› Por Federico Falco
Cuando era chico, mi familia solía pasar las vacaciones en Santa Rosa de Calamuchita, en las sierras de Córdoba.
Entre Santa Rosa y Villa General Belgrano había un museo dedicado a los fenómenos extraterrestres. Lo único que se veía desde la ruta era un cartel de chapa con las palabras “Museo OVNI” pintadas en blanco y, si mal no recuerdo, una flecha que señalaba una tranquera. También había un bosquecito de árboles que se encargaba de esconder a los automovilistas la fachada de ese museo, su forma, sus instalaciones.
Desde el momento en que vi el cartel, quise entrar a visitarlo. Yo tenía once o doce años y los platillos voladores, el Nahuelito y las máquinas para viajar en el tiempo ocupaban buena parte de mis lecturas e intereses diarios. Nadie quería acompañarme o llevarme al museo y aunque año a año, en cada verano, repetía el pedido, cada vez lo hacía con menos fuerza y más por costumbre que por otra cosa. Ya sabía la respuesta que me esperaba y estaba resignado. Después, llegó un momento en que esos temas dejaron de interesarme y me olvidé por completo del museo.
Tal vez si en ese entonces lo hubiera visitado, el Museo OVNI no habría adquirido para mí las dimensiones míticas a las que lo elevó mi fantasía. Nunca supe qué había detrás de ese cartel y esos árboles, así que todo cabía allí: desde refugiados nazis que se escapaban de Alemania utilizando tecnología extraterrestre hasta la suposición de un Área 51 local y cordobesa.
Hace unos años recordé ese lugar y comencé a escribir una pequeña novela, “Cielos de Córdoba”, que giraba en torno de él. No sé si ahora el museo sigue abierto, pero en ese momento decidí no visitarlo, justamente para dejar que fuera mi fantasía la que creara o supusiera ese mundo desconocido. Pero sí, antes de largarme a escribir, recopilé mucha información sobre los avistajes OVNIs en Córdoba, sobre el Uritorco, Capilla del Monte y José de Ser corriendo tras los platillos voladores.
Entrevisté a algunas personas, charlé informalmente con otras, leí unos cuantos libros y revistas. Encontré avivados con el verso ya armado, encontré escépticos, encontré cínicos y charlatanes, encontré negociantes aprovechadores, pero también encontré creyentes convencidos. Algunos fanáticos. Otros respetuosos y humildes. Aldo y Elida surgieron en ese momento: una de las revistas que por casualidad cayó en mis manos era un producto muy casero, bastante parecido al que describo en “Fulgor”. Leyéndola me pregunté quiénes la podrían haber escrito, cómo era la vida de esas personas, su cotidianidad, su trabajo, su familia. Un tiempo después, en una parrillada a la orilla de la ruta, cerca de Cosquín, conocí fugazmente a un matrimonio de jubilados “parecidos” a Aldo y Elida. Aunque ellos nunca se habían embarcado en la producción de una revista OVNI, tranquilamente lo podrían haber hecho. Su historia no tenía nada que ver con la novela, así que se transformó en un cuento sin relación con “Cielos de Córdoba” pero con cierto tono en común. Tuvo varias versiones. Algunas de ellas, muy breves, se publicaron hace unos años en diarios y revistas y circularon por un par de blogs. En su forma actual, permanecía inédito.
Le tocaba el turno de las seis, así que esa mañana Aldo Pignatelli se levantó muy temprano, se puso su campera más gruesa y salió a la calle cuando todavía era noche cerrada. Había niebla y en los monoblocks sólo una o dos ventanas tenían las luces encendidas. Hacía frío. Mientras esperaba el colectivo a un costado de la colectora, Aldo se sobó las manos un par de veces y las guardó en los bolsillos de la campera. En el baldío de enfrente, dos arcos de fútbol improvisados y un farol bajo, que se movía en el viento, se perdían en la bruma lechosa. Tampoco se veían los carteles del peaje, un par de cuadras más adelante. Había demasiado silencio en la madrugada. No ladraban los perros, no pasaban autos por la autopista, no se escuchaba ni el rumor de los camiones de basura haciendo su recorrido.
“Qué raro”, dijo Aldo para sí mismo y miró la hora en su reloj. Faltaban diez minutos para las cinco. Se volvió a sobar las manos y las volvió a guardar en los bolsillos. Intentó silbar, pero le castañeteaban los dientes y no pudo.
De pronto y sin que nada la anunciara, Aldo vio una luz blanca flotando en el cielo, sobre la autopista. Era una luz poderosa, blanca, sin bordes, inmensa, que se acercaba a toda velocidad y no tardó nada en posarse sobre él. Aldo miró hacia arriba. Miró hacia un costado. Miró hacia el otro. No había nadie en la calle. El colectivo no venía. La arenilla de la cuneta crujió bajo sus pies y Aldo no la oyó. Quiso correr pero fue inútil, la luz lo detuvo y lo envolvió por completo. Aldo quedó rodeado y en medio del fulgor. Fue un instante lo suficientemente largo como para que Aldo se olvidara de que estaba en plena calle, cerca de la parada del colectivo. Todo era blanco y quieto dentro de la luz y le pareció que levitaba a dos centímetros del suelo. Después, la luz se desvaneció y Aldo cayó de costado y se golpeó el hombro. Estaba de nuevo solo, en medio de la calle desierta.
Aldo se levantó, se palpó el pecho, se tocó el brazo dolorido. Ya no quedaban rastros de la luz, pero enseguida se dio cuenta de que algo había cambiado en su interior. Cerró los ojos, respiró hondo, y en el revés de sus párpados vio claridad y trazos que se movían como larvas y formaban palabras que él podía entender a la perfección aunque estaban en un idioma que desconocía.
Aldo entonces decidió que ese día no iba a ir a trabajar y se volvió a su departamento.
–¿Qué hacés acá? ¿Te pasó algo? ¿Te robaron? –le preguntó su mujer cuando Aldo abrió la puerta del departamento. La mujer se llamaba Elida, y era delgada y pequeña y muy enérgica. Recién se levantaba y ya estaba subida a una silla, revolviendo en lo más alto de un placard, buscando algo para arreglar. Elida se bajó de la silla, se limpió las manos, se sacó el delantal.
–Vos tenés algo –dijo.
Aldo no le contestó. Caminó hasta el dormitorio, se descalzó y se tiró sobre el cubrecama recién extendido.
–Vos tenés algo, te robaron, te caíste, ¿qué pasó? –preguntó Elida mientras él cruzaba los brazos y cerraba los ojos. Una melodía metálica se desenrollaba lentamente en su oído y le hablaba. Luces, imágenes y sonidos aparecían tras sus párpados y le explicaban el inicio del universo, los procedimientos para viajar en el tiempo, la forma de las ciudades extraterrestres.
–Nunca más voy a ir trabajar –dijo Aldo y le explicó que escuchaba voces dentro de su cabeza y que las voces le habían pedido que abandonara todo y las siguiera sólo a ellas y le habían enseñado física y matemáticas y geología, le habían contado la historia de la Tierra y cómo era la vida antes de que desa-parecieran los dinosaurios y miles de cosas que no estaban en ningún libro.
–Te volviste loco –dijo Elida.
Aldo no le hizo caso y pidió papel y lápiz.
Se sentó en la punta de la mesa y comenzó a dibujar lo que había visto mientras dormía. Aunque nunca antes lo había hecho, ahora Aldo dibujaba como los mejores artistas. En menos de una hora llenó diez hojas con paisajes galácticos, ciudades de rascacielos muy altos, naves volando por los aires. Después hizo un recreo, salió al patio, estiró las piernas y volvió al trabajo.
Dibujó los planos de una máquina para leer la mente, y las formas básicas de dieciocho tipo de alienígenas diferentes. Dibujó con lujo de detalles lugares que no conocía, como la Torre Eiffel, las pirámides mayas y las ruinas sumergidas de la Atlantis. Dibujó un lugar donde se guardaba una ampolla con un líquido verde que podía exterminar el universo entero.
Elida lo miraba y no sabía qué hacer. Escuchaba sus explicaciones, apretaba un repasador en la mano y por dentro pensaba que cosas peores le habían sucedido en la vida y que ese era su destino y que ella era dura y fuerte y si había podido con tantas cosas, también podría con esto. Tenía que hacerle frente y aceptar que, a partir de ese momento, sería una mujer sola, con un marido que desvariaba.
Elida guardó los dibujos en una carpeta y cuando Aldo se fue a dormir volvió a mirarlos con la frente apoyada sobre una mano y la cabeza llena de preocupaciones.
Pasó una hoja, pasó otra, acarició suavemente una tercera y con la yema de sus dedos siguió la huella de lápiz con que Aldo había dibujado un horizonte interestelar.
De alguna manera, las cosas se van a solucionar, se convenció Elida a sí misma y cerró la carpeta, apagó las luces y se acostó.
Aldo la despertó en medio de la noche. Caminaba en calzoncillos de un lado para el otro de la habitación. Elida prendió el velador y se puso los anteojos.
–¿Qué pasa? –preguntó.
–Las voces me ordenaron hacer una revista –dijo Aldo–. Tengo que contar todo lo que ahora sé. Todo lo que vi. La voy a ilustrar con mis dibujos. Ya mismo me pongo a trabajar.
Elida dijo que bueno, que estaba bien, que se acostara, que ya tendrían tiempo. Logró que Aldo se calmara y volviera a dormirse. Después giró sobre sí misma y, dándole la espalda, se largó a llorar.
A la mañana siguiente, Elida se ató un rodete con el pelo bien tirante y salió temprano, a consultar con un médico. Aldo se quedó rumiando ideas sobre diseño, nombres, formas de impresión y distribución. Cuando Elida volvió, él ya tenía todo resuelto. La revista se llamaba Más allá y consistía en cuatro páginas escritas a máquina y ocho ilustraciones en blanco y negro. Era un collage de recortes con títulos dibujados en fibrón negro y los pies de las ilustraciones garabateados a mano. Las notas casi no podían leerse, porque Aldo las había hecho reducir al mínimo en la fotocopiadora, para que entraran. También había abusado de la plasticola y, al tomarlas entre sus manos, Elida se dio cuenta de que las cuatro páginas pesaban mucho más de lo que parecía. La plasticola se secó, las hojas se ondularon y la tinta del fibrón se corrió un poco, pero a Aldo no le importó: las voces en su cabeza le dijeron que hacer la revista estaba bien y que no se detuviera en minucias.
Aldo había convencido al chico de la fotocopiadora para que le hiciera cien copias al fiado y abrochó las hojas él mismo y la distribuyó por los kioscos del centro de la ciudad. A cada quiosquero le regaló un ejemplar y le explicó con sumo detalle de qué se trataba. Estaba convencido de que eran ellos los únicos que podían ayudarlo para que mucha gente comprara Más allá. Siete días más tarde, cuando los estudios que le habían hecho en el hospital todavía no mostraban nada relevante y los médicos seguían confundidos con su diagnóstico, quedó claro que la charla con los quiosqueros había sido efectiva y que la revista era todo un éxito. En cada quiosco pedían reposiciones de a veinte, de a treinta y hasta de a cincuenta ejemplares.
La tirada del segundo número quintuplicó la del primero y semana a semana las ventas siguieron aumentado a ese ritmo. La revista se vendía cada vez mejor y era cada vez más gruesa.
Está mal hecha, está mal diseñada, decían los lectores, pero convence. Lo que Más allá cuenta no puede ser más que la verdad, decían los lectores y discutían sobre avistajes de ovnis y explicaciones racionales para el misterio del Triángulo de las Bermudas.
La gente de Más allá es seria, saben de lo que hablan, manejan buena información, decían los especialistas y recomendaban la compra de la revista y mandaban cartas ofreciendo artículos en colaboración.
–No, no, no –le respondía Aldo a Elida cuando ella le mostraba las notas de los colaboradores.
–Sólo lo que las voces digan –decía Aldo. Entonces Elida lo dejaba solo y se iba a contestar las cartas y a decirles a los especialistas que por el momento la revista no aceptaba artículos de personas ajenas al staff.
A los pocos meses quedó claro que Elida y Aldo podían vivir tranquilamente de las ventas de Más allá, incluso ahorrar un poco e invertir en infraestructura. Compraron dos computadoras, una impresora y contrataron correctores, diseñadores gráficos, gente que redactara las notas que Aldo dictaba, chicos que coloreaban los dibujos en blanco y negro que surgían de su mano. El departamento se transformó en una pequeña redacción, con cafeteras humeantes, mate siempre listo y bizcochuelos que Elida horneaba mientras hablaba por teléfono. Ella era la encargada de las cuentas y del trato con los distribuidores. También hacía trámites, pagaba impuestos y controlaba los pagos.
A cada rato entraba y salían del departamento diseñadores, redactores, gente de la imprenta, pero siempre hablaban con Elida. Aldo permanecía sentado en la punta de la mesa, con los párpados casi cerrados, escuchando los dictados de las voces en su cabeza. A veces, cuando había demasiado bullicio, se encerraba en el dormitorio y desde allí mandaba a pedir que le llevaran un ventilador si hacía calor, o más papel, o una goma de borrar porque se había equivocado al dibujar.
Cada noche, después de que los empleados de la redacción se retiraban y Aldo se recostaba a ver un rato de televisión, Elida contaba la recaudación del día, formaba una pila de billetes, los ataba con una bandita elástica y anotaba la suma en un cuaderno. Guardaba los billetes en un rincón que sólo ella conocía, y antes de dormirse, con la cabeza ya apoyada en la almohada, pensaba en qué podrían gastar tanta plata.
Lo primero fue una camioneta con cúpula para buscar las revistas en la imprenta y llevarlas a las oficinas del distribuidor. Después, Elida se compró un vestido elegante, rojo con un lazo negro en el hombro, y le compró a Aldo cinco camisas blancas, un par de zapatos nuevos y un traje gris oscuro, con rayas finitas y espaciadas para que estuviera presentable en caso de que los invitaran a alguna fiesta o a una reunión importante. También pintaron el departamento y cambiaron el televisor. Después compraron dólares y los guardaron en un banco, en una caja de seguridad. Una vez por semana iban de visita al banco, pedían entrar a la bóveda, abrían la caja y se quedaban quince minutos frente a los billetes, absorbiendo su aroma a papel manoseado y ropa húmeda. Tuvieron un par de ofertas de editoriales importantes que estaban interesadas en comprar la revista. Aldo se puso el traje y asistió a algunas reuniones, pero al final se negó a vender: las voces nunca se lo hubieran permitido. También apareció un contador joven, que les ofreció diversificar, hacer franquicias con la marca, sacar al mercado juguetes “Más allá”, réplicas plásticas de las naves espaciales, llaveros, señaladores, mazos de cartas con los dieciocho tipos de alienígenas reemplazando a los personajes de la baraja. A Aldo le dio mala espina y lo despidió sin más.
Estaban tratando de decidir si mudarse a una casa con jardín y patio o comprar más dólares, cuando un día Aldo se encerró en el baño y salió de allí diciendo que las voces habían dejado de hablar.
–No están más, dijo. No aparecen. No tienen nada para decir.
Elida le puso la mano sobre la frente y le sugirió que se acostara un rato, que tal vez tenía fiebre, o necesitaba descansar.
–Enseguida van a volver –le dijo–. Quedate tranquilo.
Pero las voces no regresaron. Se acercaba la hora del cierre, debían sacar un nuevo número a la calle y los redactores se aburrían alrededor de la mesa, esperando que Aldo saliera del dormitorio y les dijera qué escribir.
–Ya van a volver, ya van a volver –murmuraba Elida y caminaba de una punta a la otra del departamento, y preparaba café para todos, y les tocaba la espalda a los dibujantes y les decía que se pusieran derechos o se les iba a arruinar la columna vertebral.
–Ya van a volver, ya van a volver –murmuraba Elida y sacaba el polvo de las impresoras, y acomodaba por colores los tubos de tinta y salía al balcón a sacudir el lampazo y regar las plantas.
–Ya van a volver, ya van a volver –se repetía otra vez y llamaba a la imprenta para avisar que estaban un poco retrasados, que los esperaran y atendía a los quiosqueros que preguntaban qué pasaba y convencía al distribuidor de que era sólo un inconveniente momentáneo, que la situación no se iba a repetir.
Pero las voces no volvieron y Aldo se sentó en el inodoro y se tomó la cabeza con las manos y se puso a gritar y a golpearse la frente contra los azulejos. Elida les dijo a los redactores que se fueran a sus casas y que volvieran al día siguiente, lo más temprano posible. Después le dio un té de tilo a Aldo y le pidió que se callara: qué iban a decir los vecinos. Cuando se hizo de noche cerrada, lo obligó a ponerse la campera y la bufanda y lo sacó de nuevo al descampado. Tomados de la mano, esperaron junto a la parada del colectivo a que se hicieran las cinco de la mañana.
Los arcos de fútbol seguían igual que la noche del primer encuentro, la autopista, el farol, el baldío, todo en su lugar. Sólo faltaba la niebla y hacía un poco menos de frío.
–¿Seguro que fue acá? –preguntaba Elida cada diez minutos y trataba de que Aldo recordara los movimientos exactos de aquella madrugada.
Aldo no le hacía caso.
–No van a volver –decía sin ganas, con los hombros caídos y bostezando–. Ya dijeron lo que tenían que decir, ya no les sirvo más.
Pasaron dos colectivos, llegó gente y se puso a hacer fila. Amaneció sin que ninguna luz los cubriera y Elida y Aldo volvieron a su departamento y Elida preparó café y desayunaron sin decirse una palabra.
Llegaron los redactores y los dibujantes. Elida mandó a Aldo a que se recostara, cerró la puerta del dormitorio y se dijo a sí misma que por cosas peores ya habían pasado, que ella era fuerte y que si había que hacerle frente a esto también, había que hacerle frente. Se arremangó y caminando con trancos largos alrededor de la mesa, comenzó a dictar historias sobre abducciones y platillos voladores y civilizaciones perdidas. A los dibujantes les pidió ilustraciones de ceremonias de alienígenas, que diseñaran iglesias y bibliotecas extraterrestres, que pintaran cielos con dos soles y miles de estrellas.
–Cada uno a poner lo mejor de sí –los alentaba–. No hay tiempo que perder.
Al mediodía, el nuevo número de Más allá estaba terminado. Elida lo mandó a imprenta, se dio una ducha y se acostó a dormir.
Esa misma noche comenzaron los llamados y las quejas. Y, sin embargo, con la esperanza de que las voces regresaran de un momento a otro, Elida todavía escribió tres números más, mientras Aldo seguía tirado en la cama, sin ganas de hacer nada.
–¿Volvieron? –le preguntaba Elida de tanto en tanto.
–No van a volver. Esto se terminó –le respondía Aldo y agarraba el control remoto y cambiaba de canal.
Los lectores rápidamente identificaron el fraude y dejaron de comprar la revista. Los quiosqueros devolvían los atados casi completos. El distribuidor se negó a seguir trabajando con ellos.
–¿Qué hacemos? –preguntó entonces Elida. No le quedaban esperanzas, no sabía cómo seguir.
–Cerrar –dijo Aldo.
–Tiene que haber algo que las haga volver, algo tenemos que intentar –dudó todavía Elida.
–Hay que cerrar –dijo Aldo y Más allá dejó de salir.
Despidieron a los redactores, vendieron la camioneta y vivieron con los dólares ahorrados, hasta que Aldo completó los aportes que le faltaban para jubilarse. Siguieron viviendo en el mismo departamento en que habían vivido los últimos treinta años, en la misma ala de monoblocks, con los mismos vecinos y los mismos problemas de humedad en el balcón. Llevaban una vida tranquila, casi no hablaban con nadie y si en el supermercado alguien señalaba a Aldo y le preguntaba por la luz blanca del baldío o por las voces en su cabeza, hacían de cuenta de que no escuchaban, que todo había sido un sueño, que la revista nunca había existido.
Algunas noches, de madrugada, Aldo no podía dormir y se levantaba a mirar por la ventana las luces de los autos que pasaban por la autopista, los arcos y el descampado, los carteles del peaje, el andar pausado del camión de la basura por las calles del barrio.
–¿Volvieron? –le preguntaba Elida si se despertaba.
–No –decía Aldo.
–¿Dibujar tampoco te sale?
Aldo quitaba la vista del baldío, se sentaba en el borde del colchón, prendía el velador, y en una libretita que siempre tenía sobre la mesita de luz, intentaba delinear el rostro de un alienígena, un paisaje lunar, cualquier cosa.
Enseguida cerraba la libreta y dejaba la lapicera a un costado.
–No, dibujar tampoco me sale –decía y apagaba la luz y se volvía a acostar.
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