› Por Vlady Kociancich
Necesito un poco de estímulo
Agatha Christie cuenta en su autobiografía que cada vez que le preguntaban cómo se le ocurrían sus argumentos respondía: “Salen de mi cabeza. El resto, los personajes, el escenario, los detalles, están a la mano de cualquiera. Amigos, desconocidos, calles, trenes, clima, todo sirve. No hay más que usar lo que uno mira”.
Por supuesto, esa lacónica declaración significa: “¿Qué quiere que le diga?, la verdad es que no sé”. Y el insistir en un producto de su “cabeza” remite a establecer un punto que no debe abaratarse en conjeturas psicológicas o mera experiencia personal: la incompartible autoría de un proceso tan complejo que con frecuencia el mismo autor ignora por qué ha elegido del mundo inmenso y cambiante que lo rodea (esos amigos, desconocidos, calles, trenes, clima, la materia de la ficción que Agatha Christie arroja en un puñado de palabras), sólo un determinado ángulo y no otros “tan a mano” o que se inventan.
Por otra parte, la publicación del cuento, la novela, la historia, es el corte del cordón umbilical que une al escritor con eso que fue creciendo íntima y secretamente, palabra por palabra, hasta convertirse en un libro. Queda, es cierto, una memoria de la ambición o del deseo inicial. Pero el cuerpo hecho y andando ya no nos pertenece y muchas veces esa ajenidad nos asombra, como si lo hubiera escrito otro, mejor o peor, según el caso.
Ahora, después de años, releí “La inglesa de Mojácar” y me di cuenta de que había olvidado completamente que yo estuve en Mojácar. Más aún, aunque suelo recomendar a amigos viajeros los sitios que admiro, nunca volví a mencionar ese pueblo. Mojácar existe, me dije, como si tuviera que reafirmar su realidad. ¿Y la pareja de amantes que son el eje de la historia? ¿Fui testigo y partícipe de las escenas que se narran? No lo sé. ¿Los habré imaginado? No me acuerdo.
Es muy posible que este relato corresponda, como otros míos, al gusto de describir un lugar por nostalgia, y que para darme ese gusto les haya creado un conflicto y personajes que lo vivan. La única certeza es que estuve ahí con mi marido y un detalle casi ridículo en su pequeñez: la frase que oí de un desconocido a la mujer que estaba a su lado, mientras yo nadaba en la pileta de un hotel, no necesariamente el del cuento: Sabes que necesito un poco de estímulo. No fueron las palabras lo que me interesó sino el tono de esa voz, raro, de esconder algo turbio, algo penoso. La frase me siguió a Buenos Aires durante mucho tiempo y la repetía en inglés, canturreando estúpidamente.
Cuando escribí “La inglesa de Mojácar” me la saqué de encima.
En algún lugar del mundo, tal vez en una ciudad europea, hay una inglesa que recuerdo y cuyo destino me preocupa. La mujer ignora su existencia en mí –ese algo como una vida que lleva en Buenos Aires– y lo que consideraría aún más enojoso: mis comentarios sobre su intimidad, con que aburro a amigos inconcebibles para ella.
La historia de la inglesa es una historia de amor y una historia triste. Triste porque había dos que se querían y algo los separaba. Triste porque la fragmentación de los hechos que en mí, testigo involuntaria, podría justificarse en mi desconocimiento de ese amor, de esas personas, de la inglesa misma, de quien ni siquiera sé el nombre, era también para ellos un diálogo escuchado de lejos, una verdad mal comprendida y dos o tres gestos erróneos. De otro modo, hubiera sido una historia feliz.
Me pregunto si Mojácar, desprendido de la inglesa y su amante, tendría hoy en mi memoria otra realidad que la de una playa de Almería, menos española que árabe, con un hotel moderno en la costa mediterránea que todavía sugiere naves fenicias acercándose desde el horizonte, buscando las palmas africanas, las piedras enceguecedoras de la Sierra de Baza bajo el sol. Pero el verdadero Mojácar está en la punta de una montaña, un pueblito moro suspendido sobre otra suerte de mar: el áspero oleaje del desierto, donde la luz es tan limpia que hiere la vista y el atardecer tiene un rojo alucinatorio y feroz.
Dicen que cincuenta años atrás, las damas de Mojácar usaban velo todavía. Los patios breves, las angostas callejas escalonadas, la trenza blanca de muros y de cercos, evocan ojos negros en una cara interrumpida, pero las mujeres de hoy pertenecen a otra clase de sombra. Son rubias de países fríos, turistas de rostros abiertos al sol con avidez. Y los españoles que uno ve también tienen aire de exilio y hasta de inconsciente pesadumbre por habitar esa tierra de la que expulsaron a los moros y que tantos siglos después continúa infligiéndoles el castigo de su desolación, como una hembra tomada a la fuerza, que se resigna a la posesión, pero no entregará jamás ni la sensualidad ni la dulzura que la hicieron deseada y prisionera.
Veníamos, mi marido y yo, desde Granada. Mojácar iba a ser un día de descanso en el mar, después de un viaje agotador en auto por tanta curva y piedra con islas de olivares muy viejos. Mi gran ilusión era el Mediterráneo y cuando, después de almorzar, mi marido subió a la habitación para dormir un rato, yo permanecí en la terraza.
El hotel, estación intermedia entre Mojácar, que se prendía como una flor blanca a la montaña, y el Mediterráneo, ofrecía al mar y al cielo un patio gigantesco, con una pileta de natación, mesas, sillas de lona, donde se dispersaban unos pocos huéspedes, los últimos de la temporada. Me tiré en una reposera, mirando el doble cielo, el doble azul, con la absoluta certidumbre de que podría quedarme toda la vida contemplando el paisaje. Pocos minutos después, bostezaba de aburrimiento.
Había un matrimonio joven que jugaba con su niñita. El hombre era alto, tenía una frondosa barba rubia. La mujer me recordaba a alguna de las actrices de Bergman. Sueca, me dije. Hasta oír que hablaban alemán. Uno vive para corregirse. En ese mismo instante, irrumpieron nuevos personajes.
Estos pertenecían a esa rama peculiar de ingleses que viajan en familia y que forzados a dejar el perro o el gato en casa de vecinos, se resisten a abandonar Londres a las calles de Londres, de modo que la arrastran tercamente con ellos. Dos generaciones componían un disímil conjunto de individuos a quienes amalgamaba el mismo aire, posesivo y a la vez desdeñoso, de gente que ha tenido un imperio que visitan ahora como turistas y al que descubren en franca decadencia. Exageradamente arropados para el verano español, descargaron en el césped una parafernalia de bolsos, paquetes, sweaters, toallas. Como si estuvieran solos en medio del desierto y acechados por bárbaros, charlaban en voz muy alta, desafiante, con grueso acento cockney. Me hizo gracia escuchar ese dialecto urbano que a uno lo arrancaba del sol de Almería y lo llevaba al verde lacrimoso de los parques de Londres.
Comparados con la tribu británica, los otros huéspedes parecían faltos de color. Una mujer gorda, que nadaba en la pileta con movimientos precavidos de animal viejo; una señora española, de cara pálida y monjil, con un embarazo de varios meses y un marido que –la radio pegada a la oreja– escuchaba un partido de fútbol. Desde donde me hallaba no podía ver a la inglesa y su amante porque estaban en el otro extremo de la pileta y el sol me daba en los ojos. Ni siquiera los vi cuando, en el mismo instante en que decidía subir a la pieza y dormir una siesta, el agua me tentó y me zambullí.
Recuerdo el resplandor del sol arriba y las reverberaciones celestes de los azulejos en el fondo. Medio ciega entre tanta luz, cerré los ojos, me abandoné a flotar de espaldas en una pereza acuática que se asemejaba mucho al sueño. Y entonces oí una voz de hombre, una voz apagada y triste.
–You know I need a bit of encouragement.
“Sabes que necesito un poco de estímulo.” Sin duda precedidas por alguna otra frase que se perdió, las palabras me alcanzaron en mi desplazamiento por el agua como una flecha disparada al azar. Era una flecha blanda, en cuya punta habría un cordel que llevaría a alguna parte, pero no abrí los ojos, quizá porque la voz, aunque triste, tenía una curiosa neutralidad que despojaba de interés a esa curiosa declaración. Con indiferencia me dije que era uno de los ingleses que había visto, uno que no hablaba cockney.
Nadaba todavía cuando oí a la inglesa. Es decir, oí una voz femenina modulando un inglés tan educado y límpido que me dije no, ésta no es de la familia. De pronto, la voz de la mujer se levantó, áspera de angustia:
–Por favor, quiero que intentes comprenderme. No podría soportar otra noche igual, otra tortura...
Sujeta aún por las sogas de la sintaxis, del acento culto, de la agradable música que producía esa garganta invisible, la voz se debatió, desbordándose.
–Sé lo que vas a decirme. Es verdad, pero a pesar de todo...
La mujer calló. El hombre tampoco dijo nada. En el silencio que se hizo recordé la primera frase oída, sentí un golpe de bochorno, me hundí en el agua y empecé a nadar, alejándome de ellos.
Entonces, como si la inglesa advirtiera mi fuga y tratara de impedirla porque necesitaba un testigo, la oí suplicar:
–Por favor, por favor, no me obligues a hacerlo. Dios, yo te amo.
Presentí el llanto y me detuve. El hombre dijo:
–No te pongas histérica.
Era lo que yo le hubiera dicho. Que no llorara ahí, en la terraza llena de gente, sin una pared, una planta, un rincón donde ocultar el llanto y en ese aire que transmitía el sonido más débil como un altoparlante. Pero me indignó la advertencia del hombre. Al fin y al cabo, él también era protagonista de la historia, la mitad del conflicto entre los dos.
La inglesa reaccionó con ira.
–¿Eso es todo lo que se te ocurre? Después de anoche, ¿eso es todo tu amor?
Casi gritaba. En suspenso en el centro de la pileta, azorada de incomodidad, eché una mirada a los otros huéspedes.
Como las figuras de un tapiz, el matrimonio de los falsos suecos reía y jugaba con la chica, los ingleses hablaban y leían, la señora española se acariciaba pensativamente el vientre, el marido escuchaba la radio, mientras una voz temblorosa de pánico bordaba en inglés una raya de colores violentos en la tela blanca y dorada de esas vacaciones de lujo.
Muy cerca, sentada en el borde de la pileta, tomaba sol la mujer gorda. Si yo oía ese crescendo amenazante también debía oírlo ella. La miré. Me sonrió, distraída. Luego tocó un bretel de su traje de baño. La vi correr el bretel y fruncir las cejas porque descubría una marca en la carne. Tomé ejemplo de su discreción y di una brazada en sentido opuesto a mis voces. Pero la inglesa dijo:
–No me dejes sola. Estoy tan sola.
Lo dijo sin histeria alguna, con la desgarradora amargura del cansancio, de la resignación. Sentí el impulso de correr hacia ella y decirle: No, no estás sola, estoy yo y te comprendo, siempre hay alguien que escucha, alguien que simpatiza.
Me di vuelta y los vi, por primera vez, a la inglesa y su amante.
Estaban sentados sobre el muro bajo que cercaba la pileta, uno al lado del otro. La mujer era joven, unos veinticinco años, y sólo puedo describirla usando los pocos datos que me permitió el miedo de ofenderla si la miraba mucho.
Era alta y hermosa de una manera convencional, con una figura que se inclinaba más a una sensualidad llamativa que a la elegancia de la voz. Si el cuerpo bronceado, con esa cabellera larga y clara, no se hubiera encogido hacia los pies, las rodillas contra el pecho y los brazos haciendo nido para esconder la cara, aquél habría sido un cuerpo alegre. La mano del hombre se posaba en la cabeza rubia, tocándola apenas.
El hombre era bastante mayor que ella, quince años o más, y singularmente atractivo. Lo había imaginado muy distinto: un recipiente gris para aquella voz gris. Por el contrario, tenía uno de esos rostros masculinos tan bellos que la edad sólo pone realce y vigor a líneas demasiado perfectas. La elegancia del lenguaje de mi inglesa en él se transmitía al cuerpo y a un rostro donde los ojos grises, brillantes de lágrimas, iluminaban el dibujo de los rasgos soberbiamente madurados.
El instinto de la mujer que ve sufrir a otra mujer lo había convertido en mi enemigo. Me desconcertó que aquella voz inerme proviniera de una cara alterada por el dolor. Sí, la inglesa había dicho: Yo te amo. Pero el hombre, la mano indecisa en el pelo de su amante, sufría un amor igual. Supe que tampoco él, pese al control que me había enojado tanto, sabía qué demonios hacer.
Durante una eternidad, los tres estuvimos ahí. Ellos no se movían. La mujer lloraba, recluida en sí misma, el hombre la acariciaba, yo los miraba desde el agua, secretamente comprometida con los dos. En algún momento debí comprender lo absurdo de la situación, porque salí de la pileta, me envolví en una toalla y subí a la habitación. Mi marido dormía. Sin escrúpulos, lo desperté.
En la modorra de la siesta escuchó mi descripción de la escena.
–Así que discutían. ¿Por qué le das tanta importancia?
Le pedí que se asomara a la ventana y viera a la inglesa llorando, al amante tratando inútilmente de consolarla. Pero ya no estaban ahí. Sin ellos, la gran terraza sobre el mar, los huéspedes en el placer del ocio, todo había recobrado el sencillo diseño de las vacaciones. Y pensé, qué tanto, yo tenía mi vida y mi vida, en ese momento, era feliz.
Disfruté cada minuto de esa tarde. Caminamos por la playa, visitamos el puerto, nadamos, tomamos una cerveza junto al mar, y yo no tuve un solo pensamiento para los otros dos. A la caída del sol subimos a Mojácar por una calle tan empinada que no me atrevía a mirar atrás. Hasta el coche parecía izarse dificultosamente hacia una torre blanca hecha de muchas torres. En un momento dado, porque la altura me asustó, cerré los ojos. Cuando los abrí, mi marido estacionaba el auto en una plazoleta como tallada del abismo.
Nunca vi un cielo igual, con ese rojo iracundo que convertía al semicírculo de montañas en una falsa erupción de volcanes que estallaban blandamente y sin ruido. Detrás del mirador se abría una callecita angosta y empedrada, entre paredes blancas, puertas verdes. Las vidrieras de los negocios reflejaban caprichosamente el último sol. Había dos cafés, enfrentados, con mesas al aire libre. Elegimos uno, nos sentamos, suspirando de contento y de extrañeza por estar en esa calle tendida en el vacío.
Era la hora en que los turistas de Mojácar compartían el rito local y bullanguero del café en la vereda. En la mesa de al lado estaban los alemanes de la niña, conversando con otros alemanes. La delegación británica acampaba en la vereda opuesta. Poco a poco iban llegando todos los huéspedes del hotel. De pronto, casi la última, apareció la inglesa.
Cuando se la señalé a mi marido, se echó a reír. Burlonamente me dio una palmadita en la mejilla.
–Ahí está tu inglesa desconsolada.
Llegaba en la motocicleta de uno de los muchachos que ya había visto en el hotel, y parecía muy fresca, muy alegre, con su vestido hindú, su pelo suelto y su ancha sonrisa cuando el acompañante le puso el brazo alrededor de la cintura. Abrazados, caminaban hacia el café de enfrente. Su alegría, arrebatada y tosca, me desilusionó.
–Con tal de tener razón –suspiré– uno es capaz de desear el dolor del prójimo.
Mi marido hizo un comentario irónico sobre las escritoras en viaje y me pidió que olvidara el asunto. Había que decidir dónde cenaríamos esa noche, si en el hotel o en el puerto, y en eso estábamos cuando vi al amante.
Venía subiendo la abrupta cuesta con la cabeza baja, pensativo, y no vio a la inglesa hasta que estuvo casi junto a ella. Durante una fracción de segundos, la cara se le iluminó. Alzó una mano para llamarle la atención, dio un paso y se quedó paralizado al descubrir la presencia del otro. Contuve la respiración. Mi marido hablaba, yo no oía. Miraba al hombre congelado en la actitud de ir hacia ella, ensombrecido, tenso.
Entonces, la inglesa tomó la cara del muchacho entre sus manos, la atrajo hacia la suya y lo besó largamente en la boca.
Sentí el golpe que el hombre recibía. No quise mirar más. Luego oí pasos que se alejaban, el crujido tristón del pedregullo y la risa explosiva de la inglesa. “Se acabó”, me dije. “Por suerte, se acabó.”
Había anochecido cuando, después de una caminata por aquel blanco laberinto árabe, se me ocurrió comprar un libro. Encontramos una tienda de souvenirs en la misma calle principal. Una mujer, también extranjera, colgaba collares de caracolitos en unos clavos de la puerta. Con las manos cargadas de collares me indicó el mostrador donde se apilaba un heterogéneo material de lectura en dos o tres idiomas. Un cliente hojeaba un libro. Lo reconocí. Antes que yo pudiera retroceder, el hombre se hizo a un lado para dejarme sitio mientras sonreía educadamente. La sonrisa era tan débil que odié a la inglesa por perder a ese hombre. Algo inusual detectó en mi mirada, porque mantuvo fija la suya un instante más de lo necesario, interrogándome quizás, ahora serio. Yo aparté la vista, avergonzada.
–¿Y el libro? –preguntó mi marido, que esperaba en la calle. Le mostré un collar de caracoles.
–Estaban en oferta –dije estúpidamente.
El collar me lo puse esa noche, cuando me vestí para cenar en el restaurante del hotel. El hombre ya estaba en una mesa. Solo. El mozo trajo dos cubiertos y lo vi rechazar uno con la misma sonrisa melancólica de la librería. A esa altura, mi marido empezaba a enojarse, tal vez sentía una punta de celos, de modo que me obligué a olvidar al hombre y a la inglesa (pensaba más en el hombre, a quien apoyaba en su pena), y los olvidé.
Después de la cena, fuimos en coche hasta la playa. Había un barcito, una simple barra circular de madera con un techo de paja. Estaba tan pegado al mar que un pescador, de tanto en tanto, dejaba su vaso, se deslizaba entre las rocas y revisaba los anzuelos de una línea.
No olvidaré jamás ese negro arco de cielo donde estaban todas las estrellas y también todas las luces de Mojácar, un puñado amarillo y tembloroso en las montañas, el ruido de las olas y a todo el largo de la arena sólo la noche, el olor del mar y unas pocas personas que hablaban en voz baja. Agradecí el momento con humildad, agradecí compartir ese momento con el hombre que estaba a mi lado. Agradecí que nos quisiéramos.
–¿Qué te pasa? –preguntó mi marido.
–Tengo un poco de frío.
No era cierto. Me estremecía el ruido de una motocicleta. Eran la inglesa y su amigo nuevo.
Traté de no prestarle atención. Qué me importaba a mí el fracaso de otros amores. La inglesa reía con una risa tonta. Tomaba un gin tonic tras otro y los pedía malhumorada e impaciente, con esa fina pronunciación que me irritó porque me recordaba al hombre abandonado en el hotel.
Decidimos irnos y ellos también lo hicieron, con desagradable sincronización. Mientras caminábamos hacia el auto, los oí discutir. Oí la voz de la inglesa, empastada por todos esos gin tonic pero aún educada y firme, ordenándole al chico que la dejara sola. El muchacho protestó. Era tarde, era peligroso. Trató de abrazarla y ella lo empujó.
Mi marido ya había encendido el motor. Parada junto al coche, titubeé. El muchacho rogaba a la inglesa y ella contestaba a los gritos, con la misma angustia del mediodía en la pileta del hotel, que la dejara sola. El chico subió a la motocicleta, arrancó y desapareció cuesta arriba. Mi marido asomó la cabeza por la ventanilla.
–¿Y?
Señalé a la inglesa. Bajaba al mar, tambaleándose sobre las rocas. Tuve miedo. Creo que él también se alarmó entonces, porque apagó el motor y soltó las manos del volante. La vimos sentarse, cara al mar, abrazando las rodillas, la espalda sacudida.
–Está bien –dijo mi marido–. Sólo quiere estar sola.
Volvimos al hotel. Yo no podía dormir. Salí al balcón para fumar un cigarrillo. La noche que antes me había parecido tan oscura era muy clara, como si el mar la iluminase, no las estrellas. Me apoyé en la baranda y recorrí la playa con los ojos, preocupada, nerviosa. La arena tenía un filo de plata. Allá abajo, entre las rocas, sola y llorando, estaría la inglesa.
Me sobresaltaron unos pasos. Alguien venía por uno de los senderos de grava del jardín. Era el amante sin consuelo, un hombre insomne que paseaba para cansarse.
Hay que hacer algo, pensé. Decirle que ella está en la playa, tan desesperada como él, ebria, sola y quizás en peligro. Hay que corregir el equívoco.
No sé si hubiera encontrado las palabras. Sé que la angustia ajena me empujó y que al asomarme volqué torpemente una silla. La silla cayó con un ruido sordo, de lona y de madera. El hombre alzó la cabeza y antes de que pudiera hablarle me sonrió.
Pero la sonrisa no era triste. Era una sonrisa de halago, de complicidad y seducción. La sonrisa del hombre que vuelve de dar un paseo, relajado y feliz, y lo sorprende el coqueteo de una mujer. Una sonrisa que expresaba la satisfecha convicción de un juego mutuo de miradas que había empezado ese mediodía, en la terraza del hotel. La sonrisa acompañó armoniosamente la mano que el hombre se llevó a los labios, el beso juguetón que sopló hacia mi cara consternada, hacia mi boca muda.
La mañana siguiente, cuando salimos de Mojácar, le pedí a mi marido que detuviera el auto junto a la playa y me bajé.
Eran las primeras horas de un día radiante. Era imposible concebir una sola sombra, una sola tormenta, una inglesa llorando, en aquella luz de Almería que encerraba al mundo bajo una límpida campana de vidrio. No había nadie, ni un alma. Me quité el collar de caracoles y lo dejé caer en un pozo de espuma, entre las rocas.
Creo que nunca hay que partir sin despedirse. No es por cortesía. Es por prudencia.
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