Mié 23.02.2011

VERANO12

El Circo Más Grande Del Mundo

› Por Leonardo Moledo

Para Nicolás Olszevicki

El Circo Más Grande del Mundo se instaló en un extremo de la villa, casi donde empezaba el puerto. Allí nacía también la calle principal, que luego de serpentear a lo largo de las playas remataba en el Hotel Viejo, un caserón que, según decían, había gozado alguna vez de cierto prestigio. Ahora funcionaba como casino. A lo largo de las casi veinte cuadras de la calle principal se amontonaban los negocios de venta de pulóveres y toda la gama de objetos provisorios, y en general pequeños, que produce el verano y que no suelen durar más que él: baratijas, collares, artesanías. El puerto era una zona turbia, era un error, pero siempre había estado allí, separado de la villa por un canal de aguas servidas que marcaba el término de la población veraniega y el comienzo de otra cosa no muy clara. La calle principal, paralela a la playa, tendida entre el casino y el puerto, parecía unir los dos extremos posibles del pecado. Normalmente, se veían barcos de pesca sobre el mar, a lo lejos. Ocasionalmente, veleros de veraneantes. Pero nunca se mezclaban.

Un poco porque sí, y un poco porque el verano transforma todo en una curiosidad, Gabriel fue a la primera función de las únicas cinco que daría el Circo Más Grande del Mundo. Era un verano algo aburrido, como todos, y entonces por qué no.

El circo se anunciaba con carteles de neón que no pegaban muy bien con los chalets ni con los barrios bajos de más allá del canal, donde empezaba el puerto. Los carteles de neón estaban prendidos también de día, como subrayando la artificialidad de esos colores que nunca son luz del todo. Eran artículos de fantasía, poco apropiados para las playas, donde se supone que todo tiene un significado profundo: el mar, la arena, o las rocas desmenuzadas en pedacitos por el viento y el agua a través de las eras geológicas. Todo el mundo se consideraba en contacto suficientemente estrecho con los misterios de la Creación como para no tener que preocuparse por ellos y encender sin problemas sus radios portátiles.

Es lo que habitualmente se considera efecto sedativo de las vacaciones: la multitud apiñada entre las escolleras frente a la unicidad teológica del mar.

Gabriel Cross, que tenía veinticinco años, no soportaba las radios portátiles. Su amigo, el que había conseguido que les prestaran el departamento, tampoco las podía aguantar. En general, nadie soportaba las radios portátiles y, si se les preguntaba de a uno, contestaban precisamente eso: que no soportaban las radios portátiles. Pero en conjunto todo el mundo las encendía. Aunque no lo confesaba en voz alta, Gabriel tenía ganas de volver a su trabajo en la Capital. Allí no tenía que preocuparse por distinguir lo fácil de lo importante, o que clasificar cada cosa en apropiada o inapropiada, divertida o no.

Esa tarde, después de la playa, Gabriel se encontró con su amigo por la calle principal: su amigo venía con una chica y se la presentó con aire de triunfo. Fueron a sentarse en un café. La chica hablaba y hablaba todo el tiempo. La gente pasaba por la calle principal, paseando o conversando, o mirando las vidrieras llenas de pulóveres, como si los pulóveres fueran los legítimos frutos del verano. Gabriel comentó que esa noche pensaba ir al Circo Más Grande del Mundo. Su amigo y la chica se rieron. Se rieron porque sí, no porque les pareciera divertido o ridículo. Se rieron porque había que reírse, porque estaban veraneando y había sol. La gente que miraba los pulóveres también se reía. La villa entera, entre el casino y el puerto, se reía con una risa única, que parecía una tos. La chica se interrumpió en medio de una frase, miró el mar y se quedo un rato en silencio. No dijo nada, pero pensaba que el mar era profundo, infinito. Que su sonido era incesante. Siempre igual, pero a la vez distinto, esas cosas. Gabriel los invitó a ver el circo esa noche y ellos volvieron a reírse. Tenían cosas más importantes que hacer.

La carpa era flamante y reflejaba las luces de neón, pero los carros, que se amontonaban en un baldío ahí al lado, parecían viejos y rotos. Sin embargo, un Renault Fuego estacionado junto a la boletería indicaba que el Circo Más Grande del Mundo era un buen negocio.

La cola frente a la boletería estaba llena de familias en vacaciones, con chicos zumbando impacientes y preguntando cuándo empezaba la función. Delante de Gabriel, un tipo atlético, con pinta de guardavidas, también protestaba y preguntaba por qué no empezaba la función. ¿Por qué no empieza la función?, decía.

Pero no hubo que esperar demasiado. De repente, abrieron la ventanilla de la boletería y una enana empezó a vender las entradas. Era increíblemente diminuta, fea y desproporcionada. El tipo con pinta de guardavidas sacudió la cabeza con furia: “vienen de otro mundo”, dijo. Lo decía por la enana de la boletería, pero era evidente que se refería a los enanos en general. Gabriel pensó que, efectivamente, la enana era horrible, pero no entendía por qué al tipo con pinta de guardavidas le causaba furia. A Gabriel más bien le daba lástima. Pensó que pobre. Trató de imaginarse qué se siente al ser un enano, pero no consiguió imaginarse nada.

La función empezó enseguida, con un par de payasos. Gabriel se rió, no porque le causaran gracia, sino porque todo el mundo se reía. Se rió como se habían reído su amigo y la chica esa tarde. Reírse era una manera como cualquier otra de pasar el verano. Uno se reía de lo grande y profundo, y también de lo pequeño y ridículo. Uno podía reírse frente al mar, porque parecía infinito e inconmensurable, o podía reírse frente a los payasos. Por qué no. Enseguida vinieron una ecuyère y una mujer que tiraba cuchillos sobre un tablón y después los payasos, esta vez por un rato más largo. Después, un grupo de equilibristas que se colgaron de varios trapecios. Al final, se colgaron todos de uno solo, formando una cadena humana que casi rozaba el piso. Cuando el trapecio se balanceaba, el público aplaudía. Entonces los equilibristas, sin dejar de balancearse, aplaudieron también. Uno no sabía cómo hacían para sostenerse y aplaudir al mismo tiempo. El público se conmocionó, aplaudió más fuerte todavía, y ese fue el punto culminante de la función, opacando hasta al número central, constituido por dos leones y su domador. Este número interesó solamente a los niños, que gritaban como locos. Luego volvieron los payasos y enseguida algunas cosas más, pero la función ya aflojaba y el público empezaba a cansarse.

El número final era una prueba de malabarismo.

Resultó que la malabarista era la misma enana que vendía las entradas. Apenas apareció, Gabriel buscó entre el público al tipo con pinta de guardavidas y vio que estaba furioso. Se movía en su asiento como si quisiera levantarse y gritar algo.

La enana arrojaba al aire unas naranjas. Empezó con dos y llegó hasta diez. Las naranjas parecían flotar en el aire, formando un arco. Al mismo tiempo, la enana empezó a dar vueltas carnero, manteniendo las diez naranjas en el aire. Si se lo pensaba, era increíble, cómo podía hacer eso. Pero el tipo con pinta de guardavidas estaba cada vez más furioso. El público no prestaba demasiada atención. Al fin de cuentas, era el número final, era una enana, y ya todos pensaban en la salida, en la noche, en que el mar es profundo y esas cosas. Aplaudían, pero aplaudían porque nada podía ser triste. El tipo con pinta de guardavidas, en cambio, no aplaudía y cerraba los puños, impotente. Gabriel hacía como los demás, mientras pensaba en la enana malabarista. ¿Vendría del puerto? ¿Viviría en uno de esos carromatos rotos? ¿Habría nacido en el Circo Más Grande del Mundo? Para hacer los juegos malabares usaba un vestido de fantasía que también parecía de neón, titilante. Allí, adentro de la carpa, todo titilaba tanto que parecía falso. Lo real era el mar y el verano y la risa. Y el ruido del mar, que es incesante, que no se detiene ni siquiera de noche, ni cuando llueve.

Cuando salió, la gente ya hacía cola para la segunda función, y la enana estaba en su puesto, vendiendo las entradas: el Circo Más Grande del Mundo ahorraba personal. Si se lo miraba bien, era una injusticia obligar a los artistas a cumplir tareas que no les son propias. Tal vez por eso el tipo con pinta de guardavidas estaba tan enojado.

Gabriel fue a una discoteca y se encontró con alguna gente conocida. La chica de su amigo lo saludó desde una mesa mientras se reía y hablaba, pero su amigo no estaba. A Gabriel le dio mala espina. Se sentó a una mesa con un par de estudiantes rubias, más jóvenes que él. Tenía que separarlas y llevarse a una de las dos, pero eran tan parecidas que no podía decidirse. Les preguntó cómo se llamaban y contestaron por turno, pero la música estaba tan fuerte que sólo entendió uno de los nombres: Alicia. El otro nombre se perdió en la barahúnda.

En realidad, fue una suerte porque lo ayudó a decidirse: ya tenía un motivo para quedarse con Alicia. Al fin y al cabo, el nombre es lo único que importa. Todo lo demás forma parte del mecanismo del verano. Y para conversar, siempre está el mar, que es grande, infinito, inconmensurable y todo eso. Y sirve también para quedarse en silencio, mirándolo. Es una gran suerte que haya mar, especialmente en las playas. Sin mar, todo se volvería muy complicado. El mar le da al verano el clima de película, la consistencia del celuloide.

Al día siguiente, Gabriel se fue con Alicia a la playa. Mientras cruzaban la calle principal, vieron pasar a los artistas del Circo Más Grande del Mundo. A Gabriel nunca se le hubiera ocurrido que la gente del circo existiera también de día. Cuando se lo dijo, Alicia no supo qué contestar y se quedó mirando hacia el mar. Los artistas iban en el Renault Fuego. El que manejaba era uno de los payasos. La enana iba en el asiento de atrás, mirando por la ventanilla. En realidad, iba como un niño, o como si fuera un bulto de los que habitualmente se llevan a la playa, un bulto alicaído, lleno de ropas, de termos o de comida. Así miraba la enana por la ventanilla. Gabriel siguió con la vista al coche, que se alejó por la calle principal y dobló en la última de las playas, justo frente al casino. Alicia le gustaba. Era estudiante de medicina, le había quedado un examen para marzo y daba a entender vagamente que ese examen pendiente le arruinaba el verano. Hablaba todo el tiempo del examen. Cada tanto, dejaba de hablar y se quedaba mirando el mar, como si mirar el mar fuera una forma de estudiar para el examen. O a lo mejor, sólo miraba el mar porque es grande y profundo, vaya uno a saber. Gabriel quería meterse en el agua, pero Alicia se negó, argumentando que estaba muy fría. Se había enterado porque una familia instalada ahí nomás, entre dos radios portátiles, había comentado precisamente eso: que el agua estaba muy fría. Gabriel se acordó de la enana del Circo Más Grande del Mundo y dijo que el agua estaba siempre igual, a la misma temperatura, pero que la gente la encontraba más caliente o más fría para tener de qué hablar. Entonces Alicia se enojó y le dijo que cambiara de tema, porque lo que acababa de decir le recordaba su examen, y desde ese momento estuvo de mal humor, y se quedó en silencio, mirando el mar, pensando que el sonido del mar es incesante y seguramente también en su examen.

A la tarde, Gabriel insistió para que fueran a la playa del casino. Alicia no quería. Gabriel le preguntó por qué y también le preguntó por qué estaba de mal humor, si estaban tan bien juntos. Alicia le hizo entender que, de alguna manera, la observación de Gabriel sobre la temperatura del agua le había arruinado el día por completo, y que ahora, hiciera lo que hiciera, estaría mentalmente estudiando para su examen de marzo. Gabriel dijo que entonces daba lo mismo ir a la playa del casino que a cualquier otra y Alicia no tuvo más remedio que ceder, aunque de mala gana. En realidad, los dos comprendían que su amor estaba terminándose y que duraría a lo sumo hasta el anochecer, en que se separarían para siempre. Pero a Gabriel le daba lástima, porque Alicia le gustaba.

En la playa del casino se encontraron con el amigo de Gabriel y su chica. Alicia y la otra chica se conocían porque habían estado en una fiesta juntas, la semana anterior. Se saludaron efusivamente, con grandes abrazos, recordando la fiesta. Pero ninguna de las dos se acordaba el nombre de la otra. Entonces Gabriel y su amigo deslizaron los nombres, como al descuido, y todo anduvo bien. Después, resultó que la fiesta que ambas recordaban no era la misma, se habían confundido, pero para entonces ya no importaba, porque habían intimado allí mismo, en la playa del casino. La otra chica también era estudiante. No tenía ningún examen pendiente, pero comprendió a la perfección lo que le pasaba a Alicia. Acordaron salir las dos juntas esa noche, cuando el amor entre Gabriel y Alicia hubiera terminado. Visto lo cual, Gabriel y su amigo también decidieron salir juntos, y todos se alegraron porque la tarde y la noche estaban resueltas. Mañana sería otro día. El ruido del mar, mientras tanto, era incesante, monótono, pero siempre diferente. Eso lo observó la amiga de Alicia y todos asintieron. También estaban contentos porque en esa playa había poca gente. Dijeron que en las playas repletas uno ni siquiera puede estirarse en la arena sin chocar con alguien. Gabriel dijo que además estaba el asunto de las radios portátiles y el amigo de Gabriel dijo que eran insoportables. La amiga de Alicia, que había traído una radio portátil, dijo que ella tampoco las soportaba. Estaban sentados los cuatro sobre una pequeña lona, cerca del guardavidas.

El guardavidas era el mismo tipo con pinta atlética que había estado delante de Gabriel en la cola del circo y que había dicho lo que había dicho sobre los enanos. El guardavidas estaba recostado contra su casilla, leyendo una revista. Los artistas del Circo Más Grande del Mundo estaban sentados en un extremo de la playa, del lado del Hotel Viejo. Era muy raro, pero parecían gente exactamente igual a la otra gente, salvo la enana. Aún de día, aún en la playa, seguía perteneciendo al circo. Gabriel reconoció a algunos de los equilibristas, pero no estaba muy seguro, porque todos los equilibristas se parecen entre sí. También estaba el payaso que manejaba el Renault Fuego. A Gabriel le pareció que trataban a la enana como si fuera una niña entre un grupo de adultos. No la dejaban ir al agua sola, la cuidaban, esas cosas. El guardavidas, cada tanto, cerraba su revista, miraba a los artistas y temblaba de furor. Entraba en su casilla y volvía a salir. Estaba nervioso, agitado. Se notaba que, si hubiera podido, hubiera echado a la enana de su playa. En un momento dado, los artistas del Circo Más Grande del Mundo recogieron todas sus cosas y se fueron. Seguro que debían prepararse para la función de esa noche.

Alicia y Gabriel se despidieron. A la manera del verano, claro está, prometiéndose volver a verse y sabiendo que no se verían nunca más, y que, en todo caso, como dijo Alicia, no se amarían nunca más. Era una pequeña tragedia, a su modo. Alicia deslizó una frase sugiriendo que si no se hubiera interpuesto la observación de Gabriel sobre la temperatura de agua, ella no se hubiera acordado de su examen, y entonces, quién sabe. Gabriel le dijo que iba a aprobar el examen. Alicia dijo que no debían culparse. Había sido como debía ser. El sonido del mar, monótono, incesante, y siempre distinto, subrayaba que ahí había intervenido, de alguna manera, la fatalidad.

El amigo de Gabriel y su chica también se estaban despidiendo para siempre. Las dos chicas se fueron juntas, y a los diez pasos cuchicheaban y se reían. Gabriel le propuso a su amigo comer algo rápido y pasar un rato por el casino. El amigo de Gabriel quería ir al puerto. Ir al puerto era siempre furtivo y excitante. Inevitablemente, alguien lo proponía, pero nunca nadie iba, eso se sabía que era así. En la ruleta, el amigo de Gabriel ganó algo, y Gabriel ni ganó ni perdió. Dos veces, cuando salió el cero, Gabriel pensó en la gente del Circo Más Grande del Mundo, reunida en la playa y que en ese momento estarían en plena función. Pero no podía recordar la función, los distintos números se le mezclaban. En cambio, recordaba perfectamente las caras en la playa, y la cabezota de la enana, pegada a ese cuerpo inútil para nada, salvo el circo. Pobre. Después se fueron a una discoteca. Allí, Gabriel perdió de vista a su amigo, que esa noche no volvió al departamento.

Al día siguiente, Gabriel fue a la playa del casino, pero los del Circo Más Grande del Mundo no aparecieron. La chica que lo acompañaba estaba furiosa porque en cinco días más tenía que volverse a la capital y no había podido disfrutar y descansar como ella quería. En suma, que en unos días se le acababa el verano y todo volvería a ser como siempre. Gabriel le propuso que disfrutaran juntos esos cinco días, y ella pareció alegrarse. A lo largo de la tarde, empezó a conformarse con su suerte, y los cinco días le parecieron un lapso aceptable, siempre y cuando no lloviera, claro está. El resto de la playa estaba igual. El guardavidas leía su revista tranquilamente. Para él, esa era una tarde magnífica, porque la enana no estaba en su playa. De repente, pasó el helicóptero de la patrulla de vigilancia costera, y todos lo miraron como un objeto extrañísimo. En realidad, el helicóptero pasaba todos los días más o menos a la misma hora, pero eso no lo tornaba más familiar. Al fin y al cabo, era una máquina, que de repente salía de la nada y se insertaba en la naturaleza, tapando todo lo demás. Eso lo pensaba toda la playa, al unísono. Casi se podía escuchar ese pensamiento, como un sonido más. Pero la gente del Circo Más Grande del Mundo no apareció ese día. Tal vez hubieran ido a otra playa, le dijo Gabriel a la chica. Ella le contestó que en realidad cinco días era una eternidad, porque, ¿quién puede medir el tiempo? Acaso el tiempo se mide por los relojes, ¿o por el almanaque? De ninguna manera. El paso del tiempo se mide por la intensidad con que uno vive las cosas, en especial los sentimientos. Allí estaba el mar, único, total, infinito, incesante, etcétera, para probarlo. Y la arena. ¿Gabriel sabía cuánto tiempo había llevado a la Naturaleza fabricar esa playa? Eras, eras geológicas. La chica tomó un puñado de arena y lo derramó sobre la espalda de Gabriel, que estaba acostado sobre la lona, como si estuviera derramando los miles de años que la naturaleza había gastado para fabricarles esa playa. Las eras geológicas se deslizaron sobre la espalda de Gabriel, como un cosquilleo maravilloso. Todo era maravilloso, dijo la chica, lo importante era la intensidad de las vivencias. Y encendió su radio portátil. Alguien hablaba por la radio, pero de todas maneras no se lo escuchaba porque el sonido incesante del mar tapaba todo. Cuando volvían de la playa, vio pasar a la malabarista manejando el Renault. Iba muy apurada en dirección al puerto, donde estaba el circo. ¿Cómo podía un ser tan pequeñito manejar semejante coche? ¿Cómo haría para alcanzar al mismo tiempo el volante y los pedales? Eran preguntas que Gabriel no podía contestarse, pero no le dijo nada a la chica. Tenía miedo de que otra vez se arruinara todo, y de que los cinco días que le quedaban volvieran a parecerle poco tiempo. Tal vez los enanos tienen recursos que uno ignora, ya que vienen de otro mundo, como había dicho el guardavidas, allá, en la cola del circo. Entonces se acordó, de repente, de la función, pero esta vez la recordó íntegra, con todos sus detalles, y con especial nitidez, de la cara de la enana, recortada en la ventanilla de la boletería. Podía ocurrir que fueran cada día a una playa distinta, al azar. Al fin de cuentas iban también de lugar en lugar con su circo, que aunque se llamara el Más Grande del Mundo, era un circo como todos los demás, que vagabundeaba con sus carromatos, dando funciones aquí y allá. Pero cuando los vagabundos permanecen por algunos días en un lugar, se aferran a una rutina. No, no. Si una vez habían ido, irían siempre a la playa del casino mientras el circo permaneciera en la villa.

A la mañana siguiente no vio a los artistas en la playa, pero a la tarde vino la enana con uno de los payasos. Usaba una malla seguramente comprada en alguna tienda de ropa infantil. El color era algo neutro, como para pasar desapercibida, mimetizarse con la arena, o algo así. Pero ella, como el mar, era también un objeto único. El guardavidas, al verla llegar, cerró la revista de historietas y se encerró en su casilla. Después volvió a salir, pero estaba inquieto y se movía continuamente. La chica había traído su radio portátil y la había prendido a todo volumen. Gabriel le pidió que la apagara, o que por lo menos la pusiera más bajo. Se lo pidió con un susurro cariñoso. Ella le preguntó si le molestaban las radios portátiles, y Gabriel dijo que no siempre, pero que a veces le molestaban. No lo dejaban escuchar el sonido del mar. A veces, sólo a veces, le molestaban. Entonces la chica dijo que a ella también le molestaban las radios portátiles y apagó la suya, pero al rato volvió a prenderla y Gabriel ya no le dijo nada. Miraba a la enana. ¿Entraría al agua? En algún lugar había leído que los enanos no pueden nadar. El guardavidas también la miraba. Cada tanto dejaba la revista, caminaba unos pasos hacia ella, y luego volvía y se encerraba por un rato en su casilla. Era evidente que no se atrevía a echarla de la playa. El tenía su teoría según la cual los enanos venían de otro mundo. Pues bien, entonces que se queden en ese otro mundo. Pero la cosa es que no se animaba a echarla. A Gabriel se le ocurrió que el guardavidas iba todas las noches al Circo Más Grande del Mundo sólo para mirar a la enana y saciar su odio. La chica seguía el compás de la música con el cuerpo. Estaba viviendo tan intensamente esos pocos días que le quedaban, que le daba lo mismo que la radio estuviera prendida o apagada, que transmitieran música o no, pero se entusiasmó cuando pasó el helicóptero. Gabriel la acarició como al descuido. La chica era tan blanda y tan hermosa y excitante. Pero también era tan hermosa porque la enana era tan fea. ¿Por que ocurría eso? Era una más de las preguntas que el verano dejaba sin contestar. La chica lo acarició también a él. Un rato más tarde, la malabarista se fue de la playa con el payaso. Gabriel miró la hora y vio que faltaba poco para la función. Caminaba con pasitos ridículos y cortos. A saltitos, como siempre hacen los enanos.

Hacía ya dos días que su amigo no aparecía, y Gabriel había empezado a preocuparse, pero cuando volvieron, casi al anochecer, estaba en casa. Estaba solo y tomaba un vaso de whisky con expresión deliberadamente patética. Era evidente que le había ocurrido algo grave, o por lo menos eso parecía. Gabriel le preguntó qué le pasaba, pero su amigo sacudió la cabeza, como diciéndole que no estaba en condiciones de desahogarse contándole sus penas, y señaló el vaso de whisky. Eso quería decir que iba a olvidar, gracias al alcohol. Después dejó deslizar que había estado en el puerto, sin dar ningún detalle, y siguió tomando whisky. Gabriel entró al dormitorio y vio que la chica estaba desvistiéndose, sin pensar siquiera en la cena, porque lo importante era la rapidez, la intensidad de las vivencias. Lo abrazó, y Gabriel se dejó arrastrar dulcemente. Ella no quería perder ni un minuto de ese intenso final del verano. Gabriel pensó que la malabarista, al fin de cuentas, no había entrado al agua. ¿Sería capaz de nadar? ¿Esas piernas y brazos minúsculos podrían sostener una cabeza tan grande, en el agua? ¿O se bañaría en la orilla, como los niños más pequeños?

A la mañana siguiente, se despertó temprano. Cuando fue a prepararse el desayuno, encontró a su amigo tomando café. Ya estaba perfectamente bien, pero se negó a contarle lo que le había pasado. Lo había olvidado, le dijo a Gabriel. Nunca más. Había sido víctima de una traición, pero perdonaba todo, a condición de olvidar, y había olvidado. La chica todavía dormía. ¿A qué hora se levantaban los artistas del Circo Más Grande del Mundo? Dicen que los artistas se levantan tarde. Pero tal vez a la enana la obligaban a despertarse temprano, para barrer y poner en orden la boletería. Charló un rato con su amigo, tratando de sonsacarle algo, pero él se mantuvo firme en su decisión de olvidarlo todo. Todo. Empezaría una nueva vida. Lejos de allí. Se iría muy lejos, donde nadie lo conociera, y, sobre todo, donde él no conociera a nadie. En realidad, con esto estaba todo dicho. El amigo de Gabriel decía estas cosas cuando sufría un desengaño amoroso. Siempre amenazaba con irse lejos y empezar una nueva vida, pero Gabriel siguió preguntándole, un poco por preguntar, y un poco porque a su amigo le gustaba negarse a dar detalles. Le era útil para olvidar. La chica se levantó recién al mediodía. El amigo de Gabriel los acompañó a la playa del casino. Lo que pasaba es que, en realidad, no había logrado olvidar del todo, y no estaba con ánimos de emprender una nueva aventura. Cada tanto miraba el horizonte, recordando su amenaza de irse lejos de allí, a donde nadie lo conociera, pero ya no lo decía en voz alta, como a la mañana.

Mientras bajaban a la playa del casino, la chica se dio cuenta de que se había olvidado la radio portátil y dijo que era una lástima. El amigo de Gabriel también dijo que era una lástima, ya que un poco de música era buena para olvidar, y no ese sonido del mar, siempre monótono y cambiante, que tornaba todo tan profundo, tan esencial, y ese horizonte que le recordaba su promesa de irse para siempre. Gabriel pensaba que era una suerte que la chica se hubiera olvidado la radio portátil, pero estuvo de acuerdo en que era una lástima, una verdadera lástima, y ella se puso contentísima. Le dijo que aunque ahora sólo le quedaban dos días del verano no le importaba. Porque lo único que importaba era la intensidad de las vivencias. En realidad, cuanto menos tiempo le quedaba, más tiempo le parecía. Y todo gracias a él, a Gabriel. Nunca había vivido nada tan intensamente. Gabriel se alegró porque todo el mundo estaba contento. Su amigo olvidaba, y la chica disfrutaba, acariciándolo. Y ahí estaban también los artistas del Circo Más Grande del Mundo. Esta vez la enana había venido con dos de los equilibristas y el payaso, el que manejaba el Renault. Estaban sentados, como siempre, en el extremo de la playa, del lado del casino. Tenían bolsos de comida y de ropa que parecían más grandes que la enana, como si fueran otros enanos amigos de ella, que le hicieran compañía. El guardavidas estaba encerrado en su casilla. Lo había hecho apenas los artistas llegaron. ¿Pero por qué no entraba al agua la malabarista? Mientras la chica lo acariciaba, Gabriel se quedó dormido, pero el estruendo del helicóptero lo despertó, y luego volvió a dormirse. Tirado sobre la lona, en la playa, pensó que no había nada mejor en el mundo que estar así, como estaba. La chica, y su amigo, y los equilibristas, y la enana, así, tan cerca. Todos en esa playa, al lado del casino.

Alguien que corría tropezó con él y lo despertó bruscamente. La gente se amontonaba en el extremo de la playa señalando al mar. Gabriel vio que los equilibristas y el payaso hacían gestos desesperados señalando también algo en el agua, y enseguida se dio cuenta de lo que había ocurrido: la malabarista finalmente había entrado al mar y estaba ahogándose. Como era de prever, esas extremidades ridículas y feas le habían fallado y no podía volver. Agarró a la chica de la mano y corrieron hasta la casilla del guardavidas. El guardavidas se había encerrado. Gabriel golpeó la puerta de la casilla hasta que el guardavidas le abrió y le dijo, a los gritos, que corriera, que la enana estaba ahogándose, que se apurara, pero el guardavidas ni se movió. Hizo un gesto como para volver a encerrarse. Si los enanos se meten en el agua, es cosa de ellos. Que los salven otros enanos. Eso quería decir el guardavidas. Ya bastante con haberlos tolerado en su playa. Gabriel detuvo la puerta de la casilla con la mano y empezó a gritarle. Pero el guardavidas cerró parsimoniosamente su revista, cruzó los brazos, y se quedó así, inmóvil. Gabriel le gritó otra vez, pero se dio cuenta de que el guardavidas, pasara lo que pasara, iba a dejar que la enana se ahogase. Lo había decidido desde el principio, desde el momento en que estaba parado en la cola del Circo Más Grande del Mundo y vio asomar la cabeza de la enana en la ventanilla de la boletería. Los enanos no provenían del verano, sino de otro lado. Que se ahoguen, entonces. Nadie va a lamentarlo. La chica estaba excitadísima con lo que estaba ocurriendo: los equilibristas y el payaso pidiendo auxilio, las manecitas de la enana que ya apenas se veían, el guardavidas cruzado de brazos, cumpliendo su implacable resolución, y la gente contemplando impasible cómo la enana se ahogaba en el mar sin remedio. Esa noche no habría función en el Circo Más Grande del Mundo. La chica temblaba, temblaba de emoción. No importaba cuánto faltara para que se terminara el verano. Aunque sólo fueran unas horas. Porque lo importante era la intensidad, la intensidad de las vivencias. Y todo era estrictamente maravilloso.

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