› Por Luciano Lamberti
Este es el único cuento que escribí “por encargo” con un tema específico: el peronismo. Un día me llamó Damian Ríos para invitarme a participar en una antología que iba a sacar Mondadori. Es raro escribir con un tema. En general, uno desarrolla una historia y si es lo suficientemente buena el tema sale por sí mismo. Encima era en la época del conflicto del campo y yo estaba enervado por los discursos que reflejaban los medios. Además, el peronismo había sido visitado directa o lateralmente por grandes escritores y yo sentía esa larga tradición como un peso en la espalda. Por ejemplo, el peso de los hermanos Lamborghini, o el de Walsh, o el de Borges. Me acuerdo que estaba histérico y no me salía nada. Me costó muchísimo escribirlo y lo empecé varias veces, siempre, desde distintas perspectivas. Tomé notas de varios comienzos, uno era simbólico y otro una especie de farsa y así por el estilo, hasta que me pregunté cómo había percibido yo al peronismo en mi infancia, no en mi ciudad ni mi barrio sino en mi cuadra y las que la rodeaban, una porción minúscula de la historia, y ahí todo empezó a marchar sobre ruedas y no tuve ningún problema en terminarlo rápido. En ese sentido (y en ningún otro) es autobiográfico. Quise retratar la ideología de los gringos de campo, especialmente los hijos de los inmigrantes piamonteses. Yo nací y me crié en esa ideología, racista y conservadora, cuyos valores más altos son el trabajo duro y el ahorro. Mi abuela, que era una persona generosa y tierna conmigo, me preguntaba siempre si mis novias eran “negras”, o decía, para denunciar las continuas infidelidades de mi abuelo, que “tenía una negra”. Todo un clima Deep South, como se ve. Traté de reflejar ese discurso, esas tensiones, desde la óptica de un hijo de inmigrantes, y también desde las diferentes versiones del peronismo, sus mil y una caras. Lo hice con una oreja en “El Matadero” de Echeverría y la otra en “Cabecita negra”, de Germán Rozenmacher. La tercera oreja estaba puesta en las voces que había oído hablar cuando era un chico. Este es un cuento donde la violencia abunda, pero la política al fin de cuentas es violencia pura, y creo que ahí está –si está en algún lado– su tema.
Hay una guerra en mi barrio. Una guerra de blancos contra negros. O mejor dicho: una guerra de gringos contra negros. Mi barrio se llama Buchardo, y mi casa está a dos cuadras del límite de la ciudad. Desde el techo se pueden ver los eucaliptus plantados en línea para cortar el viento y los surcos prolijos de finales de noviembre, antes de la siembra. En los setenta, mis padres vendieron a un precio ridículo las pocas hectáreas que tenían en Morteros y se vinieron para acá. Encontraron gente como ellos, parejas jóvenes con hijos chicos. Descendientes de inmigrantes piamonteses expulsados por la miseria de la Segunda Guerra. Dicen que en esa época era un barrio tranquilo, un buen barrio para criar a tus hijos. Los gringos vivían como si la guerra no hubiera terminado, trabajando de sol a sol, ahorrando centavo por centavo por si llegaba a suceder una catástrofe, almorzando de parados una lengua a la vinagreta o un mondongo al perejil. A la siesta, soñaban con sus padres, los antepasados que sobrevivían en las viejas historias y en una lengua muerta, y en el sueño los padres tenían largos bigotes y sombrero, y descansaban luego de una extenuante jornada con la azada bajo el brazo, solos en medio del campo, reyes del vacío infinito.
Y de un día para el otro, el barrio se llenó de negros. Todo cambió entonces. Había un remisero que se pasaba el día viendo tele y nunca atendía su remís. Había un taller de motos donde los muchachos se juntaban a comer asados, oír cuarteto al mango, tomar vino en caja y silbarles a las chicas. Había un galpón donde dormía una familia entera que años después empezó a engendrar niños monstruosos, producto de relaciones entre primos, o entre el padre y las hijas, o entre el tío o el padrino y las hijas. Había una vecina a la que el marido no le quería comprar un secarropas y venía todas las tardes a usar nuestro Kohinor. Y sus hijos, que eran chicos cuando llegaron, después se tiñeron el pelo y armaron una banda de hardcore. La banda se llamaba Mandala y estaba en la subespecie “hardcore satánico popular”. Después del ensayo, los miembros fumaban en la vereda y rompían los focos del alumbrado público a cascotazos. Venía el comando radioeléctrico, la luz circular barriendo las persianas cerradas. Los miembros de la banda corrían a esconderse en las vías.
Un día empezaron los robos. Desaparecían bicicletas, equipos de música, ropa colgada de la soga en el patio. Los gringos afirmaban que eran negros que a la noche saltaban los techos y se llevaban lo que vos habías conseguido trabajando honradamente. Se metían en tu casa como animales o sombras y manoseaban tus cosas, tus sábanas, tus toallas, tu ropa interior, la ropa interior de tus hijas, usaban tu cama matrimonial como inodoro y se limpiaban el culo con tu cepillo de dientes, dejando en el aire su olor a negro, olor a pis y vino y reyerta. Y vendían tus cosas en los barrios de negros para comprarse vino, droga, porno, casets de cuarteto. Si un chico viene a pedir a tu casa, “¿no tiene algo que me dé?”, seguro que el padre está a dos cuadras oyendo cuarteto o mirando programas de cuarteto en la televisión, y usa la plata que vos ganaste con tu trabajo honrado para comprarse vino, droga, porno, casets de cuarteto.
El caso de Salomone. Un tipo que levanta a la familia de la miseria poniendo un almacén en el garaje de su casa. Durante años, el único gusto que se da es ir al campito a jugar a las bochas. Ahí se juntan los gringos, en grupos cerrados, con las manos a la espalda, como si tuvieran un gravísimo secreto. Vos ves a Salomone en un extremo, la bocha en la mano, tomando carrera con pasos livianos y largos que te hacen pensar en animales acuáticos, garzas sobre el agua, insectos. Una noche de invierno, dos negros con una escopeta recortada entran a su almacén. Salomone no se pone nervioso, ya le han robado tres veces ese año. Se deja llevar atrás, donde la familia acaba de cenar y está mirando televisión. Los ladrones ponen a la mujer de Salomone y a los chicos contra la pared, de espaldas, como si estuvieran en penitencia. Luego le dicen a Salomone que traiga la plata de la venta del auto. “¿De qué auto?”, pregunta Salomone. “No te hagás el pelotudo”, dicen ellos. Salomone no sabe de qué están hablando. El único auto que tienen es un Fiat 600 que han dejado afuera al empezar el almacén, y que con los años se ha vuelto inutilizable por la lluvia, las cagadas de pájaro y las hojas de fresno. Pero los tipos insisten: “La plata del auto, la plata del auto”. Salomone señala una lata de leche en polvo en la alacena. Adentro hay un rollo de billetes sujetos con una gomita elástica. Los billetes tienen olor a leche y suman mil seiscientos pesos y monedas. Los tipos se ríen. “¿Qué es esto? –le dicen–, buscá la plata del auto.” “No sé de qué están hablando”, dice Salomone. Los tipos lo hacen arrodillar en el piso y le ponen el caño en la nuca. “¡No hay ninguna plata, la puta que los parió!”, grita Salomone. Se oye un disparo. Por un momento, todos se quedan sordos. Cuando uno de los chicos se da vuelta, los negros han desaparecido y Salomone está en el piso, con la cabeza en un charco de sangre.
En esa época, papá consigue un revólver. Un 38 corto, usado, sin papeles, de un ex policía al que le dicen El Choclo porque tiene la cara poceada por la viruela. A veces vamos al campo de Suárez, un amigo de papá, ponemos una latita de Coca en el poste del alambrado y le tiramos. El barrio entero cambia en esa época. Se ponen rejas en ventanas y puertas. Se compran perros policías, rotwaillers, dogos argentinos. A las ocho, la gente está encerrada en su casa con las persianas bajas. Todo tiembla. Las noticias viajan haciendo temblar los cables eléctricos. Ancianas violadas y asesinadas, niños violados, bebés tirados a la basura. Los abuelos, que hace mucho vinieron del campo, oyen los cables vibrar por las noticias y tiemblan. Miran Crónica, Canal 9, TN. Dicen: “Este es otro mundo”. Dicen: “Esto no es natural”. Se ponen alarmas, se contratan servicios de vigilancia. Las madres escuchan las sirenas de las ambulancias, los silbidos altos y angustiosos, y tiemblan pensando en sus hijos allá afuera, como ovejas en la oscuridad.
Mamá era peronista porque Eva le regaló su primera muñeca de trapo, desde el tren, cuando pasó frente a su pueblo. Papá era peronista porque mi abuelo era peronista. Mi abuelo empezó siendo peronista pero en esta época era menemista, y había sido peronista porque un radical, cuando era joven y vivía en el campo, le pidió prestada un hacha y nunca se la devolvió. El decía que los negros eran el fin del país. Trabajó hasta los ochenta años en su taller, afilando cuchillos y tijeras que le llevaba la gente del barrio. Yo iba con los tramontinas de casa y me quedaba viendo la rueda giratoria, las chispas que saltaban del metal. Era un viejo loco, con un gran amor por la vida. Después se enfermó de los riñones y lo internaron. Nunca había dormido en un hospital, y estar ahí lo deprimía mucho. Bajó como veinte kilos en un par de meses. Con mi familia nos turnamos para acompañarlo y yo fui a pasar una noche con él. Llevaba un fajo de revistas Nippur que casi no miré porque había un televisor empotrado en una esquina. Después de cenar apagamos la luz y me puse a dar vueltas en la cama, inquieto, sintiendo crujir al plástico que envolvía el colchón.
Mi abuelo se rascó la mejilla, se acomodó y dijo: “Mirtha. Mirtha, vení para acá te digo”.
Una noche entran a casa. Estoy casi dormido cuando oigo un ruido que me pone los pelos de punta. El ruido de una baldosa floja en el patio, una baldosa que suena como una botella descorchándose. Tengo doce años y voy hasta la pieza grande y sacudo a papá varias veces hasta que se despierta. Se despierta y me mira. Le digo que hay alguien afuera y papá se lleva el dedo a la boca para que haga silencio, saca el calibre 38 de la mesa de luz, abre la recámara y lo carga. “Se quedan quietos”, dice, antes de salir de la pieza con el caño apuntando hacia arriba. Apenas sale y el perro de la vieja Lario, un perro chiquito con la mandíbula torcida, empieza a ladrar desde el patio vecino. Otros perros en otros patios le responden y de pronto parecería que todos los perros del barrio y de la ciudad y del mundo están ladrando al mismo tiempo. Espío por la persiana pero no se ve nada y mamá me dice que salga de ahí. Me siento en la cama. Nos quedamos esperando. Imagino que los ladrones van a entrar en cualquier momento por la puerta de la pieza, van a atarnos las muñecas con alambre y van a violarnos por turno. Entonces se oyen talones corriendo sobre las baldosas, una puteada y un segundo después un tiro. Mamá se lleva la mano a la boca.
“La puta madre que los parió”, dice papá. “Me parece que le di a uno.” Tiene los pies descalzos llenos de pasto y un costado de la pierna izquierda con un manchón verde.
“¿Qué te hiciste?”, le pregunta mamá.
“Me caí por allá, me hice mierda”, dice él.
Después me pide que lo acompañe. Buscamos la linterna y vamos a ver. Cruzamos el patio de baldosas y salimos al patio de césped. No hay luna y todo está muy oscuro. “Quedate acá”, dice papá. Todavía tiene el revólver en una mano. Va hasta los frutales y barre el piso con la luz de la linterna. Encuentra al cuerpo enseguida, cerca del árbol de mandarinas. Se acerca, lo toca con el pie.
Después me llama y recogemos las cosas que el tipo se estaba llevando, tiradas en el pasto. Un par de Addidas blancas de papá, un cinto de cuero, unas pinzas y unos destornilladores de la caja de herramientas. “Hacerse matar por estas porquerías”, dice papá. Lo repite muchas veces.
Dejamos las cosas adentro y papá me pide ayuda para levantar el cuerpo. Lo agarra de las axilas y yo de los pies y lo entramos cruzando el patio de cemento hasta la galería. Lo dejamos sobre las baldosas, boca arriba, con sumo cuidado, como si pudiera romperse. “Dios querido, Dios querido”, dice mamá. Está en camisón. Nos quedamos mirando al tipo, el corte a la cubana, las zapatillas caras, el tatuaje de la Virgen del Perpetuo Socorro en el brazo.
“Andá a buscar una frazada”, dice papá. Pero no sabemos a quién le habla y por un rato ninguno hace ni dice nada.
A la hora llega la policía. Un tipo grande, canoso, de ojos claros, con saco y corbata, y uno más joven vestido de policía. Papá les ofrece café y el más joven le dice que podría ser un cafecito. Papá prepara el café. El policía canoso dice que los vecinos han oído un disparo y papá responde que también lo oyó y que por eso estamos despiertos. Los policías le preguntan si tiene idea del lugar de donde provenía el disparo y papá dice que a lo mejor del techo o del campito a la vuelta, que acá siempre se oyen disparos, que él dio una vuelta con la linterna y no vio nada. Los policías le preguntan si pueden pasar al patio. Papá los acompaña. Al rato vuelven. “Muy bien”, dice el canoso. “Cualquier cosa nos llama, eh”. “No hay problema, oficial”, responde papá.
Uno de los hijos de Salomone estudió ingeniería en sistemas y tiene su propio negocio de computación. Otro, el que tenía mi edad, se volvió completamente loco. Era un chico alto, con el pelo rojo como una zanahoria, que usaba pantalones militares, esos pantalones con muchos bolsillos a los costados, y tenía tatuajes en la nuca, la espalda y los brazos. Uno de los tatuajes estaba en chino y nadie sabía lo que significaba. Otro era el dibujo de un puma. El hijo de Salomone estaba todo el tiempo buscando pelea. Nadie podía mirarlo a los ojos y salir ileso. Su lugar preferido era el baile de los Bomberos Voluntarios. En el gigantesco salón tocaba Trulalá, Chébere, La Mona. El hijo de Salomone se emborrachaba y buscaba pelea. Pero no sabía pelear, nunca había peleado, y terminaba en el hospital San Justo con los dedos entablillados, puntos de sutura en alguna parte del cuerpo y la nariz quebrada. Cuatro veces le quebraron la nariz. La madre le decía: “¿Qué hacés, hijito? ¿Qué buscás?”. El hijo de Salomone miraba por la ventana sin responder. Y el fin de semana siguiente estaba de nuevo en el hospital. Con el tiempo fue aguantando más los golpes, se fue endureciendo, no sé muy bien cómo decirlo, parecía incluso más alto y tardaban mucho más en tumbarlo. Empezó a ganar peleas, a ganar el respeto de todo el mundo. Después lo agarraron a la salida del baile y le dieron tres tiros en la cabeza.
Cuando el abuelo murió, la abuela se mudó a su habitación (dormían en piezas separadas), descolgó el retrato de Evita que había en la cabecera de la cama y lo tiró en el taller donde el abuelo afilaba los cuchillos. Tiró a la basura sus lociones y sus peines. Envolvió la ropa y los zapatos en bolsas de consorcio para la iglesia. Yo estaba casualmente ahí y le pregunté: “¿Quién es Mirtha?”.
Mi abuela me miró. Siguió doblando la ropa.
“Una negra que andaba con tu abuelo”, me dijo. “La dueña de un bar.” Después me contó que una vecina había visto el Peugeot 404 gris estacionado todas las tardes frente a la casa de la tal Mirtha. “Tu abuelo se gastó en negras toda la plata. Cuando se enfermó yo tuve que poner de mi propia jubilación. No tenía un centavo. Ahora se murió y dejó de traerme preocupaciones.”
Le pregunté si podía quedarme con una campera del abuelo y me la hizo medir. Nos miramos frente al espejo del ropero.
“Chanta –me dijo–, tenés el mismo cuerpo.”
Mucho tiempo después, me enteré de que Mirtha apareció en un programa evangelista de la medianoche. Mamá lo encontró haciendo zapping en uno de sus repetidos y desesperantes insomnios. Conocía a Mirtha porque a veces le compraba chorizos secos para armar la picada del bar, incluso se había enterado de lo de ella y el abuelo, y verla ahí, a las dos de la mañana, la impactó. Mirtha estaba bien peinada y maquillada, y parecía tan tranquila y segura de sí misma que mamá pensó un segundo en recurrir a los evangelistas para mejorar un poco nuestras vidas. Pero eran ideas del insomnio que a la luz del día parecían ridículas. Sentado frente a ella había un pastor brasileño. Mirtha dijo a las cámaras que su esposo estaba lisiado, que su hijo se drogaba, que su hija había quedado embarazada y no sabía quién era el padre. Contó que un domingo había planeado tirar veneno para ratas en la salsa de los ñoquis para matar a toda la familia. Pensaba que sólo así iba a encontrar un poco de paz. El pastor le explicó que en ese momento había estado poseída por un espíritu diabólico. Le dijo que los síntomas de la posesión eran el cansancio, el estrés, el insomnio, oír voces o ver figuras en el aire, recibir la visita de animales desconocidos. El pastor tenía un fuerte acento brasileño, como si hubiese bajado del avión el día anterior. Mirtha dijo que había tenido todos y cada uno de los síntomas. Casi al final agregó que en ese momento, cuando tenía el veneno para ratas en la mano, no era propiamente ella.
“No podés decir una palabra de todo esto”, dice papá. “Si se te llega a escapar algo, tu mamá y yo podemos terminar en la cárcel por defender nuestra casa y a vos te va a criar una familia sustituta.”.
“No voy a decir nada”, digo yo.
Entonces papá me cuenta que a la otra mañana, mientras yo estaba en el colegio, él sacó el bulto cubierto por la frazada y con varias vueltas de soga plástica que la noche anterior habíamos escondido en el lavadero, bajo un montón de ropa sucia, y lo cargó hasta el baúl del auto. Que sacó el auto y manejó hasta el campo de Suárez. Que junto a Suárez llevaron el bulto hasta la franja de eucaliptus centenarios, a través del campo de tierra arada, y que los teros se levantaban a su paso, y que a la sombra de los altos árboles, con una pala honda y una de hoja ancha, trabajando por turnos, él y Suárez hicieron un pozo. Que tardaron más de dos horas en cavar el pozo con las dimensiones necesarias. Que era un pozo vertical, no horizontal, y que el bulto quedó parado en vez de acostado en el fondo del pozo. Que luego cubrieron el pozo con tierra y se fumaron un cigarrillo. Que volvieron al galpón de Suárez y se lavaron los brazos y que mientras tanto uno de los peones había armado una picada con salame, queso, pan, lengua a la vinagreta, vino y soda. Que comieron de parados.
La leyenda: hubo un tiempo en que se podía dormir con las ventanas abiertas. Un tiempo de paz. Las cigarras cantaban en los atardeceres de verano. Había luciérnagas sobre el pasto recién cortado, guiando a los viajeros. Mi abuelo era joven y en los meses de sequía tenía que llevar a las vacas a pastar cerca de la laguna de Mar Chiquita. Era un viaje largo, lleno de aventuras y dificultades. Dormían bajo chapas de zinc, comían charqui, armaban balsas para cruzar el río. Una vez, a la altura de Morteros, mi abuelo detuvo el caballo y se bajó para mear. Se metió entre unos pastos altos, se abrió la bragueta y cuando estaba por largar el chorro lo vio. El chorro se le cortó de golpe.
A sus pies, había un hombre sentado. Un hombre con el pellejo seco. Las hormigas le salían por la boca y los ojos. Mi abuelo contaba esa historia y siempre se detenía en el mismo detalle. Decía que las hormigas, hormigas negras y chiquitas y furiosas, le habían devorado la carne, los órganos e incluso la ropa, pero habían dejado intactos los genitales. El pito y los huevos. Mi abuelo se quedó mirándolo un rato. Después orinó, se volvió a subir al caballo, le pateó las costillas y siguió la marcha. Esa noche iba a dormir a la intemperie, envuelto en una frazada, con las botas detrás de la cabeza, mirando las estrellas cargadas de leche.
Estoy en el patio. Miro los árboles frutales, el pasto, los geranios y las margaritas contra la pared. Me agarro del borde del tapial y subo. Hago equilibrio con los brazos abiertos hasta llegar a la zona donde el techo se une al tapial, y entonces me subo al techo. Miro el patio desde arriba. Después, ayudado por una saliente de cemento, me subo al tanque de agua. Me quedo sentado en el borde del tanque mirando el campo en general y después el campo de Suárez. Los eucaliptus viejos y altos como una mancha imprecisa en el horizonte.
Hace unos años, fuimos al bar de Mirtha con unos amigos. En la única mesa ocupada había un tipo medio dormido mirando una pelea en la televisión y tomando vino con soda. Desde la cocina, cubierta por una cortina de tela floreada, llegaba el olor y la crepitación de milanesas fritas. Una chica gorda que debía ser la hija o la nieta de Mirtha nos vino a atender. Mis amigos pidieron una cerveza y yo un fernet. Tomamos mirando a un puertorriqueño y un norteamericano pelear por cinco rounds. Después, de una sola trompada, el puertorriqueño tumbó al norteamericano y el árbitro vino y le levantó la mano. El puertorriqueño se largó a llorar de la emoción. Cuando terminamos, me acerqué a la barra y la chica gorda llamó con un grito a Mirtha para que viniera a cobrarme. Se corrió la cortina de tela. Vi a entrar a Mirtha. Camisa con hombreras, el pelo blanco, la piel suave de los viejos. Quince pesos, me dijo. Le di un billete de veinte y se quedó mirándome.
Después me dio los cinco pesos del vuelto y desapareció detrás de la cortina.
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