› Por Leopoldo Brizuela
Escribí “La locura de Onelli”, un largo relato compuesto de unos doscientos cuentos brevísimos, entre 2001 y 2003. Las preocupaciones de esos días me habían hecho abortar una novela que prometía ser extensa y sólida. Al mismo tiempo, la necesidad de comprender, de dar sentido a aquello que vivíamos y sentíamos tan primitivamente como puro caos y disolución, me forzaba más que nunca a escribir ficción.
Y un día, de pronto, recordé a una casi centenaria dama de La Plata que, después de la publicación de una novela mía, me convocó a su casa para contarme una historia que podía interesarme. Hacia 1932, cuando esta ciudad tenía sólo cincuenta años, había muerto su aya india, que había sido también aya de su padre y su abuela y su bisabuelo. Sólo al encarar los trámites de inhumación, la familia reparó en que esta Faustina, mucho más que centenaria, “nunca había tenido papeles”, que “no existía”, lo que impedía también su entierro. Cuando el padre de esta señora, un juez famosísimo, consiguió arreglar más o menos desprolijamente las cosas, sus enemigos políticos lo denunciaron, sembrando dudas sobre las circunstancias de la muerte de la mujer, y cuando éstas se despejaron por absurdas, sobre su modo de considerar y tratar a los sirvientes: una “campaña sucia” que –según contaban– había amargado a la familia durante décadas.
Por esos mismos días de la crisis, con cierta obsesión por la animalidad que se advierte en muchas otras ficciones contemporáneas (Gambaro, Oliverio Coelho, etc.), con esa pasión inexplicable en que yo ya había aprendido a detectar la inminencia de una nueva obra, yo devoraba una tras otra las bellísimas “Idiosincrasias de los pensionistas del Jardín Zoológico”, de Clemente Onelli: notas tomadas por el extravagante y genial director del Zoo de Buenos Aires entre 1905-1912. Y de pronto, en un sueño que tuve, ambas historias se unieron en otra que, literalmente, me arrebató. Esa historia –de la que aquí doy algunos fragmentos– puede resumirse así.
Salvatore Onelli, adoptivo de Clemente y como él director de Zoológico, pero de La Plata, hacia 1932 y ante la prohibición de enterrar a una criada india, decide dejar para siempre la ciudad, con dos colaboradores, un centenar de animales que elige por razones sólo suyas, y el cadáver de la indiecita muerta, última sobreviviente del clan del famoso cacique Inacayal, que vivía en exposición en el Museo de Ciencias Naturales. ¿Adónde va Onelli?, ¿adónde lleva ese cadáver en lo alto de una cureña? ¿Por qué esos animales y no otros? Ni los personajes ni yo mismo lo sabíamos –lo que iba dando origen, paulatinamente, a la especulación generalizada y la leyenda.
Día a día, como si cada nuevo relato fuera el primero que escribía, apunté acontecimientos sucedidos a ese cortejo insólito que avanza hacia y por la Patagonia, asediada por la precariedad, la incertidumbre y el miedo a enloquecer –y cada relato lo “escuché” en la voz de un personaje distinto, salvo el propio Onelli, que permanece siempre igualmente decidido, mudo e incomprensible–. Y a cada día comprendía más claramente, de un modo oscuro pero lleno de felicidad, que esa multitud de testigos, colaboradores y enemigos de Onelli, fanáticos y hasta animales, eran una extraña transmutación de las preguntas que oía a cada paso, y que Onelli mismo era esa especie de dios castigador e imprevisible, amado y demencial que suele llamarse historia, o destino, o patria. Ese dios que nunca nos responde.
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