› Por Angela Pradelli
El maniquí estaba tirado en la vereda junto a unas cajas vacías. Antonio lo vio una tarde cuando salió del banco. Dudó y decidió finalmente que se lo llevaría a su casa. Cuando llegó a Constitución se dio cuenta de que casi todos lo miraban, pero era imposible disimular un maniquí. Ya en el tren que lo llevaría a Temperley le sorprendió pensar que en realidad le faltaba un boleto para el maniquí y se incomodó al darle uno solo al guarda, como si en realidad le faltara un boleto. El guarda miró al maniquí pero no hizo ningún comentario. Era un hombre muy alto y el maniquí era tan alto como el guarda. “Tan alta”, pensó Antonio, porque el maniquí tenía cuerpo de mujer. En Lanús se desocupó un asiento doble. Antonio sentó al maniquí al lado de la ventanilla y él se sentó en el asiento del pasillo. Las piernas del maniquí chocaron con las rodillas del pasajero de enfrente. Era un señor mayor que se molestó por la situación y miró a Antonio casi con desprecio. Antonio giró el maniquí hacia él, apoyó esas piernas rígidas sobre las suyas y viajó hasta Banfield así, con sus manos cubriendo los pies descalzos de ella. En Banfield subió una mujer con un bebé en brazos y Antonio no tuvo más remedio que dejarle el asiento. Hizo ese último trayecto hasta Temperley con el maniquí en brazos tratando de acomodarlo para no molestar al pasajero de enfrente. Vio que la mujer se desa-brochaba la blusa para amamantar a su hijo y clavó sus ojos en el paisaje descampado que atravesaba el tren. La noche empezaba a asomarse por la ventanilla cuando llegó a Temperley.
Cruzó la calle y escuchó las risas de un grupo de muchachos. Antonio los conocía, eran siempre los mismos, andaban casi todo el día juntos, tomaban cerveza en la plaza y molestaban a la gente del barrio. Muchas mañanas Antonio encontraba las latas de cerveza vacías tiradas en su jardín. Algunos vecinos decían que se drogaban, pero él no sabía. El brazo de Antonio rodeaba la cintura de ella. Cuando estaba llegando a su casa uno de los muchachos le gritó:
–Tiene buenas tetas.
Los otros se rieron y él sintió pudor por esos pechos desnudos. Ya en su casa la vistió con una camisa suya y la sentó en el living. El nombre lo pensó al otro día mientras se bañaba: la llamó Alicia.
Antonio se descubrió mirando vidrieras de ropa de mujer en los negocios de la avenida Santa Fe. Una tarde compró una pollera marrón y una blusa rosa. Tardó en decidirse. Había elegido un pantalón pero lo cambió a último momento, cuando pensó en las piernas de Alicia, unas piernas demasiado perfectas para no lucirlas. Otro día se decidió y entró en una casa de ropa interior, frente a la estación de Temperley:
–¿Qué talle? –preguntó la vendedora.
–No sé –dijo Antonio.
–Más o menos –insistió la vendedora–. ¿Qué medida tiene? ¿Cómo es?
Dibujó la cintura de Alicia con las manos y sostuvo ese dibujo en el aire por unos segundos:
–Así –dijo.
También compró un esmalte para uñas y una mañana de domingo, después de leer el diario, se sentaron en los sillones del patio y Antonio le pintó las uñas. Parecían otras manos, Alicia se veía como una mujer hermosa, y cambió más cuando Antonio le compró esa peluca rubia.
Pensó que tenía que llevarla a conocer la plaza de Temperley. Le gustaba esa plaza los sábados por la mañana cuando se llenaba de chicos y todos los días, de la semana por las tardes, cuando la gente bajaba del tren y la cruzaba. Pero la llevó de noche y se sentaron en un banco, detrás del Monumento a la Bandera. Empezaba a llover y Antonio sintió la humedad en la piel de Alicia.
–Se llama lluvia –le dijo Antonio–, pero es agua.
Terminaron corriendo para guarecerse debajo de la glorieta y esperaron allí a que parara la lluvia.
Al día siguiente apareció una inscripción obscena escrita con pintura roja en el frente de su casa. Antonio se ocupó el sábado por la tarde de pintar esa pared. Estaba seguro de que habían sido esos muchachos del barrio, pero no dijo nada.
–Listo –le dijo Antonio a Alicia cuando terminó de pintar.
Limpió el pincel con aguarrás y se sentaron en la mesa de la cocina a tomar mate. Fue la única inscripción que tapó. Ignoró las que aparecieron después y se fueron superponiendo unas a otras.
Le gustaban las películas italianas y casi todas las semanas alquilaba una en el video.
–Pero no es lo mismo –le decía Antonio a Alicia después de comentar la película–. El cine es otra cosa.
Y un día la llevó al cine. Daban una de Mastroianni. Hacía más diez minutos que había empezado la película cuando llegaron. Antonio calculó que todos hubieran entrado y que el hall estuviera despejado. Pidió dos entradas en la boletería. El boletero ni levantó la vista. Cortó dos entradas del talonario, recibió el dinero que Antonio le daba, abrió la caja y le dio el vuelto. El acomodador, en cambio, recibió las dos entradas y preguntó:
–¿Dos?
–Dos.
–¿Va a esperar a alguien?
–No –dijo Antonio–. Somos nosotros dos.
–¿Sacó una entrada para el maniquí?
–Sí –dijo Antonio.
Le molestaba que le dijeran maniquí a Alicia.
–No hacía falta –dijo el acomodador con una entrada en la mano.
Los tres se encaminaron por el pasillo oscuro de la sala. Antonio y Alicia seguían al acomodador que los guiaba con la linterna. Se sentaron en la fila quince, en un extremo. Antes de irse, el acomodador se acercó a Antonio y le preguntó si quería que le guardara el maniquí en la boletería, pero Antonio se negó.
Cuando la película terminó salieron rápido de la sala. En el hall el acomodador le sonrió a Antonio. Antonio creyó que la gente los miraba, que la miraban a Alicia. Fueron hasta la esquina y se subieron a un taxi que los llevó hasta su casa.
Antonio iba algunos domingos a comer a casa de Altamirano. Altamirano y él trabajaban en la misma sucursal desde hacía casi diez años y muchos domingos Altamirano lo invitaba a su casa; su mujer preparaba pastas o él hacía un asado, Antonio llevaba el postre y se volvía antes de que anocheciera. Aunque aceptó, Antonio hubiera preferido quedarse con Alicia en su casa ese domingo. Y no pudo evitarlo: se pasó la tarde comparando a la mujer de Altamirano con Alicia.
–Es una mujer insoportable –le comentó a Alicia ya en su casa por la noche–. Por algo Altamirano está siempre invitando gente a su casa y armando programas para los fines de semana.
En cambio, él no veía la hora de llegar a su casa para ver a Alicia, para encontrarse con ella.
Miraban el noticiero de las nueve mientras preparaban la cena y ponían la mesa. A veces mientras él preparaba algo para picar, hablaban de cosas del barrio o de algunos programas de televisión.
Las fotos las sacó con la pocket un sábado, en el jardín de su casa. Pensaba elegir la mejor de todas, hacer una ampliación y ponerla en un portarretrato sobre la mesa de luz. Fue al mediodía. Igual le puso el flash a la máquina. Se lo había dicho el dueño de una casa de revelado de Temperley. “Salen perfectas”, le había dicho. “La mejor hora para sacar fotos es al mediodía y con flash porque hace un efecto especial con la luz.” Hasta sacó fotos de Alicia tendida sobre el pasto con un fondo de malvones rojos. Tenía una de esas máquinas que esperan unos segundos después del encendido, así que corrió a ubicarse al lado de Alicia y sonrió junto a ella.
El martes por la tarde, cuando volvía del banco, pasó a retirar las fotos reveladas. Le gustaron las fotos en que estaban juntos, eran cuatro o cinco. Las otras no. Le pareció que Alicia no había salido bien. Ni siquiera se las mostró. Cortó las fotos con la tijera y tiró todas las tiritas a la basura. Sin embargo, el rojo de los malvones había salido bien, seguramente por el efecto aquel del flash al mediodía. Hizo varios portarretratos con las fotos en donde estaban juntos y los distribuyó por la casa. Le gustaban los marcos de madera oscuros pero gastó un poco más y compró uno con aplicaciones de bronce que puso en la mesita del living.
Fijó un día en la semana para que Alicia se bañara: los viernes. El le llenaba la bañera y le agregaba al agua caliente unas sales y una espuma de baño. Después la envolvía con una bata suya de toalla. El pelo se lo lavaba aparte. Había probado lavárselo con la espuma de baño pero le quedaba mal, muy seco. Compró un champú de almendras y le ponía una crema de enjuague de jojoba que le daba un brillo especial. O tal vez el brillo era por ese reparador de puntas que le había comprado a una compañera del banco que vendía cosméticos. Tenía un cajoncito en el botiquín del baño lleno de hebillas y peinetas para peinarla. Le recogía el pelo, le hacía trenzas. Pero nunca le quedaban bien los peinados. Terminaba soltándole el pelo y guardando las hebillas. A veces le ponía una vincha de carey que le gustaba mucho porque le despejaba la cara.
Un día vio en una lencería unos corpiños armados. La vendedora le explicó que estaban rellenos de guata, un material blando pero que daba volumen. Pero no lo compró porque Alicia no necesitaba eso. Sí compró unas medibachas transparentes negras con un dibujo que hacía una figura de rombos. Estaba seguro de que a Alicia le gustarían.
Escuchaban jazz cuando él volvía del banco:
–Anímate, Alicia –le dijo un día–. Bailemos.
Puso una música suave y bailaron. Cuando la tuvo cerca olió el perfume de lavandas que él le había regalado y le gustó.
–¿Sabés qué es, Alicia? –le preguntó Antonio–. “Savoy Blues”, por Louis Armstrong. Es uno de mis preferidos.
Después se sentaron en el sillón. Ya era de noche y estaba más fresco. Antonio trajo un saco de hilo blanco para los hombros de Alicia. La voz pastosa de Louis Armstrong llenaba la sala con “Blues in the South”.
Y también tenía proyectos para el futuro. Quería ir de vacaciones con Alicia a Necochea el próximo verano. Llevarla a cenar, probablemente a comer mariscos a la taberna vasca. Soñaba con que Alicia alguna vez lo esperara en el bar de Benito, el que está enfrente de la estación de Temperley. El bajaría del tren, cruzaría la plaza y tomarían café. Le contaría historias sobre sus compañeros del banco, hablarían de cosas comunes. Y algún domingo irían juntos a almorzar a la casa de los Altamirano.
Llegó una tarde a su casa y vio que Alicia no estaba en el sillón del living. Solía quedarse ahí cuando él se iba porque era el lugar más cómodo de la casa. Encontró la cerradura de la puerta del patio forzada, habían entrado por atrás y se habían llevado a Alicia. También habían estado comiendo y habían vaciado la heladera. Había restos de comida por el piso y manchas de salsa de tomate por todas partes. El sabía quiénes eran. Había latas vacías de cerveza tiradas por toda la casa y encontró una inscripción obscena en la pared del baño. Fue inútil que saliera a buscarla por las calles del barrio. Recorrió la estación, la plaza, algunos bares. No volvió a verla.
Ahora, por las noches, cuando lo gana el insomnio, da vueltas por la casa, abatido. Prefiere levantarse porque no soporta las imágenes que se le cruzan en la cama: Alicia tirada en un baldío que él no conoce, sin la peluca rubia, desnuda. Alicia sin brazos. Alicia con los pechos cercenados. El torso de Alicia sin cabeza, sin brazos, sin piernas, sólo el torso, y él por momentos duda, no sabe si ese torso es el de Alicia o el de cualquier otra. Y tiene otra visión. La cabeza de Alicia con la peluca rubia pero sin el cuerpo y dos huecos en el espacio de sus ojos. Y otra: Alicia boca abajo, desnuda también, flotando en un río sucio.
A veces llama por teléfono a su casa desde el banco con la ilusión de que ella lo atienda, espera a que el teléfono suene dos o tres veces y corta. Sus compañeros lo ven volverse a su escritorio cabizbajo, pensativo. Ni siquiera habla con Altamirano, que es el único que se acerca a su escritorio. Dice Altamirano que hace unos dibujos raros en un papel cualquiera, que no contesta.
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