› Por Javier Argüello
Lo primero que me gustaría aclarar es que este comentario fue escrito para ser leído a continuación del cuento al que hace referencia, con lo que si usted aún no ha cumplido con este primer requisito, le rogaré que interrumpa aquí mismo la lectura de estas líneas y la retome luego de haberlo hecho. Soy de la opinión de que todos los prólogos, introducciones y prefacios deberían ir colocados indefectiblemente al final de los libros que los contienen, para no permitir que la intelectualización de la obra interfiera con la aproximación que cada uno decida llevar a cabo. Las piezas literarias detentan un carácter eminentemente no intelectual, por más que la crítica y la academia nos quiera convencer de lo contrario. Dicho lo cual, pasemos al comentario.
“La muñeca de trapo” es un cuento muy diferente de los que suelo escribir. Se trata de un cuento de personajes, cuando mi territorio suele ser lo fantástico. Nació como un encargo para una revista literaria que me pidió algún material para publicar en su número de otoño, y como no tenía ninguno a mano se me ocurrió probar con éste. Su origen también es particular, ya que la idea me vino dada en un sueño. En realidad lo que el sueño me regaló fue una imagen y una sensación. La imagen fue la de un revólver escondido entre las pertenencias de una madre cariñosa, y la sensación la del profundo desasosiego producido por dicha imagen, y sobre todo por el hecho de no saber qué hacer al respecto.
Las imágenes son traducibles a palabras. No así las sensaciones. La palabra miedo no dice nada acerca de la emoción que pretende describir. Los sueños, por otra parte, no son traducibles al lenguaje consciente, no al menos sin hacerles perder lo que tienen de impreciso, de evocativo y, por lo tanto, de fecundo. Creo que el lenguaje de la literatura se parece mucho al de los sueños: intenta, con palabras, hablar acerca de lo que las palabras no saben nombrar. No son los significados de las palabras los que nos transmiten las emociones y las sensaciones que un cuento contiene, y sin embargo dependemos de ellas para intentar expresarlas.
En este caso particular el desafío consistió en construir el universo apacible que debía desmoronarse al momento del inquietante hallazgo. Muchas veces ocurre así. Para mostrar la soledad debemos ser capaces de retratar el encuentro: nuestra mente —al menos al día de hoy— funciona en base a contrastes. Pensé en un joven estudiando en el extranjero y en una sorpresiva visita de los padres porque he podido comprobar que es en esas ocasiones cuando los lazos familiares afloran más vívidos, como si la falta de cotidianidad los resaltara y los fortaleciese. Necesitaba que el lector se ubicara en la calidez del entorno familiar para que sintiera todo el peso que su derrumbe supone. Imaginé componer el cuadro con pinceladas rápidas y desprolijas porque creo que es el modo en que solemos vivir esas situaciones: llenas de sobreentendidos que no es necesario precisar.
Pero por sobre todo el desafío consistió en intentar plasmar con palabras una sensación que las palabras no pueden describir. Tal vez sea ése el único desafío que la tarea de escribir supone: ser capaz de dibujar con palabras, de esculpir con imágenes aquello de lo que no nos es dado poder hablar. Podría decir que esta historia trata acerca de lo que se esconde detrás de los vínculos humanos, de lo que yace bajo la superficie, pero supongo que toda la literatura trata acerca de ello, y su objetivo no debería ser el de develar el misterio sino el de recrearlo. Recrearlo para que nos veamos en él reflejados, por más que nos descubramos incapaces de decir nada al respecto. No intentaré, pues, una exposición infructuosa del sentido que este relato pudiera o no tener. La literatura, como los sueños, está en el mundo para permitirnos acceder a todo aquello que nuestra mente consciente nos tiene vedado.
La bota, Uruguay, diciembre de 2011.
Déjame que te mire, dijo la madre mientras lo abrazaba. Luego lo soltó y lo alejó con los brazos, y entonces sí que lo miró, sonriente, aunque en realidad no lo miró porque ya no necesitaba hacerlo, porque, como todas las madres, al abrazarlo ya lo había leído completo, los dos kilos de menos, la imprecisa inquietud que ella no sabía –pero que intuía– tenía nombre de mujer, la leve resaca de la cena de la noche anterior, meticulosamente finalizada a una hora que le asegurara levantarse con el ánimo y el gesto dispuesto de quien se presenta ante sus padres luego de casi un año sin verlos. Era el perfume, seguramente, era el perfume que ella usaba, porque lo había olido otros cientos de veces en otros cientos de mujeres –mujeres mayores, de la edad de su madre, nunca una chica con la que pudiera fantasear–, pero había también algo que tenía que ver con la temperatura, con el aroma de ese perfume a la temperatura exacta que albergaban los cabellos de su madre, ese aroma tibio que lo volvía niño en el acto, que le inyectaba un sedante en el pecho, allí adonde gusta de anidar el miedo, por más que esta vez no hubiera miedo ninguno, porque el sedante extraído del perfume de su madre extinguía todo miedo y toda posible preocupación. Abrazar a su madre era como volver a casa.
La puerta de la habitación había quedado abierta y desde dentro se oyó entonces el sonido de la cadena del váter, y luego su padre que salía abrochándose la correa del reloj mientras se acercaba también sonriente y lo tomaba por los hombros y también se lo quedaba mirando, aunque él tampoco lo miraba realmente, en su caso no porque ya lo hubiera leído sino porque no habría sabido bien qué mirar, sólo un leve recorrido que servía para comprobar que aún tuviera las piernas y los brazos en su sitio, luego un palmeo en el hombro acompañado de algún comentario acerca de lo bien que lo veía, daba igual que estuviera tísico y gangrenoso, como recién vuelto de la guerra, su padre siempre lo veía pero que muy bien.
Su madre se sentó en la cama y palmeó el colchón a su lado como indicándole que se sentara junto a ella. Su padre le preguntó si era posible que le hubieran cobrado treinta y cinco dólares por el trayecto desde el aeropuerto hasta el hotel y él dijo que no lo sabía, que nunca había hecho el trayecto en taxi, y acto seguido se sentó junto a su madre y le preguntó cómo estaba, y ella asintió con la cabeza mientras apretaba los párpados en un gesto que pretendía infundir tranquilidad, pero que a él siempre le había parecido algo ambiguo, como si en realidad le estuviera diciendo que no importaba cómo estaba ella, que lo importante era cómo estaba él. Entonces él empezó a hablar en ese registro medio que utilizaba para expresarse cuando le tocaba hablar con ambos a la vez, uno que tranquilizara a su madre al tiempo que hacía sentir a su padre que no estaba tirando el dinero de la matrícula. Les contó de las clases y del equipo de fútbol, habían quedado terceros en la liga ese año, y sí, había una chica, de Madrid, nada serio, se acababan se conocer. Su padre interrumpió el guardado de calcetines y se giró y le soltó una sonrisa cómplice, y le dijo que a ver si se decidía a darles un nieto de una vez, porque lo que era su hermano, y su madre intervino al instante para que no lo atosigara, argumentando que era mejor que se tomara todo el tiempo que fuera necesario y que escogiera bien, como estaba segura que haría, a una mujer buena que lo hiciera feliz. El padre le preguntó por sus planes para esa tarde y entonces él les explicó que lamentablemente tenía una tutoría y no podría almorzar con ellos, pero que cenarían juntos en un italiano que había cerca del campus y que le habían dicho que estaba muy bien. Leve queja del padre e inmediata intervención de la madre para dejar bien en claro que entendían perfectamente que él tuviera una vida que no podía supeditarse al repentino entrometimiento de sus padres que habían llegado así, casi sin aviso. Tú sabes cómo es esto, dijo el padre, te lo dicen tres días antes y tienes que adaptarte, que no están los tiempos como para andar haciéndose el difícil. Pues yo también he tenido que adaptarme, y bien a gusto que lo he hecho, aclaró la madre mirándolo a los ojos y con una sonrisa franca, una sonrisa rotunda que le cubría gran parte de la cara y que expresaba la plenitud sin fisuras que le provocaba el hecho de tenerlo en frente, que, por mucho que hubiera tenido que hacer añicos su agenda, nada en el mundo le habría impedido aprovechar la oportunidad de visitar a su hijo en la ciudad en la que se hallaba estudiando.
Llamaron a la puerta y la madre fue a abrir. Y ¿qué tal con la madrileña?, le dijo el padre en un tono más íntimo, como queriendo dejar en claro que eso era entre ellos dos, que había un espacio que sólo a ellos, los hombres, les pertenecía, y él respondió que bien, que recién se estaban conociendo pero que por ahora muy bien, y bajó luego la vista para asegurarse de que no tendría que responder a más preguntas. Desde la puerta llegaba el sonido de la conversación que su madre mantenía con algún miembro del personal del hotel. Su padre le explicó que la maleta de su madre había venido por error en otro vuelo y le habían dicho que se la enviarían, y que seguramente se trataba de eso. Efectivamente la madre apareció con su maleta en la mano y con gesto de alivio en el rostro. El se ofreció a ayudarla, pero ella dijo que lo dejara, que ya se ocuparía de desempacar más tarde. El padre a esa altura ya había terminado de organizar su ropa y se hallaba colocando su maleta vacía en la parte superior del armario. La madre estaba por sentarse cuando recordó que tenía algo para él. Se agachó, abrió la maleta y sacó de dentro una camiseta de fútbol con los colores de su club, el mismo que había ganado la liga ese año. Se trataba de la camiseta que su hermano le había enviado. Tú sabes cómo es tu hermano, le dijo su madre, y él tomó el regalo y lo dejó sobre sus rodillas mientras miraba a su madre ahí en el suelo y pensaba que después de todo un año era un año y que definitivamente ambos estaban envejeciendo. Entonces su padre se puso a preguntar a su madre por el sitio en el que había dejado su chaqueta, y su madre se incorporó –con mucho menos esfuerzo del que él hubiera imaginado– y le indicó la silla en la que él mismo la había dejado un instante atrás. Y él miró a su padre y le pareció que hacía rato había tomado la curva que separa la adultez de la ancianidad, y, como si lo hubiera adivinado, su padre giró y le dijo que no se hiciera ilusiones, que aún quedaban muchos años para empezar a pensar en la herencia. “Tu padre tiene aún mucha guerra para dar”, le dijo, y los tres rieron.
Poniéndose la chaqueta, el padre anunció que, ya que su hijo los abandonaba, no le quedaba otro remedio que bajar a reservar en el restaurante del hotel, porque a pesar de la pena enorme de no contar con él para el almuerzo, ellos de todas formas tendrían que pensar en comer algo. Lo de la pena enorme iba en broma, pero su madre de todos modos se encargó de aclarar que no debía hacerle caso, e hizo como si le pegara un puñetazo a su padre, y su padre como si se protegiera mientras se encaminaba hacia la puerta. “¿Te veo luego?”, le dijo antes de salir. “Sí, a eso de las siete”, respondió él. Entonces su padre se quedó un momento aferrado al marco de la puerta y mirándolo, y esta vez sí que le pareció que lo miraba realmente, y le guiñó un ojo y le dijo que de verdad lo veía muy bien. Y él le dijo que era mutuo, y su padre hizo otra broma con el tema de la herencia mientras se alejaba por el pasillo.
La puerta se cerró y una repentina pesadez se apoderó del ambiente. “Tu padre, tu padre”, dijo la madre frente al espejo, acomodándose el pelo detrás de la oreja y repasándose con el dedo la curva de las cejas. “Un día de estos nos va a dar una sorpresa”, agregó luego en un tono que no era nada propio de ella, como si de pronto le hubiera invadido una severa desazón, pero enseguida giró y con la misma dulzura de siempre le dijo que si tenía que irse que se fuera, que no se complicara por ellos, que ya tendrían tiempo en la noche para ponerse al día y charlar tranquilamente, pero él le dijo que no, que aún tenía unos minutos. “Pues lo que es yo tengo que ir al lavabo”, dijo la madre acercándose hasta él y acariciándole el mentón con ese gesto tan suyo del pulgar y el índice abiertos, mientras le decía que tomara lo que quisiera del minibar, justo antes de encaminarse hacia el cuarto de baño.
Miró a su alrededor y pensó en que nunca había estado en un hotel sin sus padres. Había estado en hostales y en albergues, pero en un hotel, lo que se dice un hotel, con chocolatina sobre la almohada y un minibar bien surtido, sólo lo había visitado en compañía de ellos. Había algo en el olor de ese tipo de hotel que no podía separar de su tranquilizadora presencia, probablemente ligado a la ancestral seguridad que otorga el hecho de saberse impune ante los gastos. Se levantó y sacó una cerveza de la nevera, la abrió y empezó a recorrer con la vista el lugar. Desde la ventana se podían ver el puerto y los muelles y el río. Un barco entraba pesadamente en la bahía y él recordó la tarde del jueves último en la que habían ido a comer pescado a un sitio que Patricia –la madrileña– le había descubierto. No estaba mal Patricia, pensó, y en eso estaba cuando al girar vio que la cómoda tenía uno de los cajones abierto. Se acercó para cerrarlo y al hacerlo se encontró con los calcetines de su padre, ordenados por color y bien apretados todos contra uno de los bordes del cajón. Siempre hacía lo mismo, todo bien apretado contra un rincón del cajón por más que el cajón fuera enorme y hubiera espacio de sobra para colocarlos como quisiese. Empujó el cajón con un dedo y sonrió levemente pensando en que seguramente pronto serían ellos los niños, y él tendría que ocuparse de doblar sus calcetines. Al final va a ser cierto eso de que la vida es un círculo, pensó, y entonces fue que vio asomar de la maleta entreabierta de su madre las piernas de una muñeca de trapo con la que ella viajaba siempre, su muñeca de la suerte, según les había explicado mil veces, su muñeca Clementina, que le había regalado la abuela Gladys un año antes de matar a su marido y volarse la cabeza. Era extraña la sensación que le provocaba el hecho de pensar en esos dos ancianos que no había llegado a conocer y que habían acabado sus días de un modo tan trágico. Siempre había admirado la entereza con la que su madre había asimilado aquellos hechos, el modo en que desde muy niño le había sabido explicar que había veces en que la gente dejaba de ser quien era, como si se apoderara de ellos un espíritu desorientado que les obligaba a actuar de formas que no podían prever y a hacer cosas que jamás harían. Eso era lo que le había ocurrido a la madre de su madre una mañana de febrero en la que, sin motivo aparente, había acabado con su vida y con la de su marido, una mañana en la que la hija afortunadamente se hallaba de visita en casa de su tía. Siempre se había preguntado si había sido una casualidad que ella estuviese en casa de su tía esa mañana, y en lo que hubiera pasado si no hubiese sido así. Tal vez con ella en casa la madre no hubiera perdido el juicio, o tal vez –era lo que él más temía– también se la hubiera cargado a ella y entonces él nunca habría llegado a nacer.
Se acercó hasta la maleta y tomó a la muñeca Clementina por una de sus piernas. Tiró de ella como para sacarla, pero algo pareció impedírselo, algo mucho más pesado que cualquier prenda de ropa que pudiera tener encima. Hizo un poco más de fuerza y entonces consiguió extraerla, pero en el intento uno de sus brazos fue desgarrado por aquello que la estaba aprisionando. Levantando un jersey azul de cuello vuelto que su madre solía usar para andar por casa, descubrió con cierto pavor aquello que impedía que la muñeca se deslizara. Se trataba de un revólver cromado de caño corto calibre 38, un elemento a todas luces ajeno a los efectos personales de su madre. Lo primero que pensó fue que los del aeropuerto se habían equivocado de maleta. Seguramente habían traído otra por error, una perteneciente a un agente de policía o a un detective privado, pero de inmediato se dio cuenta de que tanto la muñeca como el jersey eran propiedad de su madre. ¿Alguien habría puesto la pistola ahí? No llegó a dar respuesta a esa pregunta, cuando oyó que se abría la puerta del lavabo. Cerró rápidamente la maleta y se alejó de un salto. La madre salió secándose las manos y comentando algo acerca del tamaño de los jabones que los hoteles colocaban en los lavabos, cuando reparó en la urgencia del gesto de su hijo. “¿Estás bien?”, le dijo. “¿Eh? Sí, sí, estoy bien –atinó a responder él–, pero me tengo que ir.” La madre se quedó como paralizada con la toalla en la mano. “¿Seguro que estás bien?”, repitió con evidente preocupación. A él le pareció que el rostro de ella era diferente, como si se tratara de una desconocida que llevara puesta una máscara con la cara de su madre. “Estoy bien, estoy bien, pasa que me olvidé que tenía que llegar temprano por un asunto del piso”, dijo, y se encaminó hacia la puerta. “Sí claro”, dijo la madre cuando pasó junto a ella casi sin mirarla. Al menos le darás un beso a tu madre, agregó en un tono que intentaba sonar conciliador. El giró y esquivándole la mirada la besó mecánicamente, y cuando estaba por salir notó que ella desviaba la vista hacia la maleta y se encontraba con la muñeca Clementina tirada en el suelo. “Pero qué”, llegó a decir la madre, y él no le dio tiempo a más. Salió de la habitación y se dirigió con paso firme hacia el hall de los ascensores. “Hijo”, oyó que le decía su madre. “Hijo, espera.” “No puedo, mamá, llego tarde.” “Hijo, no sé qué habrás visto, pero…” “Llego tarde mamá”, dijo él apurando el paso. En ese momento sonó el timbre del ascensor y la puerta comenzó a abrirse. Dentro había una pareja de turistas enormemente gordos y vestidos como quien está a punto de salir de safari. Le faltaban aún unos cuantos metros para llegar hasta allí, y por la voz entrecortada de su madre creyó intuir que ella también aceleraba el paso. “Hijo, ¿qué pasa?, espérame por favor.” “No puedo, mamá, tengo que llegar, el piso”, dijo él, y de un salto se metió dentro del ascensor. Algo desorientados, los turistas le dedicaron una especie de saludo que él no respondió. Se giró y vio a su madre estática en el pasillo, la toalla aún en la mano, a unos cinco metros de la puerta que ya comenzaba a cerrarse, y le pareció tan desvalida que por un momento sintió el impulso de correr y abrazarla, pero sus piernas no se movieron. “Te veo esta tarde”, dijo ella con la voz más dulce que nunca hubiera escuchado. “Sí, mamá, nos vemos esta tarde.”
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