› Por Luis Gusmán
Elegí “Nombre de artista” porque de los cuentos que escribí reúne, para mí, tres condiciones que aprecio en el género: la escritura, la trama y el tiempo del relato. Creo que en este texto intenté un equilibrio entre cada uno de estos elementos, lo que hace que ninguno sea independiente del otro. En un cuento, el tiempo a veces incluye el suspenso; del que dispone el escritor es más corto que en una novela. El tiempo del relato no depende, por supuesto, de la extensión del cuento. No se trata de una espacialización del tiempo.
Es posible que estas consideraciones sean inútiles, porque esta es una versión corregida de las anteriores. Me hubiera gustado titularlo: “Japonesita “o “Laughton”.
Con respecto a lo que disparó esta historia, fueron mis viajes al lugar en que viví en mi infancia y en mi juventud. Siempre que volvía al barrio, me enteraba de que alguno de mis amigos de pibe había muerto o envejecido prematuramente. La expresión que se me imponía a flor de labios era : “Si tenía mi misma edad”.
El barrio era Villa Perro, al sur de Avellaneda. También se llamaba Villa Mercado o Villa Echenagucía. Eran distintas maneras de llamar al barrio. No era lo que hoy se conoce como una villa.
Es posible que todavía haya gente del barrio que no sepa por qué llevaba ese nombre y quizá no lo haya sabido nunca, y hasta es posible que se mueran sin saberlo. Yo me enteré de grande. Antes de dar una charla en un café literario se acercó un compañero de la primaria, Omar Mantovani, que había venido a escucharme. Primero jugó con el incógnito. Me preguntó si lo reconocía. En mi memoria arriesgué dos nombres, y el segundo no fue necesario porque acerté con el primero.
Cuando terminé de hablar, me senté en la mesa. Omar estaba con su hijo. En la charla, yo había hablado de Villa Perro. Entonces, él me preguntó si sabía por qué le habían puesto ese nombre. Yo tenía como respuesta una pregunta que se parecía a ciertas idiocias de la infancia: ¿Cómo le habían puesto ese nombre, si en el barrio no había muchos perros?
Entonces Mantovani me contó su versión del mito. En aquel tiempo había muchos incendios porque las casas eran de chapa, madera y material, y como Villa Perro quedaba lejos del cuartel de bomberos, cuando éstos llegaban al lugar del incendio estaban con la lengua afuera. El relato era en tiempo pasado, lo cual hacía suponer que venían en carros tirados por caballos y no en autobombas. Lo cierto es que esa noche al nombre Villa Perro se le agregó otra versión.
Esta anécdota sucedió muchos años más tarde de que escribiera “Nombre de artista”. Pero creo que en el cuento hay mucho de ese lugar de la infancia.
En Villa Perro si no se era jugador de fútbol, cantor de tangos o artista, no se era nadie. Aunque en ese tiempo se veía poco la cara de los ídolos. Recién había comenzado la televisión, había pocas revistas. Los ídolos eran una voz y una imagen cinematográfica.
En aquel tiempo, los años que en los cines daban tres películas, los ídolos estaban en la pantalla. Más extranjeros que nacionales.
Entonces los pibes, que después fuimos jóvenes y más tarde, prematuramente, jóvenes viejos, jugábamos a contar películas.
Cada uno contaba la suya, aunque fuera la misma que habían visto los otros. Trampas de la memoria, diría Ítalo Calvino. Alguien cuenta un cuento sobre un lobo, sobre un perro. Y ya, después, por la imperiosa necesidad de tener una memoria propia, se transforma en mi lobo, mi perro. Aunque la memoria huya y siempre sea de los otros. Eramos dobles de aquellos artistas que veíamos en la pantalla. Dobles y bastardos. Pero éramos y nos llamábamos por nuestros nombres de artistas.
Miramos hacia el cielo como queriendo detener la tormenta como si fuésemos brujos de una tribu extraña; buscamos con la mirada el amuleto, musitamos la palabra capaz de conjurar la tempestad. Un cielo que amenaza instalarse durante largo tiempo en la tierra. La tormenta que avanza desde el Sur ahora está sobre el convento de las Carmelitas y el Jesús en sus labios demuestra cómo hasta las religiosas le temen a la naturaleza, aunque encuentren en ella los designios de Dios. En unos minutos más estará sobre el policlínico.
Los enfermos que se pasean por el patio buscarán refugio. El cielo se oscurece y oculta el tren que marcha todavía más al Sur, donde está el mar. Allí sueñan viajar una vez que estén recuperados, sabiendo que su única esperanza se reduce a que ese tren, que nunca pasa a la misma hora, transformado en un buque fantasma, surja otra vez de la niebla.
Percibimos en el aire el olor de la tierra, como si ella impusiese su presencia en un secreto combate entre los elementos. La tierra con un olor a animal en celo violentando nuestro pudor y nuestros sentidos. Porque ninguno de nosotros tres ignora que esa tierra mojada es tierra de muerte. Porque los tres, al mismo tiempo, cruzamos el puente Pueyrredón para encontrarnos con la muerte de Charles.
El color del cielo me recuerda aquellos encuentros de nuestra juventud, cuando con Charles nos encontrábamos con los machos de la costa, los patrones de las putas. Cuando el río todavía estaba protegido por la costanera arbolada de jacarandaes y en la glorieta escuchábamos la marcha fúnebre de Gounod. Sus acordes llegaban hasta la casilla donde la puta desnuda se movía al compás de ese ritmo fúnebre. El movimiento era majestuoso, casi lírico, mientras que el nuestro era torpe porque el tiempo de nuestra explosión contenida estaba regido por los machos de la costa haciendo sonar sus tacos brillantes sobre el muelle de madera. Y en esos pasos estaba medido, centímetro por centímetro, instante por instante, el tiempo de nuestro placer por el que habíamos pagado por anticipado. Porque dependíamos de la suerte y de la música del cielo. Porque si había buen tiempo estaba la banda de músicos y los machos de la costa se entretenían esperando por sus putas. De la música, porque si el ritmo era otro, la Japonesita de Brunelli, los movimientos rápidos de la mujer nos imponían la violencia de un espasmo al borde de la desesperación. Porque si sus ojos y su risa bailaban al compás de Japonesita, la tristeza se quedaba en no-sotros. Si no, eran los ojos de ella que a los acordes de la marcha fúnebre se apagaban y entonces sus movimientos eran morosos, olvidada de su cuerpo, lo que nos daba derecho a disponer un instante más de placer. Siempre atentos a los pasos que venían desde el muelle.
Nuestra preferida se llamaba la Biyú, porque debajo del pulóver no usaba corpiño. Le preguntábamos si la lana no le hacía picar el cuerpo, tan asombrados de encontrarnos así de golpe con sus pechos desnudos, y nos decía que era lana sino vanlon. Esta conversación era frecuentemente interrumpida cuando el macho de la costa golpeaba tres veces la puerta mientras ella terminaba de ponerse el suéter y hacía un mohín de conmiseración a Charles, que tenía que atravesar tres cuadras con su fracaso a cuestas hasta llegar a la avenida.
Entonces comenzamos una conversación sobre la Biyú. “Es por la plata, la llaman así por la biyuya”, afirmé, enfáticamente. “No es por eso –me respondió Charles–, es porque es francesa. Bijou quiere decir ‘joya’. Esos anillitos que vienen con los nombres. Ella es una joyita de la costa. La trajo el río. ¿No viste cómo tiene los dedos cubiertos de anillos y los brazos de pulseras? ¿Escuchaste el ruido que hacen cuando se mueve? Es como una música. Tanta música junta me enfrió. Como si a cada música los ojos le cambiasen de color. No fue por los machos de la costa, nunca les tuve miedo ni a sus navajas ni a sus cicatrices.”
Charles no era su verdadero nombre. Todos nos llamábamos con nombres de artista y él era Laughton.
Laugthon cada vez que bajaba la escalera de la única casa de dos pisos donde estaba el aserradero donde trabajaba, arrastrando su cuerpo pesado, su vejez prematura. Su muerte inminente. La condena que lo envolvía, ese polvo que perdía cada bolsa de aserrín que cargaba a sus espaldas. Esa joroba de arpillera que ya formaba parte de su cuerpo.
Fue en la puerta de ese mismo aserradero donde mantuve con él la conversación más dramática y más íntima.
La confesión de Charles había empezado teniendo como fondo las campanadas del convento de las Carmelitas. Fue unos meses antes del final. Sin dudas, la confesión estuvo dictada por la cercanía de la muerte. También había cambiado su manera de hablar, como si hubiese alcanzado un estado místico.
“Nunca besé a una mujer –me dijo Charles–. Me voy a morir sin saber lo que es el beso de una mujer. Sucedió una tarde en el patio del convento, durante una kermesse de Pascua. Esa tarde lo santo se mezclaba con lo profano. A medida que atravesaba cada centímetro de pasto, la santidad cedía a una luminosidad viscosa. Pequeñas bombitas de color colgaban de los árboles como frutos del paraíso. El pecado estaba al alcance de las manos.
“Una chica atendía uno de los puestos. El juego consistía en embocar con una argolla la cabeza de los patos de madera que flotaban en una especie de pequeño lago artificial. Los premios, imágenes y objetos religiosos. Santos, Vírgenes y animalitos de Dios. El premio mayor, una estrella de Belén hecha con papel glasé.
“Te juro que ni siquiera mi mano o mi voz temblaron. En las manos de aquella chica las argollas parecían rosquita de azúcar. Siempre tuve buena puntería. Los patos flotaban y estúpidamente ofrecían el cogote. Cuando gané la primera estrella plateada se la regalé. Entonces me dijo: ‘¿Por qué no la dona?’ Conocía el movimiento de cada uno de los patos, sabía cuál era más fácil de embocar. Incluso decidí errar algunos tiros. Quería ver su piel mojada, sus manos hundiéndose delicadamente en el agua. Me sentí ridículo y comencé a sentir un sordo rencor hacia ella. Me puse torvo. La invité a bailar. Ella me contestó dulcemente que no podía abandonar su puesto.
“Me fui a recorrer el baile. Casi todos hombres. Muy pocas mujeres. Nadie bailaba. Sabía que iba a volver, que nunca me olvidaría de su cara. Otra vez me encontré en el puesto frente al cogote de los patos. Acumulé santitos y animales. Lo cierto es que no podía irme y no quería que transcurriera el tiempo, aunque simultáneamente un dolor desconocido me hacía desear que viniese una tormenta para librarme de ella. Creo que lo suyo fue un acto de piedad. Yo estaba apoyado sobre el mostrador y la chica, en vez de entregarme la estrella plateada, rozó mi mejilla con sus labios.
“Me di cuenta de que era la despedida. Nunca iba a saber su nombre y ella, con su beso, me había dicho que me perdiera en la noche.
“Estuve a punto de decirle mi nombre de artista. Estuve a punto de decirle que en el barrio la hubiésemos llamado Julie Andrews. Pero me fui en silencio y me perdí en la noche.”
De esa manera recordé la conversación con Laughton, que con el tiempo se había convertido en un relato. Busqué en el cielo la tormenta; a nadie le gusta morir, mucho menos con lluvia. Llegaríamos al velorio de Charles con los últimos relámpagos. Una casa de hombres solos. Ahora, quedaba su tío Hugo, al que llamábamos Víctor Mac Laglen, y Emilio, el hermano de Charles. Una vida inútil. Un cuerpo enorme para arrastrar una valija para vender baratijas por la villa. Emilio, tullido de un brazo, había llegado demasiado tarde para que le pusiéramos un nombre de artista.
Muerta la madre de Charles, se acostumbraron a vivir sin mujeres. Usaban la misma ropa y cuando no daba más, la tiraban. Comían lo elemental prescindiendo de lo que para ellos era el mundo femenino.
–Yo lo vi a Charles después del derrame cerebral. Quedó hemipléjico. Estaba avejentado. Pero nunca pensé que iba a pasar tan rápido –dice en voz alta, casi hablándole al cielo, uno de los hombres que cruzó conmigo el puente. Una epidemia. En dos años se los llevó a todos. Es la casa. Se tienen que mudar.
En vez de responderle prefiero recordar mi último encuentro con Charles. Lo vi venir desde el otro extremo de la calle. Caminado con dificultad, apoyado en un bastón. Cuando se acercó, reconocí que era el bastón de su abuelo. Tal vez por esas huellas en la madera nudosa, como si las marcas de sus dedos hubiesen quedado impresas allí. Charles tenía la cara roja. Dos venitas azuladas surcaban sus párpados hinchados. “Ahora lleva las bolsas en la cara”, pensé. El pelo blanco como si fuera una peluca empolvada. Un ojo casi caído, era una joya iluminándole la cara. Era Laughton.
Con un pequeño movimiento, un leve giro, calculó si aún podía evitarme. La enfermedad no le había hecho perder el pudor. Era demasiado tarde. Estaba a unos pasos de mí. Había perdido su juventud hacía demasiado tiempo.
Recuerdo que estreché su mano temblorosa. El se afirmó en el bastón, se irguió contra la enfermedad, contra los ciento veinte kilos que llevaba encima. “Parezco un boxeador retirado”, dijo.
En aquel encuentro le había contado a Laughton que por fin había conseguido una foto de Wallace Berry. Y me había sorprendido descubrir que Wallace era gordo, ya que siempre había pensado que era flaco. Y que era una paradoja que durante años me hubiesen llamado con el nombre de un gordo.
–Es una ficción, querido Wallace. Yo, en cambio, me parezco cada vez más a mi nombre.
Sólo pude decirle que un día nos encontraríamos para contarnos películas. Hizo con la cabeza un gesto afirmativo. Nos despedimos. Estoy seguro de que ninguno de los dos se dio vuelta para mirar atrás.
Entramos con respeto a la casa de los hombres solos, habitada esta mañana por mujeres. Tías lejanas, primas de Charles. Reconozco antiguas caras. Nombres de actrices. El dolor no ha impedido que la belleza se borre de algunos rostros. Es más, los embellece.
Quiero aproximarme a Laughton, no demorar el encuentro. Lo veo tendido en un ataúd precariamente sostenido por dos columnas de bronce. Su mortaja luce una impecable pechera blanca. Pechera de antiguo marino. Imagino la planchuela lista, el salmo breve, la rápida oración fúnebre como el movimiento de la ola de mar que lo aguarda y pronto se lo tragará. El último ruido sobre el agua, el último golpe, mientras piadosamente, alguien cierra una Biblia. Pero él sigue inmóvil. Pero el que está ahí no es Laughton, es un despojo, alguien completamente desconocido.
Entonces me voy a su pieza. Busco objetos. Alguna foto que me devuelva a aquella amistad. Emilio me interrumpe en esa pesquisa. Levanta el vidrio de la mesita de luz y me entrega una postal: El beso de Klimt.
–Es tuya, la tuvo siempre debajo de ese vidrio.
Miro esas bocas fundidas Esa pintura que todavía me conmueve. Reconozco al dorso mi letra: “Querido Charles”. Prefiero no seguir leyendo.
Le respondo:
–Es de él, todavía es de él.
Respeta mi decisión y la vuelve a colocar debajo del vidrio. Entonces agrega:
–Debajo del vidrio parece un cuadro de verdad.
Caminamos hacia el patio. Emilio está preocupado por la lluvia. “Se va a inundar –me dice–. El cortejo no va a poder salir. Y si se inunda lo van a tener que llevar por Agüero. El siempre decía: ‘El día que me muera, no quiero que me lleven por Agüero. Tampoco quiero que me entierren en Villa Perro’. Por eso se compró una parcela en el cementerio de Olivos.”
Aprovecho que alguien viene a presentarme sus condolencias a Emilio para alejarme y quedarme solo. Me imagino a Charles recorriendo el camino de su propia tumba. Envuelto en vaya a saber qué pensamientos. Buscando el paisaje aislado, tratando de evitar en la muerte la promiscuidad de su vida. Recorriendo cada uno de los canteros, embriagado de esas fragancias. Imaginando su nombre de artista grabado en el mármol lujoso.
Las horas que faltan son medidas por alguna anécdota y el temporal. Siguiendo la voluntad de Charles con el cortejo evitamos la calle Agüero. Atravesamos los siete puentes. Después el puente Pueyrredón. El viaje hasta la Capital es largo. Emilio tiene una preocupación que lo atormenta. Secretamente, me la murmura al oído: “Tan lejos no va a venir nadie a visitarlo”.
Después de permanecer callado unos minutos, Emilio me vuelve a hablar al oído: “Puedo venir los domingos, cuando voy al hipódromo”.
Los autos van entrando lentamente en la geografía que Charles eligió para su tumba. Una arquitectura simétrica, despojada. Todas las sepulturas se parecen entre sí. Una geometría perfecta que escamotea la muerte. Por mi parte, prefiero esas bóvedas barrocas o esos retratos ovales que acompañan las lápidas con una foto del difunto. Esos monumentos que en su lujosa sencillez nos dicen: “aún está ahí”. Es una manera de cercarla, de arrinconar la muerte en la propia muerte, de cavarle su fosa y de atestiguar su presencia.
Mientras recorremos con cierta dificultad el camino final, conversamos de trivialidades. Noticias del otro lado del puente. Otros nacimientos, otras muertes. Una regulación del orden universal.
Cada calle tiene el nombre de una estación. Estamos en Primavera. En medio de un paisaje cubista está la lápida que Charles se mandó a construir. Sobre el mármol han levantado un extraño monumento. Una réplica perversa de El beso, de Klimt.
Miro a Emilio y me dice:
–Ahora entiendo para qué guardaba la plata. A él siempre le gustó esa pintura. Tal vez pensó que estando tan lejos lo acompañaría. Durante el viaje calculé que en auto queda justo a una hora del hipódromo.
Me doy cuenta de que Charles, sólo a mí, me confesó su secreto.
La ceremonia es breve.
Siento un profundo regocijo al saber que Charles Laughton descansa para siempre en un lujoso cementerio de la provincia de Buenos Aires.
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