montonera de futuros cadáveres. Su primer reflejo fue sospechar que la Negra Pelusa había seducido al hijo para usarlo de señuelo, o entregador involuntario. Morales no concebía que su hijo pudiera voluntariamente mover un dedo contra él. Pero sí podía ser utilizado.
”Yo le dije que no sabía tanto: solamente podía repetirle mi consejo. Y eso era todo lo que sabía. Era la verdad. Morales me preguntó qué podía hacer. Todavía no había hablado ni una palabra con su hijo. Durante varias semanas, me vino a ver una vez por semana. Viajaba desde Buenos Aires, subía el cerro y volvía a Buenos Aires en micro. Usaba los viajes para pensar. Pasaba las noches insomne. Finalmente, le dije que como los dos habíamos leído Romeo y Julieta podía hablar claro: los Romeos nunca aceptan separarse de sus Julietas. No pueden escuchar ninguna razón, ver ningún futuro, hasta que matan y mueren. Si él intentaba separarlo de la Negra Pelusa, advertirle de algún modo que podrían intentar utilizarlo como trampa, el chico se ofendería y escaparía. No volvería a verlo. Y quizás, en esos tiempos, no lo viera nunca más.
”‘Pero, entonces –me dijo Morales– va a morir como un estúpido. Es muy joven.’
”Se lo expliqué en el escenario de Romeo y Julieta –dijo didáctica la vieja–. ¿Cuál hubiera sido la salvación de esos dos chicos?
–¿Por qué se mataron Romeo y Julieta? –preguntó de pronto la vieja a Dreidel, mirándolo a los ojos. La intensidad de los ojos oscuros era la de la foto.
Dreidel meditó un instante y respondió:
–Por un malentendido.
–Sí –aceptó la vieja–. Pero el malentendido no fue que Romeo creyera que Julieta había muerto. El malentendido fue creer que obraban por amor.
–¿Y cuál era su verdadera motivación? –preguntó Dreidel, sabiendo que retomaban una vieja discusión.
–La de cualquier joven –respondió la Rosales–. Ser otro, oponerse a su propia familia, intentar modificar sus orígenes para sentir el sabor más puro de la libertad. Claro que son todas pamplinas: uno es quien es y viene de los padres que viene, y no hay nada que hacer al respecto. Pero durante la juventud, la ilusión de que uno puede modificar el pasado es muy excitante. Ahora bien: lo único que importa es salir vivo y relativamente indemne de la juventud, para superar ese error y llegar a ser un adulto responsable. Si a uno lo matan entonces, en el medio del fragor de creerse otro, muere como un estúpido. Y si en el medio de ese fragor colabora con la muerte de su padre, llegará a viejo como un ser destruido.
”Ahora, decime, Romeo, que se había enamorado con igual intensidad de otra mujer solo unas páginas antes... ¿No podía darse cuenta, acaso, de que también a Julieta podría olvidarla con el pasar de los años, que no valía la pena sumergirse en semejante tragedia ni acabar con su vida por un par de revolcones?
–No –dijo con seguridad Dreidel.
–Tenés razón –aceptó la Rosales–. No podía saberlo. Solo pudo haberlo sabido después de muerto; tarde. Morales no podía permitir que fuera tarde para su hijo. Quería una vida entera para su hijo. La muerte del patrón, como te dije, lo había dejado totalmente desguarnecido. También te dije que había matado a uno. Ahora que el patrón no estaba, la causa judicial avanzaba. No faltaba nada para que, incluso en el medio de aquella sangría, lo llevaran preso por homicidio. Gente de su propia corriente, pero que le tenían tirria a Morales, que lo odiaban por haber sido el protegido del patrón, aprovechaban la muerte del patrón para cobrarse los vueltos. Por entonces nadie sabía bien quién había matado a quién ni por qué. Había muertos tan anónimos que no solo ellos eran NN, sino también sus asesinos. A Morales le hubiera venido bien un viajecito. Y entonces, se lo llevó por delante el camión.
–Así murió –apuntó excitado Dreidel–. Pero no fue un accidente, lo asesinaron.
–Fingió morir en el accidente de autos –alumbró la oscura noche la vieja–-. Y el accidente de autos fue fingido: los Montoneros habían roto los frenos y preparado el camión cisterna contra el que “chocó”. Morales siguió la corriente y fingió morir. Todo fue un gran fraude, pero con una cuota de realidad: Morales exhumó al hombre al que él mismo había matado y lo enterró en la quinta de Deragüe, como si fuera su propio cadáver.
–El hombre que se enterró a sí mismo –apuntó Dreidel.
–Nadie preguntaba, entonces, por qué se enterraba a un hombre en una quinta. Se daba por bueno el asunto con tal de que estuviese muerto y enterrado en algún lado.
–Al día siguiente de la “muerte” de Morales –dijo la vieja después de una pausa–, la Negra Pelusa comenzó a alejarse de Norberto. A diferencia de lo que pasa con la mayoría de los jóvenes enamorados, el alejamiento de la amada no lo enamoró aún más. Aceptó la distancia, y finalmente fue él quien terminó la relación.
–¿Descubrió que ella efectivamente había colaborado con los Montoneros en el atentado contra su padre? –preguntó Dreidel.
–No –dijo con seguridad la vieja–. Descubrió algo mucho más importante: que la amaba en tanto ella fuera la enemiga del padre. Y que ella lo amaba en cuanto fuera el hijo de su enemigo. Cuando Morales desapareció del mapa, desapareció también el amor. Si el Príncipe hubiera tenido éxito y los Montesco y los Capuleto se hubieran reconciliado, Romeo y Julieta se habrían separado. Si las familias se hubieran reconciliado, ellos se habrían separado. Nunca nadie se mata por amor: solo por odio. Ese hubiera sido un final distinto para Romeo y Julieta: las familias se amigan, y los amantes se separan incruentamente. Descubren que lo que los une es el odio adolescente contra sus respectivos padres, contra sus ancestros.
–¿Norberto supo el día del atentado que Morales no había muerto?
–Ni él ni nadie. El único modo de que los Romeos vean el futuro es mostrárselo. No hay modo de explicárselo. Están ciegos de la razón.
”Solo podemos instruirlos por medio de las sensaciones, nunca de las explicaciones.
–¿Y Norberto lo perdonó?
–Morales abandonó todo. Un mes después llamó a su hijo desde la Polinesia. El hijo se reunió con el padre. Siguieron lanzándose cuchillos el uno al otro hasta que dejé de saber de ellos, y no volví a mencionarlos hasta hoy, que me los trajiste no sé por qué. Este mate está horrendo. ¡Son las once de la noche, la puta que te parió!
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