› Por Esther Cross
El señor Slavomir Olenski era un príncipe retirado. Su nombre entero, que alcancé a ver en un sobre llegado de Varsovia, era una caravana de letras que ocupaban dos renglones y se armaban como un párrafo. En invierno usaba un abrigo largo y gastado de cachemir, con botones un poco diferentes entre sí y la marca de una estrella de David, más oscura, en la solapa. Visto de lejos era todo nobleza. Visto de cerca era el recuerdo de lo que debería haber sido. A distancia prudencial ni siquiera llamaba la atención. Y visto desde abajo, desde la calle, cuando miraba, concentrado, la plaza desde su departamento, la sensación de que hubiera merecido otra ventana con vista a otra plaza resultaba inevitable. En las reuniones de consorcio, insistía en un silencio que enjuiciaba, por contraste, los escándalos tejidos en la entrada, el sótano, el ascensor y las calderas. El príncipe Olenski no se privaba de clausurar la reunión con un suspiro resignado que nos dejaba a todos por el piso.
Sé que hay cosas que deben seguir iguales. Las cejas kaiserianas. Los hombros del traje azul gastados por barridas de cepillo. Las arrugas que, profundas, parecían no haberle dado tiempo. Una forma de aceptar las adversidades como parte del plan secreto de los días. Si bajaba de un taxi, aunque eso era infrecuente, daba tres pasos para luego darse vuelta, disculparse con el taxista y cerrar la puerta entonces. Cuando bajaba, en cambio, del colectivo, era como si el fantasma de una mano servicial lo levantara en el aire por unos segundos. El tic nervioso en ese empeño de cubrirse las muñecas con el puño de la camisa, siempre blanca. La suma de las partes no daba un resultado en sí desagradable. Por el contrario, encontrarse con Slavomir Olenski en el ascensor era casi una suerte, al menos porque era una ocasión excepcional en el juego de las probabilidades.
Por otro lado, era un señor elegante. Si elegancia, como dicen, es verse bien en todas partes. El señor Olenski armonizaba por igual en los salones de embajada y en los recodos de Retiro.
Cuando hablaba apretaba entre las manos una carpeta de cuero con cierre relámpago. Siempre andaba con esa carpeta que cumplía funciones extraordinarias. Además de servir para guardar lo que serían –a juzgar por su actitud– valiosos documentos, era el sable que el príncipe Olenski apretaba contra el pecho para darme paso al bajar del ascensor, gesto de cortesía que respetaba aun cuando a Orson se le daba por empacarse para después recapacitar y seguirme, la correa floja entre los dos en nuestra unión tan innegable como carente de sentido. En los días de lluvia, cuando nos cruzábamos en la puerta, estuviera por entrar o salir del edificio, el príncipe me acompañaba unos pasos con la carpeta a modo de paraguas. El día en que un acreedor lo increpó delante de unos cuantos vecinos, Slavomir Olenski abrió la carpeta sin mirarlo, escribió algo en una hoja en blanco y se la dio. El día en que el administrador del consorcio le entregó, al bajar del ascensor en planta baja, un telegrama de intimación por falta de pago de las expensas, el príncipe se limitó a abrir la carpeta como si fuera la boca de un cocodrilo con sus picantes fauces. La boca relámpago se devoró el telegrama con la misma rapidez con que, a juzgar por las noticias posteriores sobre la demanda, el príncipe Olenski se olvidó completamente del asunto.
Me llevó, como a todos, algún tiempo advertir que no se trataba de descuido o mala voluntad. Era un hombre habituado a hacer frente por sí mismo a problemas más bien irresolubles. El príncipe Olenski no podía pagar las expensas y encontraba seguramente bajo y de mal gusto explicar las causas de sus dificultades. Fueran las que fuesen, había tenido ya la oportunidad de comprobar que ninguna explicación, por más conmovedora, alcanza a saldar deudas.
Consigno una escena cientos de veces repetida. Paredes, el portero, barría la vereda. Cuando veía que el señor Slavomir Olenski estaba a punto de salir, precedido por la alfombra que iniciaba su camino, Paredes se cuadraba y decía, mirando al horizonte:
–Príncipe.
Entonces el señor Slavomir Olenski lo enfrentaba, a su modo, de costado, también mirando al horizonte de edificios, con la flecha enfocada, como siempre, en el centro de la conversación. Y así, mientras levantaba la mano en el aire como para apoyar su brazo sobre el hombro de Paredes, Slavomir Olenski le decía:
–No me llame príncipe, camarada.
Y siempre, en ese momento, al lado de Orson, como de costumbre, era cuando yo seguía de largo.
Para mí que el encuentro con el príncipe era algo predestinado. No puedo decir que mi vida hubiera sido diferente si no lo hubiera conocido, que es exactamente lo mismo que puedo decir respecto a la incidencia de la forma bastante incómoda de mi nariz o el color promedio de mis ojos, o la intranquilidad del pelo. Nada esencial pero ahí está la diferencia. Un día en que subimos los tres al ascensor, oímos el ruido de rotas cadenas y después nos balanceamos como una hamaca limitada, para golpear contra la nada en un ligero sacudón y entonces sí que el ascensor no se movía. Hice dos cosas: le ordené a Orson que se sentara y él me desobedeció. También le pregunté al príncipe Olenski a qué se dedicaba.
–Soy traductor de Conrad –dijo el príncipe mientras daba un paso hacia delante y después medio paso para atrás.
Por un momento, pensé que Conrad era un sello editorial. Después que Conrad era un señor para el que trabajaba el príncipe Olenski. Pero claro que no, era Joseph Conrad. El escritor. Polaco, como el príncipe Olenski.
–Ah –suspiré, conocedora–. Joseph Conrad.
–El mismo –dijo el señor Olenski.
Y agregó:
–Jósef Teodor Konrad Nalecz Korzeniowski, para ser exactos. Mire ese nombre. Lleva su tiempo memorizarlo. ¿Por qué olvidarlo después? A veces es bueno ser fiel a los recuerdos.
No entendí nada pero era evidente que hablaba con un entendido.
–¿Tendríamos que tocar la alarma? –pregunté.
–No a esta hora –me dijo el príncipe, inclinando ligeramente la cabeza–. El camarada Paredes está en su tiempo de descanso. Lo dice el estatuto.
Faltaban sólo diez minutos para que el camarada pudiera ayudarnos. Y el tema ya había salido.
–Qué interesante –le dije–, traduce Conrad al castellano.
El príncipe Olenski arqueó una ceja.
–No, traduzco Conrad del inglés al polaco, que era su lengua original. Conrad era un escritor equivocado. El era polaco, no tendría que haber escrito en inglés. Otros escritores pueden hacerlo porque el segundo idioma les resulta natural. Nos pasa a muchos. Usted, por ejemplo, llamaría a las cosas por su nombre si hablara en italiano. Y yo maldigo en alemán. Pero Conrad escribió en inglés porque era impaciente. Hace tiempo que todos los caminos parecen llevar al inglés. Por qué apurarse. Lo considero extremo. Lo mejor de sus historias nos hubiera llegado si las hubiéramos leído escritas por él en polaco y luego traducidas por alguien al inglés. Que era lo que él quería. Verse en inglés. Pero no tuvo paciencia y no quiso aceptar intermediarios. Mi trabajo consiste en traducir sus libros del inglés al polaco. Cuando vuelvan a traducirlos al inglés, van a ser totalmente diferentes a los que él mismo escribió en inglés, aunque tendrán, desde ya, su sello personal.
El sello personal del príncipe era el único resto de su infancia palaciega, pensé. En el dedo chico, un anillo con el sello negro de un escudo repleto de símbolos.
–¿El blasón de la familia? –pregunté, como decían en las revistas de la alta sociedad.
–No –y se rió–, no, no, no –casi se agachaba de lo que se reía–. Es el escudo de mi cuadro de fútbol en Polonia, yo soy un hincha de la primera hora.
Y la palabra hincha rebotó en mis oídos espantados. No le quedaba bien. Y él lo sabía. Pero todo pasa, aunque parezca interminable, y antes de lo que creímos el ascensor había retomado la marcha.
Un día después lo vi entrar, muy apurado, a la Richmond. Pero siempre iba apurado a todas partes. No tenía tiempo que perder. Era alguien decidido. Una noche me di cuenta de que estaba borracho porque parecía más joven. Otra, que la soledad le picaba porque me dijo algo en francés, que por respeto no transcribo. Y una tarde lo vi, pensativo, subiendo a bordo de la escalera mecánica de Gath&Chaves. Estaba siempre al filo del ridículo pero era su habilidad para hacer equilibrio todo el tiempo lo que hacía que este señor resultara por lo menos especial.
En la pila de correspondencia de la entrada, había sobres grandes coronados con emblemas y otros sobres partidos en diagonal por la franja oscura del luto. Nunca entendí por qué Paredes no desplegaba su correspondencia como naipes, como a todos. En una esquina del mostrador de la entrada, había una torre exacta hecha de cartas, que era la montaña para el señor Olenski. Quizá era porque era realmente una montaña. Todos dirigidos para el príncipe Olenski desde ciudades que integraban el mapa castigado de la Polska Rzeczpospolita Ludowa. Nombres en alemán, en bielorruso algunas veces. Y estampillas que decían Wroclaw, Poznan, Gdansk, Lodz, Cracovia. Todo iba a parar a su carpeta. No podía decirse lo mismo, en cambio, de una publicación barata que recibía de manera irregular. El señor Slavomir Olenski rompía la faja blanca con la dirección y el remitente. Y leía como loco, asintiendo como un sabio. Sus amigos de allá, decía Paredes, publicaban ese diario con profundas reflexiones y dibujos que llamaban a la acción. Músculos que levantaban pesadas herramientas. Láminas reducidas con hormigueros de personas esqueléticas pero abrazadas. Debo haber sido la única que votó para que lo dejaran tranquilo. No pagaba las expensas pero era solidario. Hacía todo lo posible por no molestar a nadie.
–Mucho príncipe –dijo el presidente de la asamblea–, pero no tiene un cobre.
Bajé la cabeza para tomar envión. A mí me pareció que a este señor se le había ido la mano. Y le dije que yo creía que:
–Usted acaba de mudarse a este edificio y no entiende nada. Este es un edificio de estilo, de categoría, dicen los anuncios, y pienso que tendríamos que obrar en consecuencia.
El presidente del consorcio se puso colorado de vergüenza. Pero no había sido, al parecer, por mi culpa. Una mano se había apoyado sobre mi hombro llamándome a silencio. En medio de la discusión, nadie había visto entrar al príncipe. Que dijo:
–Muchas gracias. No hace falta. La semana que viene abandono el departamento.
Con la voz definida. Los nervios sin embargo pudieron traicionarlo. Antes de darse vuelta, el señor Slavomir Olenski abrió el cierre de la carpeta y lo cerró. Para qué, nadie lo supo. Tampoco interesaba. Escuchamos el sonido de algo que caía rápido desde una ventana. Fue peor que si hubieran apuntado un cañón hacia nosotros en el momento en que la mecha prende fuego. Me resultó paradójico admirar a un capitán que abandonaba un barco que se hundía, quizás en el fondo de mis ojos. Pero también pensé que a lo mejor él era el barco y nosotros el océano. Hubiera hecho cualquier cosa por el señor Olenski en ese momento. Pero no pude. Porque el señor Olenski, además de hombre de letras, era un hombre de palabra.
Con no poca indignación, vi al príncipe juntar cuanta caja de cartón se encontrara en el camino. Hacía excursiones breves a la ferretería y volvía con ovillos de piolín y planchas de papel color madera. Paredes lo ayudaba con el embalaje.
Una tarde me avisaron que habían improvisado una subasta. Era el último día y remataba lo que no podía llevarse. El martillero tenía unos anteojos con recuadros congelados y prismáticos, y uno de esos martillitos que usan los médicos para probar los reflejos. Slavomir Olenski se paseaba de una punta a otra del cuarto de al lado, con la puerta entornada. Antiguo juego de plata sellada inglesa, colección Olenski, decía el hombre y a su lado, una mujer, con forma de asistente de mago, enseñaba a los presentes tetera y samovar opacados de amarillo, cucharas desparejas con empuñaduras de piedras transparentes, copas que se habrían salvado de la exageración de un brindis, un trinchante con las puntas como ganchos. Sin firma, gritaba el hombre desde lo hondo de su garganta. Cuadros del tamaño de una mano con retratos de mujeres pálidas y manchas de humedad. Un mueble indescriptible por lo absurdo, con cajones secretos. Un huevo de Fabergé totalmente descascarado. Mapas encuadernados en tapas de cuero de jabalí. Alhajeros sin nada. Una lupa con marco de carey. Cuando salió a remate un ejército maltrecho de húsares de plomo, el señor Slavomir Olenski hizo su primera oferta, con la mano izquierda en alto. Lo miraron con indignación. El presidente del consorcio, que había hecho buen negocio al comprar unas tacitas de porcelana, no se privó de comentar, por lo bajo, que era inapropiado que el señor Olenski se permitiera semejante lujo, teniendo en cuenta la situación por la que atravesaba. La gente no perdona los breves entusiasmos de los que están en la desgracia. Una mujer dobló la oferta y el señor Olenski se dio por vencido. No di tiempo a que el martillo golpeara por tercera vez sobre la mesa del escritorio, en que en los bordes se apilaban hojas y hojas escritas con palabras raras.
Me acerqué al martillero y dejé el par de billetes sobre el escritorio. Los húsares de plomo cayeron al descuido adentro de una caja. Le guiñé un ojo al príncipe. Desperté a Orson, que dormía, redondo, sobre la alfombra, y nos fuimos. El señor Olenski nos siguió.
Esperó el ascensor a nuestro lado, con las manos cruzadas detrás de la espalda. Me cedió paso y Orson tomó la delantera. Una vez dentro, el señor Olenski me anunció que tenía pensado acompañarme hasta el séptimo piso. Hablamos del clima, de la trompa de Orson muy graciosa, por cierto, de lo bien que lustraban los Paredes los herrajes de bronce, esas cosas, sin acercarnos a las proximidades de la zona de necrosis de nuestra despedida. Que parecía tan corta y ni me daba tiempo de entregarle la caja en que yacían apilados los restos de su ínfimo regimiento. Dejé caer mi parte de la correa de Orson al piso y el señor Olenski se inclinó para levantarla. Sólo tuve que apretar el botón que decía parar y oímos el ruido de rotas cadenas, antes de balancearnos como hamaca limitada para llegar al breve sismo y entonces detenernos. El príncipe Olenski, asombrado, me habló en un idioma que yo no comprendí. Fue breve pero sincero y podría jurar que estuvo muy bien. No pude decir nada. Cuando le di la caja, la aceptó con una sonrisa generosa. No encontré ninguna excusa para justificarme y evité el espejo porque estaba segura de que al verme me hubieran dado muchas ganas de llorar.
–Resista –me dijo el señor Slavomir Olenski en un castellano impecable–. Resista.
Y en ese momento el señor Slavomir Olenski me pareció, admito, irresistible. Con una sonrisa más feliz que resignada, tocó el número 7 y me llevó hasta mi casa.
–Príncipe –dijo Paredes, al otro día temprano a la mañana.
El príncipe Olenski dejó su valija de cuero gastado en la vereda. Con la carpeta debajo de uno de los brazos, miró la línea oscura en declive de la plaza. Levantó el brazo libre, como para apoyarlo sobre el hombro de Paredes.
–No me llame príncipe, camarada.
Al otro día a la mañana, vi a Paredes mirando, empecinado, el horizonte de edificios. Pasé a su lado y lo saludé inclinando la cabeza. Paredes negó, lento, con la suya. Es que el señor Olenski, como le gusta repetir aún al camarada Paredes, no era ningún improvisado. El señor Olenski tenía un nombre que era muy largo, del que no puedo acordarme algunas veces. El señor Slavomir Olenski anda, estoy segura, por ahí. El era un hombre de palabra. El traductor de Conrad. Era uno de los nuestros.
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