Jue 12.01.2012

VERANO12

Fuegos artificiales

› Por Juan Martini

El cuento por su autor

Ringside

En la noche del 30 de junio de 1975 Víctor Galíndez y Aconcagua Ahumada, dos argentinos, pelearon en el Madison Square Garden de Nueva York por el título mundial de los medio pesados. Galíndez ganó y retuvo la corona.

Pocas horas después, en Kuala Lumpur, Cassius Clay defendió su título de campeón de todos los pesos ante el desafiante británico Joe Bugner, al que le ganó por puntos.

Entre una pelea y otra, también en el Madison Square Garden, Carlos Monzón defendió por 11ª vez su corona de los medianos frente al estadounidense Tony Licata, que perdió por KO técnico en el 10° round.

Tres campeones argentinos boxearon en Nueva York aquel 30 de junio. Era, quizá, la última gran época del box nacional. Y si a tanto espectáculo le faltaba algo era una historia de amor. Pero no le faltó. Susana Giménez, entonces la mujer de Monzón, alentó al campeón a los gritos desde el ringside. Ella tenía 31 años.

El día siguiente, 1° de julio de 1975, se cumpliría un año de la muerte de Juan Perón y en el país la presidencia inesperada de Isabel Martínez y la simiente golpista encabezada por Jorge Videla atravesaban una escena política desarticulada por la orfandad.

En ese marco histórico el matrimonio joven que protagoniza “Fuegos artificiales” se aferrará a las peripecias del box y de la política para evitar enfrentarse por los motivos reales que a los dos los enojan.

Este cuento es antes que nada la representación de un clima. Un exterior y un interior que se entrelazan en una escena doméstica casi intrascendente y que refleja, sin embargo, una tensión mucho más compleja en los instantes previos, se podría decir, a la materialización de la dictadura más canalla y sangrienta que sufrió la Argentina.


Ya está la comida, había dicho ella cuando venía de la cocina trayendo una ensaladera y una fuente con la carne, y él levantó la mirada, molesto por aquel tono con el que la mujer le había advertido que se trataba de un último aviso, que no repetiría el llamado, que se sentaría a cenar ya sin esperar que él dejase su diario y su sillón para situarse frente a ella. Sacude entonces el diario en el aire, apenas, acomodándolo, como intentado alisar un pliegue, una comba que le estorba la lectura, y las hojas de papel hacen un ruido sordo entre sus manos, un chasquido familiar, si se quiere, y ella piensa que debe tomar ese gesto como una respuesta: se sienta, sirve un trozo de carne, un poco de ensalada en cada plato, y comienza a comer.

Por encima del diario, sin que ella en apariencia se dé cuenta, el hombre contempla a la mujer, contempla el cuidado que pone al cortar primero un bocado de carne, llevárselo a la boca y masticarlo, con los labios cerrados, contempla el cuidado con el que usa el tenedor para pinchar después un par de hojas de lechuga, esperando haber tragado el bocado anterior para llevarse el próximo a la boca. El hombre observa cómo ella deja los cubiertos, se limpia los labios con una servilleta y alza el vaso de vino. El se inclina entonces hacia el televisor, pulsa una tecla dorada, dobla el diario y lo deja sobre una mesita, espera que el aparato componga la primera imagen, gris, negra y plateada, para sintonizar, para quitar brillo, para levantar o bajar el volumen, según, cuando en la pantalla surge Carlos Monzón, cubierto con una larga bata oscura, en el momento exacto en que pasa entre las cuerdas para subir al ring del Madison Square Garden porque esa noche, justamente, defiende su título por undécima vez, en los Estados Unidos.

El ha llegado a la hora de costumbre, ha besado levemente a la mujer. ¿Qué tal?, ha dicho sin esperar realmente una respuesta, ¿Y la nena? Duerme, ha dicho ella. Se ha sentido, al mismo tiempo, vencido, golpeado, ciego de rencor, pero no ha respondido. En cambio ha buscado como un refugio, como un alivio, su sillón, el diario, los chicos a esta hora duermen, hubiera dicho ella, los chicos en invierno, cuando son tan chicos, hubiera dicho. Entonces se ha dejado caer en el sillón como si un lastre inevitable y propio lo tumbase, y ha manoteado el diario y lo ha abierto al azar y lo ha plegado y ha leído cualquier cosa, que esta noche, en el Madison, mientras la nena duerme, Carlos Monzón defiende su título.

La carne crepitaba sobre la plancha, cociéndose: luego, su pelo se habrá impregnado de aquel olor a grasa derretida, a jugo de carne hirviendo, la piel pálida y tensa de su cara tendrá un incierto sabor a sal. Y después de cenar, de lavar platos y cubiertos con los brazos hundidos en agua y detergente, en esa grisácea y rumorosa espuma de jabón que crece colmando la pileta con infinitas burbujas, pequeñas y opacas, sus manos no serán las mismas. Una ventana parecía aspirar el humo de la carne que, a medida que se cocía, sobre la plancha, aparentaba reducirse, concentrarse, hacerse más delgada, soltando el jugo que pronto chisporroteaba sobre el hierro negro y ardiente, pero el intenso olor que despedía evolucionaba por la casa, saturaba el aire, penetraba la ropa que había quedado sobre una silla.

Ya está la comida, había dicho la mujer, y él se decide por fin a ocupar su lugar, frente a su plato, frente a ella, después de sintonizar la imagen del televisor, de ajustar el volumen para evitar que ella le recuerde que la nena está durmiendo. Se sienta a comer cuando Tony Licata ocupa un primer plano y el himno de los Estados Unidos suena en el fondo, suena con sus primeros acordes en el fondo de toda esa algarabía y esa emoción que se viven en el Madison la noche del 30 de junio de 1975.

Ella ha servido la carne en platos blancos, lisos, sólo decorados por una estrecha banda azul con filetes dorados, próxima al borde. Ha echado sal sobre las hojas de lechuga casi blancas, sobre los tomates y los aros de cebolla, vierte aceite y vinagre, revuelve hábilmente la ensalada con una cuchara y un tenedor. Cada tanto mueve la cabeza en un intento vano de recoger hacia atrás el pelo que pronto cae otra vez por los hombros, por los costados de la cara, lacio y rebelde. Después sirve vino en los dos vasos de vidrio biselados, alza uno y se lo lleva a la boca, toma algunos tragos, pero son tan breves que en realidad parece que sólo ha humedecido apenas sus labios con vino tinto y puro.

No me gusta el box, dice ella sentada de espaldas al televisor, me impresiona, me hace mal. A mí también, dice él, clava las cuatro puntas del tenedor en la carne, apoya el filo del cuchillo y corta con precisos movimientos, el filo produce un tenue siseo al atravesar la pulpa de la que ahora brota un jugo oscuro, rojizo, que se desparrama por el plato. Monzón sale con la izquierda en punta, los ojos pequeños, atentos, feroces, fijos en Licata, que amaga con derecha, se desplaza para evitar la réplica, en desorden pretende llevarse por delante al campeón, y el campeón falla con derecha pero ubica pronto dos golpes, cruzados, arriba, sin fuerza.

No es un verdadero deporte, dice él, mantiene apenas durante un momento el tenedor suspendido en el aire para que algunas gotas de aceite se escurran desde los trozos de lechuga, tomate y cebolla, come, mastica con la boca llena de carne y ensalada, traga, toma vino y soda. No sé, me gusta mirarlo, pero para mí el box no es un verdadero deporte, repite. Carlos Monzón aceptaría después que en el quinto round le había faltado el aire, se había sentido ahogado, Licata se caía y tiré cualquier cantidad de manos, eso me mató, diría el campeón, pero hacia el décimo asalto se había recuperado, dijo, y ya habían visto de qué manera había definido el combate. Hoy hubo lío en la Federación, había dicho él, y ella había preguntado: ¿Lío? Sí, bronca, porque dos o tres delegados se negaban a poner la solicitada de mañana y el secretario los acusó de traidores, ¿te das cuenta?

Ella lavaba los platos, arremangada, los brazos mojados, cubiertos de agua tibia y jabón, sus manos no serían después las mismas, los dedos macerados, el dorso blanco, áspero, en seguida suavizado por una crema dulce y aceitosa, el café, o el pocillo, le parece a él, no huele a café, huele a crema para las manos. Licata se desplazaba sobre el centro, allí cambiaban golpes sin importancia, Monzón buscaba los planos bajos del challenger que sin embargo conseguía colocar un directo de derecha en la cabeza del campeón argentino, un recto de Monzón conmovía al norteamericano, el hombre de Nueva Orleans acusaba otros golpes, fallaba con una izquierda, sonaba la campana, Licata estaba sentido.

¿Cómo no van a poner la solicitada?, había preguntado ella, es el primer aniversario: Eso, dijo él, les pregunté si se habían vuelto locos o qué, el primer aniversario de la muerte de Perón y ustedes quieren borrarse, estamos todos locos, y el secretario dijo: éstos no son locos, son traidores, y allí se empezaron a fajar, no sabés cómo se daban, hasta que se metieron otros, para separarlos, pero ya quedó la bronca, ella sopaba una rodaja de pan en la ensaladera, se pasaba la lengua por los labios, a pesar del castigo Licata iba al frente, buscaba el juego corto para colocar un golpe ascendente que daba en los guantes de Monzón y el campeón del mundo aplicaba izquierda, derecha, repetía, enardecido, castigaba con violencia, Licata asimilaba, parecía asimilar, trataba, desorientado, de asimilar, hacía girar al campeón amarrándolo por la cintura.

La mujer ha servido el postre, budín de pan con dulce de leche, budín casero, una especialidad –tan bien le sale–, termina pronto su plato, lo inclina, llena la pequeña cuchara con jugo color caramelo, con caramelo, se relame, pide más; ella sonríe imperceptiblemente, complacida, le sirve otra porción y él vuelve a comer, reconfortado, los ojos fijos en los puños de Carlos Monzón, mirá cuando la televisión sea en colores, dice. No, por favor, dice ella, no para ver estas cosas, tipos destrozados, sangrando. El Madison Square Garden se estremece: Licata bailoteaba, intentaba ahora sacarse de encima a Monzón sin éxito y recibía izquierda y derecha en la cara, pero aprovechaba que el campeón bajaba los brazos y disparaba un potente impacto también al rostro, el argentino reaccionaba y con furiosa derecha derrumbaba a Licata; el norteamericano, en la lona, se incorporaba, le contaban ocho.

Ella levantaría la mesa, apilaría los platos en una bandeja, recogería las migas, los cubiertos, los vasos y las botellas, comenzaría a lavar, ya con desgano, bostezando de vez en cuando, mientras la multitud que colmaba el Madison en Nueva York se alzaba en gritos, alientos y protestas, Carlos Monzón, campeón del mundo, demolía a Tony Licata en otra airosa defensa de su título. Poné más despacio, diría ella, y él fingiría no escucharla, Monzón castigaba, Licata se jugaba en los cruces, el norteamericano estaba terminado, lo salvaba el gong, la cámara derivaba por el ringside, se llenaba de pronto con una mujer de pelo largo y vestido negro, muy escotado, una mujer excitada que se paraba, agitaba los brazos, gritaba en dirección a la esquina del campeón del mundo.

Ella termina de lavar poco después del fin del combate, cuando el ring del Madison ha quedado vacío y se despliegan a cada lado grandes pantallas que recibirán la televisación en directo de otro enfrentamiento: las imágenes, desde Kuala Lumpur, de Cassius Clay y Joe Bugner por la corona de todos los pesos; cuando Aconcagua Ahumada, derrotado esa misma noche por Víctor Galíndez, busca reposo en una habitación del Statler Hilton Hotel, frente al Madison, la noche del 30 de junio de 1975, por primera vez tres combates por tres títulos del mundo. Termina de lavar, apaga las luces, se dirige al baño, después al dormitorio, sin hacer ruido.

Poco antes, Carlos Monzón saltaba de su rincón buscando definir, terminar una pelea que ya estaba terminada, el cuerpo envaselinado, el pelo chorreando sudor, recuperado el aire perdido cinco vueltas atrás, abriendo otra vez con la izquierda en punta el camino para entrar con derecha en la línea alta de Tony Licata, el norteamericano absorbiendo un castigo despiadado, los ojos largos, cerrados, en su cara de japonés, el desconcierto del challenger, la abrumadora andanada de golpes que recibe, la multitud que brama en el Madison, la mujer que grita en castellano desde el ringside: “Vamos, Carlos, vamos, mi amor”, los golpes del campeón, el estruendo de los golpes de Carlitos Monzón en su cabeza, cae Licata y sabe que debe esperar, hasta ocho, Susana Giménez salta en el ringside, grita con toda su voz, “vamos, Carlos, vamos, mi amor”, en castellano, alentando al campeón.

El apaga el televisor mientras Gardel canta por los altavoces del Madison, mientras las pantallas gigantes esperan las imágenes de Clay y Bugner, desde Kuala Lumpur, mientras los campeones argentinos son agasajados en Nueva York. Camina en puntas de pie para no despertar a la nena que duerme en su pieza, se acuesta, fuma, lee el diario. La mujer, a su lado, no se mueve. Las luces enceguecedoras sobre el ring, cuando Tony Licata se incorpora, mareado, y queda de frente al juez, lejos del campeón, y sabe que está perdido, que ha caído frente al mejor, con dignidad, ante el mejor, con valentía, frente al campeón, aunque nada pueda servirle de consuelo, Tony Licata busca su rincón, el farolito de la calle en que nació. Apaga la luz, se hunde en la almohada, huele el pelo, la piel de su mujer, ella se acomoda en la cama, murmura entre sueños: ¿No vas a ver la otra pelea? No, dice, estoy cansado, tengo sueño. Cierra los ojos, trata de pensar en otra cosa, en los compañeros de trabajo, en la bronca que hay ahora, apenas un año después de la muerte de Perón, se adormece, bajo tu amparo no hay desengaño, vamos, Carlos.

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