› Por Martín Kohan
Dos veces acudí por error a la histórica Plaza de Mayo. Una fue en el ’82, creído como estaba de que las Malvinas eran argentinas y que había que juntarse ahí para meterle presión al ingrato Alexander Haig. La otra fue en el ’87, creído como estaba de que los golpistas de cuartel volvían a amenazar a la democracia argentina y que había que juntarse ahí para respaldar al presidente Alfonsín, incluso si uno no lo había votado.
Un poco más tarde supimos que Rico, el alzado deplorable, era también un admirable héroe de Malvinas. Esa rara pirueta retórica de nuestro primer mandatario dejó ver de qué manera extraña podían entrelazarse lo rechazado y lo querido, la repulsa y la atracción; el modo finalmente enigmático en que puede funcionar un deseo.
Aunque no eran indios, sino más bien lo opuesto, se los denominó “carapintadas”. Algunas fotos los mostraron en el proceso de llegar a serlo; es decir, decorándose mutuamente los rostros, maquillándose unos a otros las caras. ¿Qué decir de esos dedos tan viriles rozando con delicada aplicación esas mejillas, esas bocas también tan viriles? Difícil pasar por alto, en un marco de tanta hombría, tales raptos de mimosa voluptuosidad.
Escribí “Semana Santa” por encargo de Santiago Llach y Juan Diego Incardona, para la antología Los días que vivimos en peligro. Lo escribí con la mayor libertad, como me pasa por lo común con los encargos, porque son los encargos los que me obligan a interrogarme sobre lo que yo realmente quiero. Entiendo que se trata de un texto gay, pero hasta ahora nadie parece haberlo notado; es culpa del biografismo que en la crítica literaria persiste a pesar de todo.
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